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La eficacia de la economía de libre mercado es indudable. Y está injustificada la sospecha de que necesitaría el control público porque es un mal necesario sin principios éticos: es la propia tutela pública politizada lo que ha ocasionado a veces los abusos del mercado.

Los últimos y bien conocidos acontecimientos por los que sendas crisis empresariales han terminado con el reciente ingreso en prisión de destacados personajes de la economía española ponen de nuevo en duda, ante la opinión pública, dos principios básicos de la economía de mercado: la legitimidad del enriquecimiento y la eficacia del mercado para resolver en solitario las patologías que en él puedan aparecer.

Aceptada por casi todos la mayor eficacia del mercado como instrumento de asignación de recursos para algunos más por la evidencia de las experiencias históricas recientes que por convicción intelectual-, ahora surgen con más fuerza las críticas basadas en su presunta carencia de principios éticos en los que sustentar su funcionamiento. El mercado se convierte así en un mal necesario con el que nos vemos obligados a convivir, y del que constantemente hemos de desconfiar para evitar a tiempo sus mayores abusos. Los fenómenos de enriquecimiento rápido, los especuladores, la «cultura del pelotazo» parecen ser para algunos las indeseables pero inevitables consecuencias de una forma de organizar la actividad económica al margen de consideración alguna de justicia pero que, eso sí, parece eficaz.

Sin embargo, no hay nada más alejado de la realidad que los anteriores planteamientos. La economía de mercado basa su legitimidad en la libre aceptación de todos y cada uno de los intercambios realizados. Capitalistas, trabajadores, empresarios y consumidores, entendidos no como grupos de personas diferentes sino como distintas posiciones económicas que todos los individuos simultánea o sucesivamente ocupan, disponen libremente de sus recursos ahorrando, invirtiendo, trabajando o consumiendo en la medida de sus respectivas posibilidades, y en función de la capacidad conjunta de generar riqueza. La libertad para aceptar las transacciones propuestas, y para rechazarlas cuando no se estimen favorables, garantiza que de todas ellas se derive un beneficio mutuo.

En este marco de libertad, la función empresarial resulta crucial. Descubrir las demandas de los consumidores y satisfacerlas de manera eficiente es el reto del empresario. No es esencial que posea capital propio, puesto que podrá reclamarlo en préstamo para desarrollar su proyecto; sí es imprescindible que no se equivoque en sus hipótesis de trabajo. Si produce bienes o servicios no demandados, o lo hace ineficazmente, a un coste superior al de sus competidores, se verá condenado a la quiebra. La retribución por el riesgo asumido es el beneficio, y la justicia de su percepción deriva de una mayor satisfacción social, producida como resultado de su actuación.

El empresario que es capaz de intuir la demanda de un bien, y que lo produce a un coste tal que los compradores consideren que el precio pagado es inferior a la ganancia obtenida por su adquisición, es un empresario eficaz y es justamente retribuido por la sociedad a través del beneficio.

Beneficios mutuos o enriquecimiento propio

¿Qué tiene todo esto que ver con lo ocurrido en la economía española? Posiblemente nada, aunque en ocasiones las interpretaciones escuchadas tiendan a confundir algunas ideas. Los dos casos más relevantes tienen aparentemente en común una misma cosa: directivos más preocupados por sus respectivos intereses que por los de las empresas que administran aprovechan su poder de gestión en beneficio propio, a costa del resto de los accionistas. Las operaciones realizadas carecen de la legitimidad descrita para las transacciones que se verifican a través del mercado; no existe intercambio mu- tuamente beneficioso, sino enriquecimiento de uno a costa de otros, producido como consecuencia de la deslealtad en la gestión de intereses parcialmente ajenos: como consecuencia, por tanto, del engaño.

El inmenso desarrollo de las economías modernas ha hecho necesaria la aparición de grandes entidades en las que el ahorro perteneciente a un gran número de sujetos es administrado por algunos individuos, elegidos por ellos. Esta disociación de propiedad y gerencia es una característica típica del capitalismo contemporáneo, y una consecuencia necesaria de la utilidad que se deriva de la puesta en común de grandes cantidades de capital. Esta realidad novedosa obliga a adaptar constantemente nuestras leyes, para hacer posible que los accionistas minoritarios puedan controlar sus intereses de modo efectivo, poniendo en sus manos instrumentos adecuados y sancionando rápida y suficientemente los incumplimientos.

Aparentemente, el caso Banesto ha puesto de manifiesto la necesidad de una tutela pública directa para alcanzar esos deseables objetivos de control. Sin embargo, conviene recordar en qué medida la actuación de la Administración ha contribuido o ha permitido llegar a la situación en la que finalmente se ha desembocado. Hay que recordar que fue una decisión política la que desató unos procesos de fusión en el sector bancario al margen de la voluntad de los accionistas implicados, tal y como se puso de manifiesto posteriormente. Los equipos de gestión destituidos alcanzaron sus puestos encabezando un movimiento de contestación de los accionistas contra algunos intentos fraguados al margen de voluntad de éstos y que desde el poder político se les trató de imponer. La necesidad de actuar coactivamente se deriva en buena medida, por lo tanto, de las dificultades existentes para sustituir con normalidad a un mal equipo gestor -unas dificultades que son consecuencia de las suspicacias de aquellos que temían ser, de nuevo, manipulados-.

Conviene tener presente también que el mal funcionamiento de distintas instancias públicas ha podido incidir en un exceso de confianza por parte de los accionistas. Hay pocas actividades económicas tan intervenidas y tuteladas en todas sus etapas como las financieras en general y las bancarias en particular. Auditorías anuales legalmente exigidas y públicamente supervisadas, inspecciones del Banco de España, controles fiscales, aprobación administrativa previa de las sucesivas ampliaciones, etc.: todo ello puede razonablemente ofrecer a los ciudadanos interesados la impresión de que alguien en la Administración vela por sus intereses. Pero la solu ción traumática a una crisis en estado avanzado pone de manifiesto que esa impresión era un error, pues la ineficacia de esos controles previos es evidente: al contrario de lo que se pretendía, tal vez hayan contribuido a debilitar las peticiones y demandas de control desde dentro de la propia entidad.

En todo caso, lo importante no es tanto denunciar los claros errores de los mecanismos públicos de control, como más bien destacar la falta de relación entre estos fenómenos y el funcionamiento de una economía de libre mercado. El engaño puede existir en cualquier actividad humana, también en la económica, pero no es consustancial a ellas. Lo que ahora debería demandarse, a la vista de lo acontecido, es una estructura legal e institucional más justa y eficaz que la existente en la actualidad, que garantice a los pequeños accionistas la efectiva protección de sus intereses, que posibilite en su caso la rápida exigencia de responsabilidades y que sancione las conductas punibles. Esa reforma no puede ser rectamente concebida como un límite al funcionamiento del libre mercado, sino como una mejor configuración de sus cauces naturales de desarrollo.

vertido la fábula del aprendiz de allá del status y del funcionamiento brujo en una realidad modélica. de la justicia como poder indepenLa recuperación del ideal del Esdiente del Estado. Pero resulta difítado de Derecho se ha convertido, a cil discutir que los avatares que sulos tres lustros del nacimiento de fre hoy la institución de la Justicia nuestra Constitución, en una tarea están quebrantando nuestro modelo urgente y prioritaria. Ciertamente constitucional de Estado. • E. N. comprende aspectos que van más La legitimidad del mercado La eficacia de la economía de libre mercado es indudable. Y está injustificada la sospecha de que necesitaría el control público porque es un mal necesario sin principios éticos: es la propia tutela pública politizada lo que ha ocasionado a veces los abusos del mercado. os últimos y bien conocidos de las experiencias históricas reacontecimientos por los que cientes que por convicción intelecsendas crisis empresariales Ltual, ahora surgen con más fuerza han terminado con el reciente ingrelas críticas basadas en su presunta so en prisión de destacados personacarencia de principios éticos en los jes de la economía española ponen que sustentar su funcionamiento. El de nuevo en duda, ante la opinión mercado se convierte así en un mal pública, dos principios básicos de la necesario con el que nos vemos economía de mercado: la legitimiobligados a convivir, y del que dad del enriquecimiento y la eficaconstantemente hemos de desconcia del mercado para resolver en sofiar para evitar a tiempo sus mayolitario las patologías que en él pueres abusos. 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Esa reforma no puede ser de los mecanismos públicos de conrectamente concebida como un límitrol, como más bien destacar la falta te al funcionamiento del libre merde relación entre estos fenómenos y cado, sino como una mejor configuel funcionamiento de una economía ración de sus cauces naturales de de libre mercado. El engaño puede desarrollo. • G. E. P. existir en cualquier actividad huma