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El Estado de las Autonomías era, hasta 2004, el fruto de un amplio y continuado acuerdo. Todos los Estatutos entonces vigentes habían sido aprobados y sucesivamente reformados con el acuerdo, siempre, de las dos principales fuerzas políticas nacionales y, casi siempre, de manera unánime. Es más, siempre las reformas -que fueron muchas- descansaron sobre pactos políticos previos.

Tras el incierto arranque del modelo a finales de los años setenta del pasado siglo, la primera década de gobiernos socialistas sirvió para asentar y consolidar las líneas básicas del Estado autonómico. A comienzos de los noventa, era ya clara la demanda de generalización y eso llevó a firmar los conocidos acuerdos de 1992, entre los partidos socialista y popular, que multiplicaron las competencias regionales y homogeneizaron mucho el modelo.

Esta realidad fue asumida y expresada cabalmente por Rodríguez Zapatero en una intervención parlamentaria, comenzado ya el primer mandato de Aznar: «Si analizamos con cierta serenidad lo que ha sido el desarrollo [del Estado de las Autonomías] desde la aprobación de la Constitución de 1978, no parece adecuado pensar que estemos al borde de la necesidad de dar un impulso nuevo o un gran salto, no se sabe muy bien hacia dónde. Hay que reconocer que a pesar de las críticas y de las insuficiencias objetivas, el Título VIII ha permitido provocar, en un cierto marco de estabilidad, la mayor transformación en profundidad que se puede pensar en un Estado tan centralista, como era el nuestro, a un Estado tan descentralizado como es hoy el Estado actual».

Sin embargo, tras estas afirmaciones el modelo siguió desplegándose, llevando la responsabilidad en la gestión del sistema educativo, primero, y sanitario, después, a todos los gobiernos regionales. Ambos traspasos fueron realizados al amparo de un renovado acuerdo entre PP y PSOE que hizo posible una oleada de reformas consensuadas de doce Estatutos, y fue seguida por decenas de acuerdos bilaterales con todas las comunidades. Casi la mitad de las competencias actualmente atribuidas a los gobiernos regionales, tanto si las medimos por su coste como si lo hacemos por el número de empleados públicos asignados, tienen su origen en traspasos realizados a lo largo de los ocho años que estuvo gobernando el Partido Popular.

Tras este enorme esfuerzo político de transformación pactada del modelo de Estado, culminado en el año 2001, se pretendió acabar de definir el modelo mediante la negociación y aprobación unánime de un sistema de financiación solidario y estable que le sirviese de soporte financiero permanente. También esto se hizo y quedo así completado, en apariencia, el esquema autonómico apuntado por la Constitución.

En opinión de muchos, una de las mayores carencias de nuestro modelo de organización territorial estuvo siempre en el insuficiente y confuso desarrollo de la autonomía local. Si comparamos la distribución del gasto público en España con la de otros países descentralizados o explícitamente federales, llama la atención un claro sobredimensionamiento de las responsabilidades regionales de gasto y una evidente atrofia de lo local.

Puede haber algunas explicaciones históricas para este desequilibrio. Es cierto que algunas comunidades autónomas españolas son pequeñas en relación a lo que habitualmente se denomina región en otros países; además, las uniprovinciales (La Rioja, Cantabria, Asturias, Navarra, Murcia y Madrid; Baleares es un caso distinto) ejercen de manera indiferenciada sus competencias propias con las que correspondían a las antiguas diputaciones que vinieron a sustituir. Es también cierto que los más de 8.100 municipios españoles ofrecen muy distintas capacidades de gestión y, en consecuencia, un gran número carece de los recursos humanos y de la población suficientes como para ser un centro eficaz para la administración de los asuntos públicos.[[wysiwyg_imageupload:1117:height=145,width=200]]

Una evidente imprecisión constitucional sobre el alcance de la autonomía local explica, también, su debilidad institucional. El Título VIII no arroja mucha luz sobre qué constituye el núcleo del interés local protegido (137 CE: «El Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las comunidades autónomas que se constituyan. Todas estas entidades gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses»), y los títulos competenciales del Estado y de las comunidades autónomas, en esta materia, son notablemente ambiguos.

La consecuencia de todo lo anterior ha sido una larga pugna entre gobiernos locales y autonómicos, con independencia de ideologías y regiones. En el País Vasco, con otras connotaciones que ahora nos dispersarían, la defensa de las diputaciones forales frente al gobierno autonómico estuvo en la raíz de la escisión del Partido Nacionalista Vasco que dio lugar a Eusko Alkartasuna y sigue siendo un motivo constante de fricción institucional. Una tensión similar existe en Canarias con los cabildos insulares y, en menor medida, en Baleares con sus consejos. Las diputaciones provinciales nunca han terminado de encontrar su papel en el nuevo modelo, y sólo su notable debilidad explica que no hayan entrado con más frecuencia en conflicto a lo largo de toda España.

Los choques entre los grandes municipios y los gobiernos de las comunidades autónomas donde se sitúan han sido una constante en los últimos treinta años. Aunque el caso más notable sea el de Barcelona, donde Ayuntamiento y Diputación en manos del partido socialista hayan sido un contrapeso a los gobiernos nacionalistas de la Generalidad, tampoco han sido nunca fáciles las relaciones entre estas instituciones en otras regiones, estuvieran gobernadas por representantes de distintos o de un mismo partido.

La necesidad de perfeccionar nuestro modelo constitucional de autonomía local y las ventajas de establecer un mayor equilibrio entre las responsabilidades de los tres niveles básicos de gobierno llevaron al Partido Popular a propugnar en su congreso nacional de 2002 la llamada «segunda descentralización». Era esta una idea surgida de los trabajos de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP), asumidos por todos los partidos nacionales, y que encontraba pleno sentido y oportunidad una vez completado el desarrollo del modelo regional. Se trataba de ampliar y precisar el núcleo de competencias propios de los gobiernos locales, al tiempo que se buscaba un modelo de financiación justo y sólido que garantizase su autonomía. Ahí estaba situado el debate.

Nada justificaba pues, antes de las elecciones de marzo de 2004, un cambio de calado en el modelo territorial surgido de la Transición, un modelo que había sido considerado un éxito dentro y fuera de nuestras fronteras. Sin embargo, los hechos han puesto de manifiesto que Zapatero, a pesar de sus palabras de 1996, no asumía la España que habíamos construido entre todos.

El partido socialista nunca ha querido en esta etapa hacer explícito el modelo que ahora persigue. Sus vagos argumentos parten de la necesidad de actualizar permanentemente el ordenamiento para adecuarlo a las circunstancias cambiantes de la realidad y se apoyan en proclamas vacías de contenido que afirman que nada sustantivo está siendo modificado.

Ante la falta de razones expresas que pudieran explicar por qué se han roto los fundamentos del pacto constitucional, sólo dos circunstancias nos arrojan alguna luz para entender la estrategia seguida por el gobierno. De un lado, una coyuntura electoral trajo a finales de 2003 el Pacto del Tinell y llevó a los socialistas de Cataluña a comprometerse con comunistas e independentistas republicanos a «dejar sin efecto el conjunto de normas contrarias a la plurinacionalidad, de cualquier rango, aprobadas durante el periodo gobernado por el Partido Popular».

Salta a la vista que ese conjunto de normas al que se referían no habían sido aprobadas por el Partido Popular, sino que eran el fruto de un consenso continuado que había permitido configurar el modelo de Estado vigente hasta 2004. Cuando Zapatero aceptó respaldar el Estatuto de Autonomía que fuese aprobado por el Parlamento de Cataluña sabía exactamente lo que quería decir, que lo aprobaría aunque contase con la oposicion del Partido Popular o chocase con la Constitucion. Y así lo hizo.

La segunda clave está en ese «nuevo marco de convivencia» que comprometió Zapatero en el momento de anunciar su «proceso de paz», cuyo alcance y contenido, por supuesto, tampoco se da a conocer. Es también aquí evidente que se intenta empezar desde cero, con una hoja en blanco; se pretende negociar sin incómodas restricciones.

El inmenso fraude radica en que su acuerdo no pretende ser alcanzado entre todos, no aspira a incluir a la gran mayoría que desde hace décadas avala nuestro modelo constitucional. Es un acuerdo para una parte; un acuerdo que necesariamente excluye, al menos, a la mitad de los españoles. Un acuerdo en el que sobra no ya el Partido Popular, sino todo lo que éste representa y defiende hoy en la sociedad española, aspectos que en muchas ocasiones se proyectan bastante más allá de nuestras filas partidarias o electorales.

Falta poco para las elecciones locales y autonómicas del 27 de mayo. Hay muchos asuntos propios que decidir, casi todos aquellos que afectan de manera más cotidiana a la vida de los españoles. No son la primera vuelta de las elecciones generales pero se celebrarán en unas circunstancias políticas que les dan una proyección que va mucho más allá de su particular carácter. En mayo los españoles no tendrán en su mano cambiar el Gobierno de España, pero sí tendrán la ocasión de expresar a través del voto su firme rechazo a tantos y tan graves errores.

Es imprescindible y urgente un cambio político en España. Todos los problemas tienen solución, pero exigen un nuevo liderazgo y un nuevo proyecto. Es posible, además, recuperar un amplio grado de acuerdo con una izquierda renovada tras una derrota electoral. Creo, incluso, que será fácil regresar a ese acuerdo.

Licenciado en Derecho, funcionario por oposición del Cuerpo de Inspectores de Finanzas del Estado, exsecretario de Estado. En la actualidad es miembro del patronato de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES)