Tiempo de lectura: 9 min.

La física de la Monarquía es un título sugerente y atractivo, pero excesivamente comprensivo y un tanto ambiguo. Sólo la lectura del subtitulo permite una cierta concreción y una mayor comprensión. Se trata del siglo XVIII, de la Monarquía española, y de la relación entonces, y en un país muy específico, España, entre la ciencia y la política, a través de la vida y la obra del marino de origen italiano al servicio de la Corona española, Alejandro Malaspina. Sin embargo, la lectura de sus más de cuatrocientas densas y bien escritas páginas nos lleva a un escenario y a una temática más amplia y muy sugestiva, sobre la que ya existe una anterior y valiosa bibliografía, muy presente y bien recogida en este libro del investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Dr. Juan Pimentel. A «una historia intelectual, por tanto, un análisis de los orígenes, la forma, el contenido, la trayectoria y el destino de una idea», la de «la física de la Monarquía», la del Imperio español, es decir, la visión de cómo era —y también cómo debía ser— la estructura y, más aún, el funcionamiento y el destino del Estado que, en la segunda mitad del siglo XVIII, estaba constituido por España y sus diversas provincias ultramarinas, en concreto las Indias Occidentales, como todavía se las denominaba entonces. Todo ello a través de la andadura vital de un hombre nada ordinario, Alejandro Malaspina.

Al menos tres son los grandes temas, todos ellos muy importantes en el desarrollo por el mundo de la expansión europea en general y de la española en particular, que se estudian con indudable cuidado y profundidad en La física de la Monarquía, aunque con una especial inmersión, como dice el autor, en la ciencia y en la política, es decir, en el saber y en el poder, fundamentales en el desarrollo y en la supremacía europeos de entonces y que, hasta cierto punto, ha llegado hasta nuestros días.

En primer lugar, y como línea esencial que enhebra todas sus páginas, todas sus investigaciones y todas sus reflexiones, la biografía de Alejandro Malaspina. Una biografía que va mucho más allá del simple análisis de una vida, sin duda, muy ajetreada y plena de vivencias, ya que permite entender la relación ya madura entre España e Italia a lo largo de los siglos XVI a XVIII y, en definitiva, el papel y la contribución de algunas regiones italianas, en concreto su Mezzogiorno, en la formación y el desarrollo del Imperio español durante esas centurias. Una vida, la de Alejandro Malaspina, que nacido en 1754 en el seno de una vieja familia aristocrática de Mulazzo, en plenos Apeninos ligures, región en la que inició su formación intelectual y a la que, a la postre, regresó, tras una larga presencia de más de veinte años en España y su Imperio, para morir en Pontrémoli, a pocos kilómetros de su natal castillo de Mulazzo, cincuenta y cinco años más tarde, en 1810.

La vida de Malaspina está perfectamente ligada a los momentos y valores más trascendentales del XVIII europeo y universal: el Despotismo ilustrado y la Revolución francesa. Tras una breve estancia en su comarca natal, a los siete años de edad comienza una nueva etapa en el Mezzogiorno, uno de los centros más singulares de la Ilustración y el Iluminismo europeos, afirma Pimentel y, en concreto, en Palermo, una de las ciudades principales del Reino de las Dos Sicilias, donde apenas hacía un par de años había reinado el que ya era Carlos III, rey de España y de las Indias Occidentales. Pero el foco esencial de la formación inicial, italiana, de Malaspina tuvo lugar, desde 1765 y como era normal entre los jóvenes de la buena sociedad italiana de entonces, en el Colegio Clementino de Roma, regido por la Congregación Somasca, fundada en 1528 por San Gerolamo Emiliani.

«Un centro —el Clementino— donde los cachorros de la vieja nobleza se instruían en las nuevas ciencias» y que, como otros colegios y seminarios similares, los pertenecientes a la Compañía de Jesús, por ejemplo, podía facilitarles el acceso a la cumbre de la jerarquía militar, eclesiástica y diplomática. Este fue el caso de Alejandro Malaspina, que adquirió en el Clementino los fundamentos del humanismo —el mundo clásico, a partir del nuevo modelo de formación profesional alcanzado entre la geografía y la historia del momento, la retórica y la filosofía básicas-— que más tarde le ocuparon largamente, pero donde también se inició en las hoy llamadas ciencias experimentales —física, matemáticas, ciencias de la naturaleza—, aunque dentro de una profunda relación entre ciencia y filosofía. Y que le permitió —y exigió— conocer a fondo las bases de la cultura occidental desde Aristóteles a Buffon, pasando por Tolomeo, Copérnico, Galileo, Bacon, Descartes y Newton.

De allí, en 1773, pasa a la isla de Malta, donde es investido, según la tradición familiar, caballero de la Orden de Malta, iniciando su vida marinera bajo bandera mal tesa a fin de limpiar las viejas aguas mediterrá-neas de piratas berberiscos. Enseguida, en 1774, en Cádiz sentó plaza de guardamarina en la Real Armada española, como habían hecho y estaban haciendo otros jóvenes italianos.

El segundo gran conjunto temá-tico de la obra que reseñamos es el del extraordinario papel jugado en el devenir científico y político español del siglo XVIII por los diversos cuerpos militares y, en especial, por la Marina, todavía entonces una de las mejores que existían. Sobre todo 1774 y 1788, en el que los estudios científicos constituyeron un elemento fundamental, y que pretendía la posibilidad de competir con la Gran Bretaña, la nación rival, el modelo naval que era necesario emular. Las reformas introducidas en el Observatorio Astronómico de San Fernando y en la Academia de Guardias Marinas gaditana, y que pretendían recuperar, al menos, los fecundos tiempos de Jorge Juan y Antonio de Ulloa, fueron completadas por la creación en 1776 de dos nuevas compañías en El Ferrol y Cartagena, en las que desempeñaron un singular papel personalidades tales como José de Mazarredo, Vicente Tofiño y Antonio Valdés. En ese tiempo, Malaspina se convirtió en oficial científico, pero sin abandonar en ningún momento el servicio directo en la mar. En 1778, cruza por primera vez el Ecuador y, doblando el cabo de Buena Esperanza, llega a las islas Filipinas. Y en 1786 inicia un largo viaje por encargo de la Compañía de Filipinas que, tras circundar el litoral suramericano por el cabo de Hornos, desde Lima atraviesa el Mar del Sur hasta Cavite, regresando a Cádiz en 1788, circunnavegando el globo por el índico y el Atlántico.

Además, en todo momento colaboró, más o menos tangencialmente, en la tremenda y fascinante tarea científica desarrollada por la Ilustración española, y en la que numerosos miembros de la Real Armada fueron protagonistas privilegiados. En la misma Península, entre otras importantes tareas científicas, cabe destacar dos grandes obras cartográficas, llevadas a cabo entonces bajo la dirección de Vicente Tofiño, los Derroteros de las costas de España (1787-1789) y el Atlas Marítimo de España (1789), aún no superadas y todavía vigentes. Pero a todo ello se agregaba una especial preocupación por el desarrollo social y económico de las Indias, preocupación en la que se destacaron figuras como Campomanes, Aranda y Floridablanca, continuando la estela iniciada por las Noticias Secretas y la Relación histórica de Jorge Juan y Antonio de Ulloa en la primera mitad de la centuria; y que habría de provocar lo que Hernández Sánchez Barba ha denominado la «última expansión española en América».

Todo ello fue origen de una sin igual actividad económica y científica en el conjunto de la América española, que ante todo pretendía un mejor conocimiento de estas tierras, ya que, como decía Malaspina en una de sus cartas: «Sin conocer América, ¿cómo es posible gobernarla?». En esta línea cabe recordar, por ejemplo, los estudios botánicos de Celestino Mutis en Nueva Granada, Ruiz y Pavón en Perú, y Cuéllar en Filipinas, las investigaciones mineras de los Elhuyar en México y Bogotá, o las simples descripciones regionales de un Venega sobre California (1757), de un Rossi y Rubi sobre Perú (1791), o de Azara sobre las tierras del Río de la Plata. Reconocimientos unos llevados a cabo por las regiones limítrofes del Imperio, otros por el interior de la América nuclear, aunque siempre con un objetivo esencial: estudiar sus recursos naturales y racionalizar y hacer rentable su explotación, lo que no excluía un mejor conocimiento de sus habitantes y de sus problemas.

Toda una extraordinaria actividad basada en un impresionante abanico de viajes y expediciones, de los que se han llegado a contabilizar y clasificar hasta un total de sesenta y tres durante el siglo XVIII. Y que se pudiera sintetizar y culminar en la excursión proyectada y realizada entre 1789 y 1794, bajo la dirección de Alejandro Malaspina y José Bustamente, que si bien se llevó a cabo en los inicios del reinado de Carlos IV, había comenzado a proyectarse y prepararse en los años finales del de su antecesor Carlos III, bajo los auspicios de uno de sus ministros más destacados, Antonio Valdés, Secretario Universal de Marina e Indias.

No cabe duda de que esta expedición estaba hasta cierto punto provocada por el hecho de que el Pacífico, tras los viajes del inglés Cook (1768-71,1772-75 y 1776-79), y los franceses Bouganville (1766-1768) y La Pérouse (1785-88), entre otros, estaba dejando de ser el «lago espa-ñol» en que se había convertido desde su descubrimiento por Magallanes a comienzos del siglo XVI. Pero también la Monarquía española aspiraba a realizar notables contribuciones a la Humanidad en materia de navegación y sanidad náutica, geografía, historia humana y natural, como era normal en su tradicional actividad descubridora y pobladora. Y todo ello, en este caso muy explícitamente, según las Instrucciones Reservadas dadas a los marinos responsables del viaje por Valdés, lo que le concedía una notable diferencia respecto a otras expediciones contemporáneas, se añadía la obligada construcción de cartas hidrográficas y de derroteros marinos que faciliten la navegación mercante, y más aún, «la investigación del estado político de la América, así relativamente a España como a las naciones extranjeras». Se trataba tanto de una expedición científica, que lo fue en gran medida, como de una política, como demostraron sus implicaciones estratégicas, económicas y culturales. La selección muy cuidadosa de la marinería y del grupo de especialistas colaboradores —como el cartógrafo Felipe Bauzá, los naturalistas Tadeo Haenke, Luis Née y Antonio Pineda, y los pintores y dibujantes José Guío y Fernando Brambila— es una prueba más de su originalidad.

El viaje se inició en Cádiz el 30 de julio de 1789 a bordo de las corbetas Descubierta y Atrevida, construidas expresamente para la ocasión en el arsenal de la Carraca, y finalizó, retomando a Cádiz, el 21 de septiembre de 1794. En ese tiempo, la «expedición enciclopédica», como la denomina Pimentel, atendió y estudió cuatro espacios marítimo-terrestres principales. Primero, América del Sur, con dos regiones especialmente reconocidas, el Río de la Plata y su entorno, incluidas las islas Malvinas y la costa chilena meridional, con centro en Chiloé. En segundo lugar, el Pacífico septentrional, con su objetivo más importante en el paso del noroeste, donde era notable y amenazante la presencia de británicos y rusos, aunque sin olvido de diversos acerca del pensamiento de Malaspina sobre el ser y no ser de la Monarquía española. Una reflexión que se problemas y aspectos de la Nueva España, donde la colaboración con el virrey Revillagigedo fue considerable, resaltando las cuestiones fronterizas con los nacientes Estados Unidos de América. En tercer lugar cabe resaltar su estancia en el Pacífico occidental, con su base principal en Manila, en las Islas Filipinas, aunque también recorrió el rosario de islas que unen Mindanao y Nueva Caledonia (Nueva Guinea, Salomón, Nuevas Hébridas), llega hasta Nueva Zelanda, visita durante un mes Nueva Gales del Sur y, finalmente, arriba a Tonga, en el archipiélago de Vavao, una «Nueva Arcadia», como aparece en alguna de las propias descripciones de Malaspina. Desde aquí se inicia el trayecto final de este gran viaje científico-político que, de nuevo por el cabo de Hornos y el Atlántico, regresa a España. De todas estas etapas, y de otros momentos del itinerario, dejó escritas Alejandro Malaspina diversas memorias manejadas en la redacción del libro de Pimentel, y recogidas en sus notas y en su bibliografía final.

El postrero tema desarrollado por Juan Pimentel, y que corrobora el título básico de su libro, es una reflexión cuidadosa y muy interesante inicia en los Axiomas políticos sobre América, un texto decisivo para conocer el pensamiento colonial de su autor, así como para comprender la verdadera naturaleza de su expedición, y que fue también la base del proyecto que Malaspina y Bustamente elevaron a la consideración del Secretario Universal de Marina e Indias, Antonio Valdés. La experiencia y los conocimientos adquiridos durante el viaje confirmaron, modificaron y ampliaron el contenido de los Axiomas y fueron la base de los escritos que, sobre la imprescindible reforma, según él, a introducir en el gobierno y la administración españolas, dirigió directa e indirectamente a los Reyes y a sus consejeros, muy diferentes a los existentes antes de su viaje. En 1794, la Física de la Monarquía dependía de Manuel Godoy, valido de los Reyes Carlos y María Luisa y omnipotente gobernante. El resultado era obvio y estaba en relación con la caída de sus mentores, Floridablanca, Valdés y Aranda, y la llegada al poder de Godoy.

En noviembre de 1795 se inicia un proceso que, concluido en abril de 1796, implica para Alejandro Malaspina, el «nuevo Cook», según se le había denominado a su llegada a Cádiz, la pérdida del rango militar y una prisión de diez años y un día en el castillo de San Antón de La Coruña. A ello hay que añadir el auténtico secuestro que sufrieron los escritos y materiales aportados por la expedición, y la prohibición de publicar sus resultados, pronto olvidados, aunque conservados en diferentes archivos nacionales. Unicamente el Diario General del Viaje, autógrafo en su primera versión manuscrita del mismo Malaspina, llegó a editarse en fecha muy tardía (1885) y bastante modificado. Liberado en 1803, al parecer con la mediación de Napoleón, fue desterrado de España, y regresó a su tierra natal, instalándose en Pontrémoli, a escasos kilómetros del castillo de Mulazzo, donde había nacido. Allí falleció Alejandro Malaspina a la edad de cincuenta y cinco años, pocos días antes del inició en Caracas del «proceso emancipador que prendería pronto en toda la América hispana» y que había sido «prevista por el navegante y por otros muchos críticos de un modelo colonial con el cual la Monarquía difícilmente podía ingresar en la nueva era de los imperios informales».

En fin, un libro importante y trascendente, como trascendentes e importantes fueron la vida de su protagonista y no menos el tiempo y las circunstancias en las que se movió su acontecer vital y la Monarquía que tanto le preocupó.