Muchos europeos comenzaron el año tiritando. Putin decidió presionar a Ucrania, cuyo Gobierno es un enorme forúnculo infectado en el trasero del Kremlin. Así que ordenó a Gazprom que diera un giro de un cuarto de vuelta al grifo del gasoducto que pasa por Ucrania camino de Europa. La disculpa era que los ucranianos no pagan el precio de mercado por el gas que consumen, sino uno político de los tiempos en los que mandaban por allí los amigos de los rusos. Tienen derecho a quedarse con una cantidad determinada, como peaje por el tránsito del gas por territorio ucraniano. Es un tema técnicamente complejo, pues para liar más la cosa, los ucranianos, que ya saben como se las gasta Putin, habían negociado por su cuenta con Kazastán (la mayor parte del gas que pasa por el gasoducto en cuestión es kazaco) un precio por su gas. El caso es que el zar neodemocrático y antiguo espía cerró un tanto el grifo de la tubería y los ucranianos, ni cortos ni perezosos, tomaron su gas y pasaron la pelota a los clientes de Gazprom en Alemania y otros países europeos. Se armó la gorda. Está feo no poderse calentar a principios de enero en países cubiertos por la nieve y el hielo, sobre todo si has pagado religiosamente el precio de mercado y tienes un contrato de suministro en vigor. Fotos de enormes colas de ateridos ciudadanos en busca de bombonas se publicaron esos días en los diarios europeos. La UE puso el grito en el cielo e instó a ucranianos y rusos a negociar contra reloj sus diferencias, lo que así hicieron en el tiempo récord de unos pocos días.
Europa comenzó el año enterándose de una dura realidad: ni pagando el altísimo precio del gas ruso (está indiciado con el precio del petróleo) sin rechistar y con contratos a largo plazo está a salvo de ser rehén de la diplomacia de la termia que ha empezado a practicar Putin. El presidente de la Federación Rusa ha descubierto que con el crudo a 60 dólares el barril, él es el rey del mambo. Rusia es el segundo productor mundial de petróleo y el primero de gas. Tiene cogidos por salva sea la parte a su rica pero atribulada clientela adicta a la energía fósil. La tubería no es sólo un maná de petroeuros, sino un arma política de mil pares de megatones. Es la dura vida de los petroalcohólicos. Y el 30% de las importaciones energéticas de la UE proceden de Rusia. Todos aprendimos una lección en enero. ¿Servirá?
Europa es una adicta al oro negro en un grado muy preocupante. Casi la mitad de nuestras necesidades energéticas debemos importarlas de fuera de los 25, a menudo de países con gobiernos inestables, corruptos o dictatoriales. Las previsiones coinciden en que esta dependencia aumentará, en el caso del crudo, hasta un 90% y, en el caso del gas, un 70% hasta 2030. O cambiamos de rumbo o no somos ni remotamente responsables con nuestras obligaciones hacia nuestros hijos. Empleamos un recurso fósil y escaso para el transporte, mayoritariamente, lo que constituye una irracionalidad económica palmaria, además de un atentado al medio ambiente. Además, el consumo general de energía se está disparando a nivel mundial, con la entrada en la sociedad de consumo de gigantes como China e India.
Ocho de marzo de 2006: ésa es una fecha muy señalada. Ese día se dio el primer paso para desarrollar una política energética comunitaria en la UE. Se presentó en Bruselas el Libro Verde sobre la energía. La Comisión ha hecho sus deberes, ahora les toca a los gobiernos nacionales poner la pelota en la meta. La próxima cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno que se celebrará en Bruselas el 23 y 24 de marzo deberá adoptar las primeras decisiones ejecutivas. Y presumiblemente, a finales de año, se hará el Libro Blanco que pondrá en marcha las iniciativas. Se proponen 27 medidas, algunas de muy considerable calado, como la creación de un regulador europeo que ponga orden en el mercado. Evidentemente, esta iniciativa supone nuevas incertidumbres para el horizonte de OPAs en el sector, las actuales y las que están por venir. Tendrá repercusión. Europa «sólo» ha tardado unos 60 años desde la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero y unos 30 desde la primera crisis energética en «ponerse las pilas» para afrontar el desafío energético. Ello indica muy bien las inmensas resistencias del statu quo y de los nacionalismos para llevar a cabo cambios realmente significativos. Los tiempos ya no están para estas lentitudes casi geológicas. Es importante señalar que en el caso de España la situación general energética es bastante peor que la media comunitaria, con la única excepción de la producción de energías renovables, en la que estamos situados muy por encima de la media. Nuestra dependencia energética exterior es del 76,4%. En el conjunto de los Veinticinco, el petróleo aporta el 37% de la energía total consumida, mientras que en España este porcentaje asciende al 50%. No parece muy coherente mostrarse nacionalista con las OPAs de un país comunitario sobre una empresa española, cuando España, por sí sola, no puede ni remotamente asegurarse el suministro energético. ¿No sería mejor negociar un buen acuerdo con E.ON, que es la gran energética europea emergente, enchufada al gas ruso, antes que luchar a sangre contra su OPA sobre Endesa?
La liberalización del mercado eléctrico europeo, lanzada en 1996, ha alumbrado un pequeño monstruo. Los viejos monopolios públicos donde todo lo decidía el Estado han sido sustituidos por una especie de cárteles privados, con la excepción de Gran Bretaña y poco más. Los beneficiados han sido los productores antes que los consumidores. Y ahora las empresas que tienen mejor bolsillo se lanzan a comprar, en aras del nuevo credo de la integración de la electricidad y el gas y de los «campeones nacionales». Los expertos anuncian que van a quedar tres o cuatro grandes actores europeos, que ninguna empresa que tenga una facturación por debajo de los 40.000 millones de euros tendrá salvación. ¿Es eso lo deseable? ¿Ésa es la única salida factible?
Posiblemente no. Lo que no se dice con suficiente claridad y contundencia es que el sistema de distribución de electricidad actual —pocos productores de gran talla que alimentan líneas de alta tensión en una red nacional— está llegando a sus límites. Hay que empezar a hacer una red eléctrica con futuro, que haga más hincapié en inteligencia de redes que en más y más cables, que esté integrada a nivel europeo, con capacidad de extensión, preparada para una estrategia común de producción descentralizada. Este último tema es crucial: por producción descentralizada se entiende toda fuente de baja capacidad conectada a una red local de baja tensión, próxima al lugar de consumo. Ahora representa el 4% a nivel mundial, pero el 20% en países como Holanda. Este concepto se está imponiendo en Gran Bretaña, en California y en varios países del norte de Europa. California tiene ya el mayor programa del mundo, con 596 proyectos, para permitir que los particulares y las empresas conecten su autoproducción de electricidad a la red local. La red eléctrica del futuro bien pudiera ser una inteligencia de redes descentralizadas, con una galaxia de microempresas, más que unos monstruos gigantescos dictando su ley a los consumidores. Y el mundo sería un lugar más seguro, más equilibrado y más justo.