Tiempo de lectura: 6 min.

Con la renuncia de González a la jefatura de los socialistas el 20 de junio de 1997, a los veinte años de las primeras elecciones, se ha cerrado un importante capítulo no solo en su partido sino en todo un trecho de la democracia española.

Hace poco más de un cuarto de siglo, Felipe González Márquez asumió la capitanía de un grupo de jóvenes sevillanos de las clases medias y profesionales, con los que concibió el audaz proyecto de ocupar unas «tierras de nadie» en lo que había de ser el mapa político de España después de Franco. República y PSOE parecían cosas muy antiguas, de antes de la Guerra Civil, y de poco porvenir para un escenario en el que muchos pensaban que el día D+l se iban a enfrentar continuismo y revolución, terrenos acotados por franquistas y PC. Socialistas del PSOE apenas había en España y casi no se dejaban oír. Unos veteranos de la Guerra Civil, al borde de la senectud, y ciertos grupos ideológicos más bien intelectuales y urbanos. Los de Tierno (que eran cuatro) sonaban más que los neosocialistas de Madrid y los jóvenes del sindicato de estudiantes, de la ASU o del «felipe» y lo que quedaba de los intentos de reconstrucción del PSOE que habían significado los del desafortunado Amat. Las siglas, más que amortiguadas, eran propiedad de impenitentes exiliados, entre los que, tras la desaparición de Prieto, no quedaban figuras con credenciales históricas.
 
Pero González y los suyos acertaron a diseñar una estrategia a la que se mantuvieron fieles durante diez años. Lo primero sería conquistar una marca que en el interior estaba tan olvidada que parecería nueva. Los del exterior eran unos nostálgicos que no se enteraban de nada. Seguían pensando, como en el 45, que el régimen se iba a caer solo y que llovería del cielo la república sin tener que hacer nada por traerla.
 
A los jóvenes de Sevilla y a otros vascos, nuevos en política o provenientes del PC, no les faltaron algunos maestros entre veteranos de segunda fila que, tras perder la guerra y sufrir cárceles, destierros e inhabilitaciones, seguían siendo socialistas y a la vez se horrorizaban de que se pudiera volver a las andadas. Las figuras más significativas entre quienes contribuyeron a facilitar a los nuevos un principio de legitimidad socialista fueron seguramente Alfonso Fernández Torres y Ramón Rubial Cavia, a los que se unirían otros de fuera o de dentro del país. Entre Toulouse (1972), a donde algunos, más o menos fichados por la policía, pudieron acudir con pasaportes de favor, y Suresnes (1974), los de González se alzaron con las siglas y la legitimidad del PSOE. Lo que no tenían en ese momento era partido. Un discreto reclutamiento les permitió sumar algunos adeptos, en general jóvenes, procedentes de sectores cristianos de izquierda o de familias de tradición republicana.
 
Instalados en las siglas, aunque sus efectivos fueran cortos, se lanzaron a buscar la homologación internacional y los apoyos técnicos y económicos para el postfranquismo que se veía venir a pasos acelerados en el año 74 y a lo largo del 75. (En esa operación ayudaron a González -y no poco- el anticomunismo de su oferta política y particularmente el favor de los alemanes, dueños del título y de los recursos de la Internacional Socialista). A la restauración de la monarquía mantuvieron en un primer momento un republicanismo formal, pero sin estridencias, y sin pretensiones «irrealistas» que les alejaran del sentir general de una nación que quería cambiar lo que hiciera falta para seguir viviendo en paz. La aspiración del PSOE renovado que dirigía González era ganarle por la mano a los otros grupos o partidos que en aquellos años 76 y 77 pretendieran llamarse socialistas. A unos les quitaron líderes o activistas metiéndolos en su propias listas y a otros los arrinconaban sin piedad. En las elecciones del 77 tuvieron un éxito notable con los más de cinco millones de votos que hiceron del PSOE y de su jefe una alternativa para cuando el país y las instituciones hubieran perdido el miedo a un trompicón. Pero también para los gobiernos de la transición resultaba tranquilizante que el rival fuera ése y no el PC, con su prosovietismo sustancial apenas maquillado por el eurocomunismo (cuando Carrillo se iba de viaje, el verdadero interlocutor para el gobierno era Romero Marín). Lo cual no impedía que hubiera que entenderse también con los del PC para encauzar la siempre posible agitación de la calle.
 
Los socialistas de González obtuvieron tan brillante resultado electoral sin necesidad de desplegar una ideología ni programas de gobierno. Simplemente se presentaban como «otra cosa», que en el 77 ni siquiera reivindicaba la herencia de la república y de los vencidos en la Guerra Civil, aunque les guiñaran el ojo y contara con sus apoyos. Pero es que lo mismo sucedió en el 82, a los veinte meses del 23-F, con cuyo estrepitoso fracaso habían desaparecido del horizonte nacional los riesgos golpistas. El hundimiento y la desmoralización de la UCD les facilitaron el triunfo. Después, desde el 82 al 96, han gobernado ellos, es decir, ha gobernado González.
 
Como no podía dejar de ocurrir en tan dilatado espacio temporal, ha habido éxitos y fracasos, logros importantes para España y espectáculos penosos capaces de sonrojar a toda la nación. Ha habido también algo de ideología, pero más que ideología socialista, o de lo que ahora se llama socialdemócrata, una ideología burguesa radical-socialista de Tercera República francesa y de la que quisieron tener los más lúcidos izquierdistas socialistas o no de la II República española. Trataré de explicarme sin alargarme mucho, porque no es todavía el momento de análisis más profundos.
 
Bajo el mando de González el PSOE ha nacionalizado los internacionalismos vocacionales de los socialismos históricos. Se han monarquizado los republicanos, que eran ellos mismos, primero diciendo que eran «juancarlistas» y después aceptando simplemente y sin reservas la institución de la Corona, como una realidad beneficiosa para la identidad histórica y la unidad de España. En tercer lugar, han liberado al partido obrero del cautiverio sindical. Lo que ha hecho Blair con la Transport House y los «Unions», lo consiguió González resistiendo la huelga general del 14 de diciembre, que tenía tan poca razón de ser como demostraron los hechos y ante la que el gobierno no perdió los nervios. Después de haberse opuesto al ingreso de España en la OTAN, lo propugnaron, con grave riesgo de perder un referendum, una vez que desde el poder se enteraron de que eso tenía que ver con la entrada en las instituciones comunitarias europeas. Sus mayores fracasos han venido de planteamientos ideológicos de esos que he llamado radical-socialistas y de conductas personales y políticas del mismo signo. Me refiero a los políticos de ese signo de los que se pudo decir que tenían «los ojos puestos en el ideal y las manos en el cajón del pan».
 
No sería exagerado decir que con los diez millones de votos del 82 no pocas de las personas e instituciones del PSOE perdieron la cabeza. Pensaron que con las mayorías se podía hacer todo, como Napoleón había dicho de las bayonetas, cuando Talleyrand repuso que «sí, todo menos sentarse en ellas». Igual que en el año 31 se dijo que la República era para los republicanos, se pensó que la nación era para los socialistas. Primero hubo arrogancia y «entrismo» en las instituciones públicas. De los restos de la vieja ideología socialista de otros tiempos, cuando las cosas eran de otro modo, la acción de no pocos órganos del poder se impregnó de «igualitarismo». Se sustituyeron los modos de acceso a buena parte de la función pública, incluso la judicatura, se aplanó la carrera universitaria, se modificó la elección del poder judicial, se partidizaron muchos nombramientos de índole profesional, etc., etc.. En fin, se favoreció a amigos, se arrolló a contrarios y se ignoró a los indiferentes. Junto a todo ello se fomentó la permisividad y se elevó a rango de ley disposiciones que ponían en juego valores universales y en España históricos, como la vida y el derecho efectivo a la enseñanza de la religión de la inmensa mayoría de los nacionales en las escuelas públicas.
 
La arrogancia del poder y el fundamentalismo de la permisividad («mientras no me pillen todo vale») degeneraron en una cadena de hechos tan graves y numerosos como pocas veces se han juntado en un solo país y en tan corto tiempo y hoy llenan las secciones de sucesos y de tribunales de la prensa. No son las páginas de NUEVA REVISTA el lugar para mencionar nombres o siglas. Pero es un dolor para España que hayan ocurrido en los últimos tiempos tan penosos hechos, que inevitablemente empañan la historia de los trece años del poder socialista.
 
Nada más lejos del ánimo del autor de estas líneas que culpar de esos males a personas concretas y mucho menos al presidente González, bajo cuyo mandato España ha consolidado su presencia en la OTAN, ha ingresado en la Unión Europea, ha mantenido relaciones económicas y políticas más que aceptables con casi todos los Estados, en particular con los vecinos, ha contribuido a heroicas acciones de paz, ha mantenido y desarrollado lo que se suele llamar el «Estado del bienestar», que es el de los servicios sociales, ha celebrado brillantemente una Olimpiada y una Exposición Universal, etc. etc. No obstante, para tanto tiempo como han durado sus gobiernos el saldo final no resulta muy brillante por los lamentables episodios aludidos más que mencionados más arriba. Pero todo ese largo «periodo González», como se suele decir, ha de ser asumido por España igual que el resto de su historia y de él se han de extraer las oportunas lecciones.
 
La marcha de González no es ni una tragedia ni una bendición. Es simplemente la consecuencia correctamente extraída de hechos políticos. Los socialistas han perdido las últimas eleciones europeas, locales y autonómicas, y finalmente el año pasado las generales. Esos datos electorales le pedían el gesto de dimitir, que es lo que se espera de los políticos cuando son vencidos. Las más o menos ruidosas, pero inefectivas rebeliones internas de sus lugartenientes ni le han forzado a marcharse ni servían para echarlo. González ha hecho lo que tenía que hacer. Quizá lo único que se podría criticar es que un jefe político tan experimentado y conocedor del mundo de la democracia no hubiera tomado esta decisión hace un año, con un Congreso Extraordinario, tras las elecciones del 96.
Fundador de Nueva Revista