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La crisis se ha convertido en término omnipresente. No es cuestión de felicitarse, aunque hay que reconocer que puede aportar frutos positivos; en la medida en que proyecta una lente de aumento sobre defectos de nuestra convivencia cotidiana respecto a los que puede haberse producido cierto acostumbramiento.

No faltará quien piense que el problema consiste en que hay demasiado sinvergüenza suelto. No resulta oportuno intentar desmentir la estadística, pero personalmente me preocupa más el número muy superior de ciudadanos honestos que quizá no llegan a tener demasiado claro de qué actitudes, por impropias, deberían abstenerse. En otros países impera el realismo, lo que lleva a abordar los problemas como son; si hay quienes hacen lobby, mejor regular su actuación que ignorarla mirando hacia otro lado. No servirá de mucho marcar techos de gasto en campañas electorales si hasta el más lerdo puede detectar que se ven notablemente superados sin que se produzca reacción alguna. La Junta Electoral Central se limita a solventar los posibles conflictos que se le plantean, sin margen para actuar de oficio. El Tribunal de Cuentas, a la hora de controlar a los partidos, puede acabar convirtiéndose en una sección de la Real Academia de la Historia. Se eliminó el recurso previo de inconstitucionalidad, lo que ya resulta discutible, pero que luego puedan transcurrir de siete a doce años hasta que el Tribunal Constitucional acabe abordando cuestiones polémicas, de notable interés para el ciudadano, no contribuye a prestigiarle.

En cualquier caso, pienso que la principal razón de la crisis de las instituciones deriva de la frecuente ignorancia de cuál sea su función y del sentido de los procedimientos a través de los que han de llevarla a cabo. Cuando  este desconocimiento se adueña de más de un medio de comunicación, las consecuencias pueden ser demoledoras. No creo que haya un ciudadano que no sepa distinguir entre que su retoño se matricule en una asignatura o que acabe logrando obtener en ella matrícula de honor. Cuando leo a diario noticias relativas al Tribunal Constitucional —al que ahora sirvo— me preparo para lo que pueda ocurrir. Si se admite a trámite un recurso de una comunidad autónoma cuestionando una ley estatal —o viceversa— esa mera matriculación procesal se ve convertida en matrícula de honor: el Tribunal —se podrá leer— «avala» la aún no examinada pretensión. Si es el Gobierno el que, al impugnar un acto de un poder autonómico, activa su facultad legal de solicitar sea suspendido durante unos meses, se entenderá que el Tribunal —que no puede sino actuar ope legis— habrá proporcionado un «varapalo» a la comunidad autónoma en cuestión. Así que matricularse y sacar matrícula seguirán yendo automáticamente de la mano.

Por si fuera poco, las mismas instituciones no siempre colaboran a dar a los ciudadanos ejemplo exhibiendo un mutuo respeto. Afortunadamente, el Tribunal Constitucional y el Supremo se lo van pensando con responsabilidad antes de generar tensiones como las que hace algún año sufrieron, con notable deterioro para ambos. Qué decir de unas Cámaras (o sea, de los grandes partidos que determinan su marcha) que se permiten dejar durante años sin cubrir la vacante por fallecimiento de un magistrado constitucional, o retrasan un trienio la elección de otros cuatro que la Constitución les ha confiado. Lo peor no es que esto haya ocurrido ya más de una vez; el colmo  es que la «solución» encontrada para el problema consista, por el momento, en haber promulgado una ley que les habilita para seguir haciendo lo mismo indefinidamente.

Este desconocimiento de la función que compete a cada institución constituiría un buen objetivo a incluir en una educación de la ciudadanía, que se mostrara más preocupada de los perfiles institucionales que de lo que a los vecinos se les pueda antojar hacer en la cama. Hemos pasado de criticar a frailes obsesionados por la moral sexual a convertir la escuela en sede civil de su obligado adoctrinamiento; incluso por imperativo legal…

No es extraño que, como consecuencia de esa ignorancia del real funcionamiento de las instituciones, logren un fácil eco recetas regeneradoras que acaban mereciendo verse canonizadas por los jurados de lo políticamente correcto. Como tomármelos a beneficio de inventario no es para mí deporte novedoso, no tengo inconveniente en reconocer —por ejemplo— que lo de las listas electorales abiertas siempre me ha parecido un notable disparate. No solo porque nos movemos en un contexto en el que nadie conoce a nadie y, si acaso, el más conocido suele ser el que nos fastidia, con lo que podemos alimentar un nada constructivo sistema basado en el voto a la contra; lo peor será que se alimentará un caciquismo populista, del que nos venimos salvando a duras penas a base de asimilarlo en dosis no letales.

En una reciente sesión de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas me alegró que uno de sus más prestigiosos y experimentados miembros —al que había oído defender con anterioridad las listas abiertas— comentara cómo, con motivo de las recientes elecciones en el Colegio de Abogados de Madrid, un colega atribuía su negativa a votar a determinado candidato, al que estimaba válido, porque no le satisfacía la lista en que se incluía. Ignoraba así que se trataba de listas abiertas, susceptibles de múltiples combinaciones. Es fácil pues entender que,  del juego de tales listas, los resultados de las elecciones para el Senado (mediante listas abiertas, aunque nadie parezca tener noticia de ello) sean miméticos respecto a los del Congreso (con lista cerrada). Las escasas distorsiones respondieron en su día a criterios de tan gran profundidad política como el orden alfabético; lo que —como es sabido— motivó una reforma legal.

Intervino también en el debate un académico correspondiente, profesor peruano de paso por nuestro país, que ilustró el problema resaltando la notable eficacia que muestran tales listas en su tierra para destrozar internamente a los partidos. Sin necesidad de experiencia comparada, alguna personal no me falta. A veces parece que el caciquismo, del que tanto hablaron nuestros más admirados regeneradores, nunca hubiera existido entre nosotros; veamos…

Un médico se convierte en figura estelar en un pueblo de no excesivas proporciones. No solo atiende solícito a los enfermos que tiene asignados, sino que hace lo propio con población marginada y dejada de la mano de Dios. Cuando llegan las elecciones alguno de los grandes partidos en liza le ofrecerá que encabece su lista. De hecho, hasta tres lo hicieron consecutivamente. El día decisivo recogerá a muchos de los que fueron objeto de sus desvelos y los llevará en su propio coche a votar. Convertido reiteradamente en alcalde, exigirá engrosar la candidatura al Parlamento autonómico. Pueden no faltar razones para denegar tan altruista pretensión. Baste el bien conocido teorema sobre el fácil logro del «nivel de incompetencia». Un político va ascendiendo gracias a sus logros en los que se muestra capaz hasta que alcanza el puesto capaz de poner de relieve su incapacidad. No obstante, si se niega al candidato su altruista pretensión, abandonará en la siguiente elección la lista del partido y constituirá otra independiente con la que puede perpetuarse en la alcaldía. Si no lo logra, será al menos clave para su adjudicación, a cambio de algunas concejalías; incluida siempre —curioso asunto— la de urbanismo. Repasen las listas municipales independientes, sus éxitos y coaliciones, lo recibido en el reparto y los niveles de corrupción alcanzados; tiempo habrá de seguir hablando de listas abiertas.

Al parecer, los partidos están en crisis. El problema es que en política no basta con detectar errores (para lo que no hay que ser premio Nobel), sino que hay que poner sobre la mesa una alternativa que no los incremente. No somos conscientes del papel racionalizador que los partidos consolidados están cumpliendo en España porque, afortunadamente, los tenemos. Se habla mucho de que debe haber más democracia interna, cuando realmente tiende a haberla, aunque se procure esconderla. La razón es bien sencilla; ese mismo elector que pide democracia visualiza el debate como crisis interna y penalizará a los que exhiban sus discusiones, porque pensará que, en vez de preocuparse de los problemas del ciudadano, andan a la greña por historietas personales. No deja de ser curioso que la exhibición de debate interno y los resultados electorales acaben siendo inversamente proporcionales. ¿Cuántos votos podrá brindar al PSOE su actual tensión con el PSC?

En nuestra transición democrática se logró evitar la sopa de letras de un pluripartidismo que nos condenaría a la ingobernabilidad. Algo saben de eso los italianos, condenados más de una vez a ampararse en caudillos exuberantes —al menos eso me cuentan ellos— o en técnicos que no habían pasado por las urnas, reunidos más de una vez —para colmo— en coalición. De buena nos venimos librando.

Lo que sí pienso que podría dar paso a una auténtica regeneración institucional sería que los partidos y los sindicatos —para empezar— se dieran por enterados de que la transparencia se ha convertido en exigencia inexcusable. La democracia es el territorio de lo público; el escenario de la pública deliberación. Que haya de verse protegida por unos servicios secretos, alimentados con fondos reservados, es una de esas inevitables paradojas que ofrece la vida. Es fácil convenir que el imperativo ético elemental de un político es que solo haga y diga lo que pueda hacer y decir cara al público; eso habría que entender como transparencia. Que los partidos y los sindicatos —para empezar— se alimenten de fondos públicos —incluidos en su momento los del fondo social europeo— puede ser discutible; que los manejen como si se tratara de fondos reservados no tiene pies ni cabeza. El que pueda estar libre de toda sospecha que solicite el primer euro. No creo que nadie acabe muriendo en el tumulto.

La falta de transparencia puede venir a veces, según he podido comprobar, exigida por las mismas leyes. Con motivo de una sentencia del Tribunal Constitucional de relevante eco mediático, medios de comunicación prestigioso titularon: «Cuatro magistrados votaron en contra». En realidad habían sido cinco, con lo que el 7-5 —que marcaba una decisión por la mínima— se convertía en un presunto 8-4, que duplicaba la diferencia y daba alas al comentario de un colectivo beneficiado: «era de sentido común». El error no se debió a falta de veracidad (al haber puesto en juego los periodistas la exigible diligencia) sino que es el propio Tribunal el que, en un fallido alarde de transparencia, induce a la confusión al hacer público con el fallo solo las actitudes discrepantes que se vean acompañadas de voto particular. Como consecuencia, las frecuentes discrepancias que no optan por esa vía de expresión se ven convertidas en votos a favor. Cuando sugerí que se corrigiera este estrabismo contable no estaba pidiendo la luna. En el Tribunal Europeo de Derechos Humanos es práctica habitual hacer explícito el concreto resultado de cada votación, votos particulares aparte. Se me argumentó sin embargo —de modo no poco formalista— que la Ley Orgánica del Poder Judicial, norma supletoria para el funcionamiento del citado Tribunal, señala en su artículo 233 que: «Las deliberaciones de los Tribunales son secretas. También lo será el resultado de las votaciones». Curiosa manera de practicar esa transparencia que hace inteligible la labor de las instituciones y fomenta la responsabilidad de quienes la integran. Quizá nos quejamos de vicio. _

Catedrático de Filosofía moral y política. Universidad Rey Juan Carlos