Chesterton, Tolkien, Newman —sobre todo Newman, como padre espiritual de varias generaciones de conversos— no son solo los nombres de los personajes biografiados por Joseph Pearce, sino también las señales luminosas que han guiado su conversión. Tal vez por ello, en las exhaustivas biografías que ha escrito se percibe tanta emoción y tanto agradecimiento, casi podría decirse que veneración, por quienes, como él, se han acercado a la fe y a una visión gozosa y optimista de la vida. Porque, como tantos otros, Pearce abandonó lo que, en sus palabras, era «un infierno de odio» por el brillo y «resplandor del cristianismo».
Es difícil penetrar en el misterio de las conversiones; de hecho, Pearce lo comenta en algunos de sus libros y la lectura de sus textos lo demuestra. Es inútil intentar analizar cómo se encuentra o llega la fe, buscar las razones de una transformación tan íntima como sobrenatural. ¿Cómo es posible que el joven Pearce, un adolescente atribulado, miembro de un movimiento político xenófobo y anticatólico, cambiara radicalmente su visión del mundo? Nacido en 1961 en un barrio pobre y conflictivo de Londres, su juventud fue bastante convulsa y estuvo marcada por el activismo político.
La propia realidad social que le tocó vivir le obligó a adquirir compromisos no siempre acertados. En un entorno cada vez más multirracial, con importantes cambios sociales debidos a la inmigración de los sesenta, no es de extrañar que brotara el conflicto y el enfrentamiento político. El resentimiento se concitó sobre los que eran diferentes. Protagonista de los problemas de la convivencia entre culturas, Pearce se afilió al National Front (NF), un partido de extrema derecha, enormemente combativo y virulento, que nació bajo premisas racistas y xenófobas.
Su compromiso no fue una aventura pasajera. Como él mismo explica, decidió dedicarse por completo a ese proyecto de corte revolucionario y esforzarse en lo posible por conservar la pureza cultural de su propio país.
Y destacó particularmente en el área de la propaganda: dirigió el periódico de las juventudes del NF —con un expresivo nombre, Bulldog—, editó una revista nacionalista e incluso llegó a la cúpula del partido con apenas dieciocho años.
Fueron años de amargura, de hostilidad, de odio. El resentimiento empapó la vida de Pearce y sus proyectos, como ha confesado. Y aunque la religión no fuera en un principio motivo de preocupación personal —se declaraba agnóstico—, sí que se convirtió en un elemento más de la lucha política. Desde la perspectiva de un nacionalismo algo simplista y excluyente, aquejado de un prejuicio extendido en un sector del anglicanismo, pensaba que el catolicismo era una religión extranjera y, por tanto, un enemigo a batir. Esta visión, a la que se sumaban las implicaciones del trágico conflicto irlandés, le condujo a una anticatolicismo beligerante y violento: es significativo que fuera uno de los líderes que se opusieron públicamente a una visita pastoral de Juan Pablo II.
DEL RADICALISMO A LA FE
El compromiso con la lucha política y la voluntad de cambiar las cosas, aunque fuera de forma drástica, provocó una primera transformación, al menos intelectual. Pearce era inconformista y curioso —se ha definido siempre como un amante de los libros— y parecía empeñado en ensayar una alternativa que superara esa divergencia histórica entre liberalismo y comunismo. Como críticos de ambos sistemas —es decir, equilibrados en su defensa de la justicia social— alguien le sugirió que leyera a Belloc y a Chesterton. Ese fue el resquicio que aprovechó la fe.
Con la excusa de leer opiniones políticas heterodoxas, no tuvo más remedio que encajar la defensa del catolicismo y de la doctrina social de la Iglesia que con tanta inteligencia como finura supo hacer, especialmente, Chesterton. Encontró Ortodoxia bastante razonable, por ejemplo. La visión católica de la vida comenzó a desvelarse en un veinteañero caótico pero noble. En la maraña de sus teorías se abría un horizonte de coherencia y ante las argumentaciones y el sentido común del autor de El hombre que fue jueves se cayeron como por ensalmo sus prejuicios.
Debió de dejar poso en su alma esa cosmovisión alegre, optimista, casi llegando a la ingenuidad, que propone Chesterton.
Pero su vida, como siempre, tomaba otros derroteros. En dos ocasiones tuvo que vérselas con la justicia, acusado de apología del racismo. Y fue condenado en ambas ocasiones. La experiencia de la cárcel fue para él catártica, un paso decisivo para su conversión. En la cárcel, paradójicamente, puedo encontrarse a sí mismo y reconciliarse con su existencia, sobre todo en aquellos momentos en que, por razones de seguridad, fue desplazado a la zona de aislamiento.
También fueron años de ansiedad intelectual y de un anhelo profundo de verdad; momentos de dudas, de vacilaciones, de convicciones que se resquebrajaban a la luz de otras nuevas. De Chesterton —a quien considera su Virgilio— pasó a Belloc; de la política y la economía a la fe: Lewis, Tolkien y Newman. Y tantos otros. Entonces, cuando en un momento dado los funcionarios de prisión le preguntaron por su filiación religiosa, Pearce dijo: «Soy católico». Fue su primera declaración de fe.
Hubo algo nuevo y radical que prendió en su interior, pero la conversión religiosa tiene su propio tempo. Comenzó a balbucir oraciones en la soledad de su celda, se propuso distanciarse de su pasado radical y profundizar en la fe. Al salir de prisión, en 1986, rompió con todos esos lazos que le unían al extremismo —y que, por otro lado, era todo lo que tenía— y comenzó un nuevo itinerario vital, más modesto y reflexivo. Comenzó a ir a misa, a hablar asiduamente con un sacerdote; cambió de ambiente, de ciudad. Y finalmente, después de un largo tiempo de preparación, fue admitido en la Iglesia católica en 1989.
CATOLICISMO Y ESPERANZA
Su propia experiencia y su carácter inquieto, sin embargo, le han llevado a reflexionar sobre las vidas de aquellas personas que influyeron en su propio proceso de conversión. Un converso se interesa por otros conversos, explica. Tras varios años de investigación, en 1996 apareció su biografía sobre Chesterton, que tuvo bastante resonancia en los medios de comunicación. Después vinieron los estudios históricos y literarios sobre Tolkien, Solzhenitsyn, Belloc y C. S. Lewis, entre otros. Ahora bien, sería erróneo suponer que la intención de Pearce es meramente literaria o intelectual; busca, sobre todo, descubrir las similitudes entre el contexto en el que vivieron estos autores y el mundo actual.
Porque si algo une a todos estos escritores no es exclusivamente la calidad y el brillo de su literatura, sino el intento de salvar algunas certezas en las épocas de mayor confusión y desconsuelo. Todos ellos, aunque quizá involuntariamente, fueron miembros de un movimiento literario que no ocultaba su finalidad espiritual. Puede decirse que encontraron lo que buscaban en la fe aunque tenían —y esto es lo más fascinante— diversos orígenes: anglicanos, ateos y agnósticos. Fueron los nuevos heraldos de la cultura cristiana y se convirtieron para millones de lectores —también para los de hoy— en una suerte de refugio espiritual en un contexto social y político descreído. En cualquier caso, Pe- arce no se ha quedado en el mero descubrimiento: su pro- pósito es destacar cómo los grandes de la literatura anglosajona del siglo pasado (Waugh, Lewis, Tolkien, el mismo Chesterton) utilizaron la magia de su prosa para proponer a sus coetáneos una perspectiva más esperanzadora fundada en la trascendencia.
En esa tesitura se encuentra ahora el propio Pearce. Desde su residencia en Florida, como profesor y escritor, propone una apología del catolicismo comprometido en las luchas de hoy: el consumismo, el aborto, la pobreza, la justicia social, el laicismo, etc. En este sentido, sostiene que ser católico es ahora lo más extraño y chocante, un escándalo para un mundo fuertemente secularizado. El catolicismo, a su juicio, es una buena opción para hacer frente a los desafíos que se le presentan al hombre contemporáneo, constituyendo una alternativa seria y razonable al posmodernismo superficial de nuestro tiempo.
En todos sus ensayos late una idea importante que en ocasiones se tiende a olvidar: la fuerza creativa de la fe, el fermento cultural que reside en la creencia religiosa. No se trata de restar importancia a la reflexión teórica ni de orillar los vínculos de la razón y la fe: Pearce ha señalado también la importancia de este asunto y recuerda el impacto que le produjo Fides et ratio. Se refiere más bien a la necesidad de promover la belleza en un mundo pesimista, como recientemente ha advertido Benedicto XVI. La belleza puede aligerar el camino hacia la razón y procurar su armonía con las creencias. Partiendo de esta idea, es fácil interpretar el curso de la Modernidad como una progresiva divergencia entre la cabeza y el corazón, lo que ha provocado el auge de un cientificismo frío e inhumano y una debilidad moral que ha dejado al hombre desnortado. Encontrar sentido a su existencia: esto es lo que necesita el hombre de hoy, según Pearce, y sus libros cuentan cómo muchos han buscado y encontrado esperanza en sus vidas.
UN REPASO A LAS PRINCIPALES OBRAS DE JOSEPH PEARCE
G. K. Chesterton
[Encuentro, Madrid, 2009]
«Chesterton ha sido mi Virgilio», ha comentado en alguna ocasión Joseph Pearce. Este libro puede ser considerado, desde este punto de vista, como el pago de una deuda de gratitud. Fue su primer ensayo con resonancia pública y es considerada como una de las biografías definitivas sobre el creador de El padre Brown. Publicado originalmente en 1996, Pearce manejó para elaborarlo los textos publicados de Chesterton e incluso pudo acceder a algunos que todavía permanecen inéditos. Como resultado ofrece una biografía detallada y minuciosa.
En este ensayo utilizó por primera vez una estrategia que se ha convertido ya en su propia seña de identidad: tiene en cuenta al personaje, pero busca descubrir a partir de la obra sobre todo a la persona. Por eso, Chesterton, un escritor del que especialmente se puede decir que es inseparable de sus libros, aparece también en sus contradicciones y desvelos. Se constata así que era, desde la infancia, un alma en ebullición, apasionada, y que contaba con una genialidad rápida que sabía atisbar siempre el lado bueno de la realidad. Su nobleza y sinceridad queda patente en el proceso de su conversión al catolicismo, un hecho estudiado con hondura por Pearce.
En estas páginas hay infinidad de detalles y ejemplos al respecto de cómo era este Chesterton jovial y, sobre todo, inquieto: sus relaciones familiares, el combate dialéctico y constante con quienes no pensaban como él (por ejemplo, Shaw), su vocación periodística, el proceso de creación de sus obras, el descubrimiento del amor y su matrimonio, su visión poética, los viajes por América, sus frustraciones y sufrimientos o su ingenuidad…
La intención de Pearce es resaltar algo que en la lectura de Chesterton puede pasar inadvertido: la profundidad de su visión filosófica, que emerge detrás de la confabulación de risa y lógica característica de sus obras. De otra forma, no podría explicarse la poderosa influencia que ha ejercido en la vida espiritual de muchas generaciones, empezando por C. S. Lewis que, como Pearce, reconoce que debe su fe cristiana a la lectura de El hombre eterno.
Oscar Wilde. La verdad sin máscaras
[Ciudadela, Madrid, 2006]
Oscar Wilde es el prototipo de intelectual culto, algo snob, escandalosamente frívolo y herido por la impostura que confiere un éxito demasiado temprano. Pero esa es la máscara. Un prototipo, por cierto, que ha sido fructíferamente utilizado por el movimiento homosexual, que ha convertido a este escritor brillante y polémico en un icono de su lucha. Si quitamos esa máscara, como hace Pearce, aparece una persona débil, contradictoria, voluble, pero capaz de captar siempre la belleza, como se pone de manifiesto en uno de los libros más bellos de la literatura íntima: De profundis.
En realidad, viene a decirnos Pearce, se produce una especie de esquizofrenia entre la vida y la obra de Wilde. Y las visiones que normalmente se ofrecen sobre él pecan también de dualismo: o bien es idolatrado por la cultura light como epítome de la superficialidad o bien es acusado por la mirada férrea de la intransigencia más puritana. Pearce sostiene que Wilde fue ciertamente un ser tendente al histrionismo, protagonista de algunos hechos ciertamente vergonzosos, representante del decadentismo artístico que privilegia el arte, la forma y la actitud por encima de la verdad, pero paradójicamente expresó un exquisito tacto moral y una nobleza de espíritu especialmente clara en la mayoría de sus obras. Basta con leer esa parábola de la destrucción moral que es El retrato de Dorian Gray.
El repaso por su vida constituye una aventura interesante, casi una novela que provoca sensaciones ambiguas.
Parece claro que el propio Wilde ha sido el personaje más conseguido que ha salido de su pluma. Pero, como indica Pearce, Wilde vivió en un estado de confusión interna casi permanente y fueron sus propias contradicciones las que le condenaron a la condición de paria en la que murió. En este libro se da a entender que la clave de este resquebrajamiento interior está relacionada con su negativa a convertirse al catolicismo durante su juventud. Este es el motivo principal que explica sus altibajos y la profunda hondura de sus poemas y escritos.
«El vicio supremo es la superficialidad», repite insistentemente Wilde en la carta que envió a quien fuera su amante, Alfred Douglas, desde la cárcel de Reading. La experiencia en la prisión fue reveladora, sostiene Pearce. Algo debía saber del carácter redentor y purificador del sufrimiento quien se había jactado de su hedonismo. Y como en Reading, también al final de su vida, rodeado de unos pocos fieles, pero sumido en la pobreza, Wilde supo encontrar su propia alma. Ya en el lecho de muerte, Oscar Wilde recibió el bautismo. Manteniendo casi en suspenso al lector y co- mentando algunas genialidades de Wilde, Pearce consigue desmontar todos los tópicos que se han construido sobre su persona y rescatar al hombre de su mito.
Sohlzhenitsyn. Un alma en el exilio
[Ciudadela, Madrid, 2007]
Archipiélago Gulag marcó un antes y un después en la visión que muchos occidentales tenían del imperio soviético, pero también fue un punto de inflexión en la biografía del propio Sohlzhenitsyn. Y aunque la vida de este premio Nobel es bastante conocida por quienes han leído sus es- tremecedoras obras (porque incorporan abundante material biográfico), el viaje que nos propone Pearce en este libro resulta casi como una confesión, fruto de una serie de entrevistas con el autor y de una exhaustiva recopilación de material.
Lo más interesante —aparte de la información que ofrece sobre las diferentes etapas de su vida— es conocer la trayectoria espiritual, el camino interior de un hombre descreído de todas las ideologías y profundamente religioso. Más allá de su aventura con el poder soviético, su experiencia en un campo de concentración o el intenso periodo de escritura que precedió a su obra más relevante, la semblanza que dibuja Pearce subraya que la esencia de este ruso es el exilio. Este ser con apariencia de monje ortodoxo y mirada al infinito se mueve entre la inquietud de su alma y las zozobras que atacan lo eterno.
Si hubiera que llamar la atención sobre algún rasgo de su personalidad, no erraríamos al referirnos a su independencia. Sohlzhenitsyn no se doblegó ante las excusas ideológicas, ni como mártir de un liberalismo en el que no creía, ni como defensor de un sistema que le condenó al Gulag. Por eso se empeñó en criticar cualquier concepción política que hiciera perder la relevancia de lo espiritual. Durante su etapa en Estados Unidos, por ejemplo, a la que llegaba como exiliado político, comienza también a denunciar con virulencia el consumismo y el materialismo que asolaban —y continúan asolando— este otro lado del Muro.
Sus ideas, dice Pearce, se basaban en una defensa del ser humano, reivindicando la vida moral, la existencia austera y fundada en valores, sobre las diversas lacras que le tocó vivir: egoísmo, economicismo, explotación de la naturaleza, manipulación técnica del hombre. Para Pearce, Sohlzhenitsyn es uno de los baluartes morales que sigue hablando a la humanidad a través de sus obras, incluso tras su fallecimiento, hace ahora tres años.
Shakespeare. Una investigación
[Palabra, Madrid, 2008]
«La búsqueda del auténtico Shakespeare». Pearce da a conocer en este libro al hombre de carne y hueso que se escondía detrás de uno de los escritores más brillantes de la historia. La tarea no ha sido sencilla. Además de rastrear datos e interpretar textos, ha tenido que hacer frente a la inagotable literatura que versa sobre el bardo de Avon. Para ello, según indica en un certero apéndice sobre la crítica histórica y literaria, emplea los métodos objetivos del historiador y biógrafo, sin sucumbir a los cantos de sirena de la deconstrucción literaria. No ha querido entrar en los interminables debates que ha originado la figura del dramaturgo inglés: ha pasado por alto las interpretaciones subjetivistas y los prejuicios —incluso la posibilidad de que no fuera Shakespeare quien escribía, una teoría bastante extendida y con numerosos adeptos— para guiarse en la medida de lo posible por la fuerza de los hechos.
Pues bien: Shakespeare vivió, fue quien escribió sus obras y era católico. Hay pruebas suficientes que según Pearce confirman estas afirmaciones. Shakespeare procedía de una familia de tradición católica y fue educado en un entorno fiel a la fe de Roma, bajo la tutela de profesores católicos; la simple lectura del testamento de su padre, John Shakespeare, manifiesta claramente las convicciones religiosas de su hogar. Es más, es su raigambre católica lo que margina a la familia de Shakespeare durante el reinado de Isabel I que, como es conocido, fue extremadamente lejos en su legislación anticatólica. Se codeó con católicos e incluso se sostiene que dejó Stratford y se asentó en Londres debido a la persecución religiosa. Se sabe, asimismo que su propio padre, algunos primos, e incluso su hija fueron en varias ocasiones multados por catolicismo. Es también el excesivo celo anticatólico lo que explica la falta de muchos datos relevantes para la investigación. Así, por ejemplo, del propio testamento del poeta se colige que la mayoría de los beneficiarios eran católicos y muchas menciones son de origen católico.
A partir del análisis de estos y otros acontecimientos, Pearce consigue, con la astucia del detective, ofrecer como en un mosaico las diversas vicisitudes por las que atravesó Shakespeare a lo largo de su vida y sostiene que los hechos que lo vinculan con el anglicanismo son puramente accidentales. Su trabajo, sin embargo, todavía no ha concluido. Cree que, sabiendo que Shakespeare era católico, hay que releer sus obras bajo esta nueva óptica, y por tanto se ha embarcado en el estudio de las obras shakespearianas teniendo en cuenta el enfoque religioso. Como adelanto, ofrece un interesante estudio sobre El rey Lear en el apéndice.
Escritores conversos
[Palabra, Madrid, 2009]
Es un reto para cualquier escritor sintetizar en un solo libro las vivencias espirituales y las transformaciones religiosas de una de las generaciones más brillantes de la literatura inglesa. En Escritores conversos se expone con éxito el curso de las actitudes interiores, los desvelos y las dudas. Pero también se subraya la importancia del movimiento en el contexto cultural y social de la época, combinando historia y biografía. Muchos son los protagonistas de este libro, tal vez demasiados. Sin embargo, sus caracteres heterogéneos, las particularidades de sus estilos, su diversa procedencia… todo ello se aúna de una forma magistral y permite detectar la comunión intelectual y espiritual de un grupo de escritores especialmente lúcidos y creativos.
Los personajes que desfilan por estas páginas son siempre testigos o intermediarios en esa cadena de coincidencias amistosas y de influencias recíprocas que provoca, en algunos, su conversión al catolicismo, y en otros, una seria profundización en las verdades de la fe. Junto con la habilidad literaria y artística de estos gigantes, Pearce resalta un aspecto común a todos ellos: fueron verdaderos propagadores de la fe y firmes defensores de la cultura cristiana, en un contexto de transición y guerra.
El mundo que heredaron estos escritores estaba fundado sobre la duda; proliferaban filosofías que, aunque de distinto signo, querían poner en evidencia la coherencia intelectual y moral de la fe cristiana. Pero supieron enfrentarse a todo ello con ilusión y alegría. Chesterton, Knox, Benson, Wauhg, Lewis o Tolkien, por citar a algunos de ellos, no tuvieron reparos en ofrecer una visión cristiana y esperanzadora.
En este libro, lleno de anécdotas y de vida, se pone de manifiesto la hondura y nobleza intelectual de quienes se esforzaron por defender sus convicciones. Pearce destaca en este sentido su valentía y coraje. Se descubren, por otro lado, demasiadas coincidencias con el mundo de hoy como para pensar que el propósito de Pearce es sólo una remembranza sentimental o un ejercicio de virtuosismo histórico. ¿Puede formarse hoy un movimiento de iguales características? El tiempo lo dirá.