Jonathan Haidt. Psicólogo social. Profesor de Liderazgo Ético en la Escuela de Negocios Stern (Universidad de Nueva York). Cofundador de Heterodox Academy. Considerado uno de los «cien pensadores globales más importantes», según Foreign Policy. Autor de La hipótesis de la felicidad, La mente de los justos y La transformación de la mente moderna, escrito junto con Gregg Lukianoff.
Avance
Si internet marcó decisivamente a los millenials (nacidos entre 1981 y 1995), el smartphone lo está haciendo con la llamada generación Z, con inquietantes consecuencias para su salud mental y el paso de la adolescencia a la madurez. El psicólogo social Jonathan Haidt detecta una relación causa-efecto entre el consumo generalizado de móviles y videojuegos por parte de niños y adolescentes, sin vigilancia paterna, y el «tsunami de enfermedades mentales» en menores, especialmente a partir de 2010. Es lo que denomina la Gran Reconfiguración de la infancia, que ha pasado de «estar basada en juegos a estar basada en el teléfono y otros dispositivos». Lo cual es devastador para el desarrollo del menor, porque «los niños prosperan cuando están enraizados en comunidades del mundo real, no en redes virtuales incorpóreas. Crecer en el mundo virtual fomenta la ansiedad, la anomia y la soledad». El autor califica de «error catastrófico» que padres y educadores hayan incurrido en un exceso de protección en el mundo real y una total desprotección en el virtual. El resultado es una generación «más ansiosa, depresiva, autolesiva y suicida».
Las cifras son elocuentes. Uno de cada cuatro jóvenes, en EE.UU., estaba online casi constantemente en 2015. En 2022 ya lo estaba el 46% de los jóvenes. Las más perjudicadas son las chicas que, por ser más comunicativas, usan más las redes que los chicos y sobre todo las plataformas visuales —Instagram y TikTok—, lo cual multiplica el efecto contagioso de la euforia pero también de la ansiedad, la depresión, y de trastornos como la anorexia y la disforia de género. Vivir conectados al universo virtual ha convertido a muchos jóvenes de EE.UU. en ninis (ni estudian ni trabajan) atrapados en las redes, y a los de Japón en hikikomori, aislados en sus habitaciones y enchufados a internet, que ni siquiera salen para comer. Debido al acceso ilimitado a la pornografía, que genera una adicción similar a la de la droga, los varones ven a las mujeres de carne y hueso menos atractivas, incluidas sus parejas. Todo esto se agrava con la Inteligencia Artificial, capaz de crear novias y novios virtuales, y lo inquietante es que tienen demanda. Muchos jóvenes están «enamorándose locamente de bots, al flirtear con ellos y contarles secretos íntimos».
Cuatro prejuicios de las redes dañan el cerebro de los jóvenes: la privación social, la falta de sueño, la fragmentación de la atención y la adicción. Esta última libera dopamina, pero no sacia, con lo que provoca síndrome de abstinencia. Y como dice la investigadora Anna Lembke «el smartphone es la aguja hipodérmica, que administra dopamina digital las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, para una generación conectada».
No demoniza Haidt las nuevas tecnologías, sino que valora los beneficios que reportan, pero pide limitar el uso de las redes durante las etapas críticas de la infancia y la adolescencia. ¿Son las experiencias en las pantallas menos valiosas que las de carne y hueso en la vida real? «Rotundamente sí» responde el autor refiriéndose a niños de determinadas edades. El juego libre —argumenta— es esencial para desarrollar habilidades físicas y sociales.
Cree que aún estamos a tiempo de revertir el daño, si poderes públicos, empresas tecnológicas, centros escolares y padres ponen en marcha una serie de medidas para que el menor de edad se sustraiga al anzuelo de la adición virtual y pueda madurar en el mundo real. Propone cuatro: no al smartphone antes de los 14 años; nada de redes sociales antes de los 16; prohibición de móviles en centros escolares y mucho más juego sin supervisión e independencia infantil, a fin de que el menor desarrolle habilidades sociales. No son difíciles de llevar a cabo, siempre que se haga de forma coordinada y con amplio consenso de padres y centros escolares. Haidt está convencido de que si una amplia mayoría de una comunidad las implementara, en dos años mejoraría la salud mental de los adolescentes.
El libro nace de una preocupación personal del autor, padre de dos adolescentes, alarmado por los efectos devastadores de las redes. Pone varios ejemplos de chicos y chicas adolescentes que sufrieron problemas mentales o fueron víctimas de adicciones. Y se implica en la búsqueda de soluciones, como la iniciativa Let Gow, que ha puesto en marcha para revertir la sobreprotección y aumentar el juego físico; o la lista de recursos online que incluye al final del libro, con consejos prácticos a padres y educadores de la generación Z para enseñar el manejo responsable de las redes sociales.
Artículo
I
maginemos que cuando tu primogénita cumple 10 años, un multimillonario al que no conoces la selecciona para que forme parte del primer asentamiento humano en Marte […] Sin que tú lo supieras se ha inscrito ella misma y todos sus amigos. Si los niños pasan la pubertad y dan el correspondiente estirón en Marte sus cuerpos se adaptarán para siempre, a diferencia de los colonos que lleguen ya adultos. No se sabe si los niños adaptados a Marte podrán volver a la tierra. […]
¿La dejarías ir?».
Así comienza La generación ansiosa. Marte son las redes sociales; el multimillonario, las grandes tecnológicas; y los niños, la generación Z, es decir los nativos digitales que se desarrollan en un hábitat virtual distinto de sus mayores y alejado del mundo real.
El ensayo de Jonathan Haidt expone las consecuencias negativas que internet, en general, y el smartphone y los videojuegos, en particular, tienen para el desarrollo de los menores: «los niños prosperan cuando están enraizados en comunidades del mundo real, no en redes virtuales incorpóreas. Crecer en el mundo virtual fomenta la ansiedad, la anomia y la soledad». Y da la voz de alarma: «La Gran Reconfiguración de la infancia, de la basada en juegos a la basada en el teléfono, ha sido un error catastrófico. Es hora de poner fin al experimento. Traigamos a nuestros hijos de vuelta a casa».
Ya los millenials —nacidos entre 1981 y 1995— estaban expuestos a los cantos de sirena de internet, pero el peligro se ha acrecentado considerablemente para la generación Z —los nacidos a partir de 1995— con los móviles inteligentes. Esta ha sido la víctima de la Gran Reconfiguración. Las cifras son inquietantes. En el periodo en el que se generalizó el consumo del smartphone, 2010-2015, aumentó la depresión grave en adolescentes; y el grupo de población de EE.UU. en el que más creció la ansiedad en ese tiempo fue el de los jóvenes entre 18 y 24 años. El autor detecta una relación causa-efecto entre el «tsunami de enfermedades mentales de adolescentes» y el tiempo que pasan viviendo en el mundo virtual. Según un informe de Pew Research, de 2015, uno de cada cuatro jóvenes, de entre 13 y 19 años, afirmó que estaba online casi constantemente. Para 2022 las cifras aumentaron hasta el 46%. En esos años de la Gran Reconfiguración, «los modelos de conducta, las emociones, la actividad física e incluso los patrones de sueño de los adolescentes experimentaron una reestructuración radical». No es extraño que esa generación se volviera «más ansiosa, depresiva, autolesiva y suicida» afirma Haidt.
Las redes sociales perjudican más a las chicas que a los chicos, como pone de relieve la historia de Alexis. A los diez años le regalaron un iPad que usaba para algo tan inocente como conectarse a una web de animales de peluche. Pero la semilla de la adicción estaba sembrada. A los 11 burló la prohibición de sus padres de tener Instagram, y abrió una cuenta falseando la edad y diciendo que tenía 13 años. Cuando llegó a los 127 seguidores se sintió eufórica, pero a los pocos meses tuvo síntomas de depresión. Los algoritmos guiaron su interés inicial por fotos de modelos a contenidos que hacían apología de la anorexia. Tuvo que ser hospitalizada.
Las más perjudicadas son las chicas
Las estadísticas muestran que las chicas utilizan mucho más las redes sociales que los chicos y que prefieren las plataformas visuales —Instagram y TikTok—, las cuales facilitan más la comparación social dañina que las plataformas basadas en texto. Está demostrado que cuando las demás chicas elogian en esos escaparates virtuales su rostro o su cuerpo, muerden el anzuelo de la adicción. Y dado que las niñas y las mujeres se prestan más a expresar sus emociones, la hiperconexión de las redes propicia que se contagien fácilmente la euforia, pero también la ansiedad y la depresión. O la disforia de género, que ha aumentado significativamente en las adolescentes, cuando históricamente ese fenómeno se observaba mucho más en los varones. En la generación Z ya son más las chicas que sienten disconformidad con su sexo biológico.
A todo esto, hay que añadir el aumento del acoso masculino y la depredación sexual, constata Haidt basándose en distintos informes. En cuanto una preadolescente abre una cuenta, comienzan a seguirlas hombres de más edad y los compañeros de clase las presionan para que les envíen fotos de ella desnuda.
No menos perniciosos son los efectos para los varones, aunque comparativamente usen menos las redes sociales. Porque corren el riesgo de «no despegar», de rehuir la exploración y el riesgo físico que les ayuda a madurar. Y, como apunta la investigadora Anna Lembke, en el libro Generación dopamina, «el smartphone es la aguja hipodérmica de hoy, que administra dopamina digital las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, para una generación conectada».
En lo que llevamos de siglo se ha extendido en EE.UU. el fenómeno de los ninis (ni estudian ni trabajan) adultos, atrapados en las redes, y en Japón tenemos a los hikikomori que viven aislados en sus habitaciones, conectados permanentemente a internet, y que ni siquiera salen para comer. El acceso ilimitado a la pornografía no sólo genera una adicción similar a la de la droga, sino que priva a los jóvenes de desarrollar habilidades sociales con el otro sexo y de aventurarse en el mundo de las citas reales, más incierto y arriesgado. Diversos estudios indican que los varones adictos al porno ven a las mujeres de carne y hueso menos atractivas, incluidas sus parejas. Todo esto se agrava con la Inteligencia Artificial, capaz de crear novias y novios virtuales, como CarynAI, un clon de una influencer de 23 años en la vida real. Mucha gente, advierte el autor, «ya está enamorándose locamente de bots, al flirtear con ellos y contarles secretos íntimos».
Cuatro perjuicios para el cerebro
Cuatro son, según Jonathan Haidt, los perjuicios fundamentales que han provocado las redes en el cerebro de la generación Z. En primer lugar, la privación social: se desplomó el tiempo que los adolescentes dedicaban a sus amigos en entornos reales: de los 122 minutos diarios en 2012 a los 67 en 2019. La falta de sueño, en segundo término, con efectos tan perniciosos como depresión, ansiedad, irritabilidad, déficits cognitivos, peores calificaciones académicas e incluso accidentes. Después, la fragmentación de la atención: el adolescente recibe del mundo online cientos de notificaciones diarias, lo que supone que rara vez tienen cinco minutos para pensar sin interrupciones. «Los smartphones son kriptonita para la atención» sentencia el autor. Finalmente, la adicción. Funciona como la ludopatía, singularmente cuando se consume pornografía: la liberación de dopamina es placentera pero no sacia y provoca síndrome de abstinencia. Y esta, a su vez, genera «ansiedad, irritabilidad y disforia», según Anna Lembke.
El autor relaciona el universo virtual con lo que el sociólogo Émile Durkheim llamaba mundo profano (centrado en nosotros, que contrapone con el mundo sagrado, el reino de lo colectivo, de la interacción con los demás); y considera que desquicia la percepción de la realidad, al no ser capaz de estructurar el espacio y el tiempo y, a la larga, impide la búsqueda de significado, al matar la espiritualidad y la capacidad de trascender. Las redes sociales —indica—«mantienen el foco en el yo, la autorepresentación, la marca y la posición social. Están diseñadas casi a la perfección para impedir la trascendencia del yo».
¿Quiero esto decir que debemos apartar al joven de las redes sociales? En absoluto. Jonathan Haidt subraya los inocultables beneficios que han aportado. Pero añade que es preciso limitar su uso y potenciar el imprescindible aprendizaje que supone la relación con la vida real, singularmente en las etapas de la infancia y la adolescencia. ¿Son las experiencias en las pantallas menos valiosas que las de carne y hueso en la vida real? «Rotundamente sí» responde el autor refiriéndose a niños de determinadas edades.
Y es que el juego libre —explica— es esencial para desarrollar habilidades físicas y sociales. El niño madura afectiva y psicológicamente en contacto con los demás y con la naturaleza; y la forma de establecer contacto es el juego, con el que aprenden a establecer vínculos, a sincronizar y a turnarse. «La sintonización y la sincronía unen a las parejas, a los grupos y a las comunidades enteras» constata el autor. En tanto que las redes sociales son, en su mayoría, «asíncronas y performativas e inhiben la sintonización».
También es importante en ese proceso de maduración, que el niño se confronte con el dolor y el riesgo físico. Del mismo modo que «el sistema inmunitario debe estar expuesto a los gérmenes y los árboles al viento, los niños necesitan estar expuestos a los contratiempos, los fracasos, las conmociones y los tropiezos para desarrollar la confianza en sí mismos» argumenta Haidt. Con la generación Z se da la paradoja de que el niño está sobreprotegido en el mundo real y totalmente desprotegido en el virtual. Una infancia basada en las redes, le priva de oportunidades de crecimiento.
En el caso de los adolescentes, la dependencia del mundo virtual impide la transición a la edad adulta, mediante los famosos ritos de paso que han existido siempre en las sociedades. Ya en los años 80 y 90, los padres en Occidente sobreprotegieron en exceso a sus hijos, reduciendo los juegos de riesgo. Al exponer a sus hijos a smartphone, tabletas y videojuegos los padres del siglo XXI eliminan todos los umbrales que antes marcaban el camino hacia la edad adulta.
Lo que gobiernos, empresas, colegios y padres pueden hacer
No todo está perdido. Considera el autor que poderes públicos, empresas tecnológicas, centros escolares, y por supuesto, los padres están a tiempo de revertir esos devastadores efectos. Y sugiere diversas medidas. Los gobiernos podrían elaborar leyes que exijan a las empresas tecnológicas tratar a los menores de forma distinta a los adultos; y a las plataformas que desarrollen mejores funciones para la verificación de la edad. Los colegios no deben conformarse con prohibir los smartphones en clase, «norma ineficaz», que los chicos suelen burlar, usando los móviles a escondidas; deben prohibirlos en toda la jornada escolar, guardándolos en una taquilla. Y, paralelamente, deben incentivar los juegos y ejercicio físico, con espacios ad hoc, sin supervisión adulta, porque «el juego libre es la forma que tiene la naturaleza de enseñar habilidades sociales y reducir la ansiedad».
Finalmente recomienda a los padres que fomenten en sus hijos experiencias en el mundo real (acampadas y fiestas pijamas en los niños; ayuda en casa, trabajo a tiempo parcial o labores de canguro o monitor en el caso de los adolescentes), al tiempo que les enseña a hacer un uso responsable de los dispositivos, restringiendo su uso o permitiéndoselo, de forma gradual por edades.
Todas estas recomendaciones se encierran en cuatro reformas que Haidt considera urgentes, y que en algún país —como el Reino Unido— ya están aplicando parcialmente:
- Nada de smartphone antes del instituto. Es importante retrasar el acceso de los menores de 14 años a internet y darles sólo móviles sin navegador.
- Nada de redes sociales antes de los 16 años. Para que el adolescente atraviese la fase más vulnerable del desarrollo cerebral antes de «enchufarle a una manguera de comparaciones sociales e influencers elegidos por algoritmos».
- Colegios e institutos sin teléfonos móviles. El estudiante debe guardar móviles, relojes inteligentes y otros dispositivos durante la jornada escolar. Liberará su atención para los demás y para sus profesores.
- Mucho más juego sin supervisión e independencia infantil. No hay otra forma de que el niño desarrolle naturalmente habilidades sociales, supere la ansiedad y madure como joven adulto y autónomo.
¿Ventajas de estas cuatro reformas? No son difíciles de llevar a cabo, con una condición: hacerlo muchos al mismo tiempo; no cuestan casi nada; y no hace falta esperar a que los legisladores elaboren normas. Asegura Haidt que si la mayoría de padres y centros escolares de una comunidad las ponen en práctica, en dos años mejoraría la salud mental de los adolescentes.
Pero, advierte, urge materializarlas cuanto antes, dado que la inteligencia artificial y la informática espacial —como las gafas Vision Pro de Apple— están a punto de hacer que el hábitat virtual sea mucho más seductor, inmersivo y adictivo.
Empeño personal del propio Haidt
Lo que dota de especial interés al ensayo es que no se trata de un mero estudio, de un psicólogo social, que observa con la distancia de un científico un fenómeno novedoso. Haidt es padre de dos adolescentes, preocupado por los estragos que causa el agresivo mundo virtual en la salud mental de los jóvenes. En el libro cita varios casos de chicos y chicas adolescentes que sufrieron problemas mentales o fueron víctimas de adicciones, y que él trató personalmente. Algunos de ellos, una vez superada la adicción, le ayudaron a hacer el trabajo de campo del libro.
El interés del autor por la salud mental de los adolescentes comenzó mientras investigaba con Gregg Lukianoff en los campus universitarios fenómenos de depresión y ansiedad, cuando preparaban su libro La transformación de la mente moderna. El problema se ha agudizado posteriormente con el uso masivo del smartphone, ante el que los padres se ven impotentes y desconcertados, y tienen la terrible sensación de que han perdido a sus hijos.
El propio Haidt predica con el ejemplo y se involucra a la hora de proponer soluciones. En el capítulo correspondiente cuenta que puso en marcha junto con su colega Lenore Skenazy el proyecto Let Grow, para revertir la sobreprotección, aumentar el juego físico y darles a los niños la independencia que necesitan para convertirse en adultos capaces y seguros de sí mismos.
E incluye al final del libro una lista de recursos online como el sitio web AnxiousGeneration.com o el substack After Babel, con consejos prácticos para la generación Z a fin de contrarrestar los efectos negativos de las nuevas tecnologías y de optimizar, a la vez, sus aspectos positivos.