Publicado en The Atlantic en septiembre de 2015, The Coddling of the American Mind (La mimada mente americana[1]) analiza desde el punto de vista de la psicología las consecuencias de la sobreprotección en los estudiantes universitarios norteamericanos, y los efectos negativos de los nuevos medios de censura. El artículo de The Atlantic se ha convertido en un libro. Entre tanto los autores han comenzado The Heterodox Academy, en defensa de la libertad de discurso en las universidades[2].
En nombre del bienestar emocional, los estudiantes de colleges exigen cada vez más que les protejan de palabras e ideas que no les gustan. Aquí se encontrará por qué eso es algo desastroso para la educación…, y para la salud mental.
Está pasando algo extraño en los colleges y las universidades de Estados Unidos. Ha comenzado un movimiento, que no tiene dirigentes y es conducido fundamentalmente por los estudiantes, para dejar los campus limpios de palabras, ideas y temáticas que pudieran causar malestar o generar ofensas. El pasado diciembre [diciembre de 2014], Jeannie Suk escribió un artículo en la versión on line de The New Yorker sobre un grupo de estudiantes de derecho que pedían a sus colegas profesores de Harvard que no enseñaran la legislación sobre violaciones (rape) o, en un caso determinado, que no usaran la palabra violar (por ejemplo en la expresión ‘esto viola la ley’) no fuera que eso causara sufrimiento en los estudiantes. En febrero, Laura Kipnis, una profesora de Northwestern University, escribió un ensayo en The Cronicle of Higher Education en el que describía la nueva política del campus sobre paranoia sexual, y fue sometida a una larga investigación después de que estudiantes que se sintieron ofendidos por el artículo y por un tweet enviado por ella enviaran quejas contra ella amparándose en el Title IX[3]. En junio, un profesor que se protegió bajo seudónimo, escribió un artículo para Vox describiendo la cautela con la que se ve obligado a educar ahora. «Soy un profesor de corriente liberal, y mis estudiantes liberales me aterrorizan», decía la cabecera. Un gran número de comediantes populares, incluyendo a Chris Rock, han dejado de actuar en los colleges (véase el artículo de Caitlin Flanagan en este mismo número de The Atlantic[4] –). Jerry Seinfeld y Bill Maher[5] han condenado públicamente el exceso de sensibilidad de los estudiantes, diciendo que muchos de ellos no aguantan una broma.
Jonathan Haidt, Greg Lukianoff: The Coddling of the American Mind, Allen Lane, 2018, 304 páginas.
Han aparecido rápidamente dos términos desde la oscuridad a la jerga común de los campus. Microagresiones son la elección de pequeñas acciones o palabras que parece que no tienen malicia en su primera intención pero que se piensa de todos modos que contienen gran violencia. Por ejemplo, para las orientaciones de algunos campus, es una microagresión preguntar a un asiático–americano o a un latino–americano «¿Dónde has nacido?», porque eso implicaría que él o ella no son realmente americanos. Se supone también que los profesores deben dar avisos de que algún material puede llevar contenido sensible (trigger warnings) si algo en él puede causar una respuesta emocional fuerte. Por ejemplo, algunos estudiantes han pedido que se avise de que el libro de Chinua Achebe Things Fall Appart[6] describe violencia racial y de que El Gran Gastby de F. Scott Fitzgerald[7] hace un retrato de la misoginia y del abuso físico, de modo que estudiantes que se han sentido víctimas debido al racismo o a la violencia doméstica pueden elegir evitar esas obras, que ellos consideran que podrían disparar (trigger) un pasado traumático recurrente.
«Soy un profesor de corriente liberal, y mis estudiantes liberales me aterrorizan», escribe un profesor bajo seudónimo.
Algunas iniciativas que se han tomado recientemente en los campus rozan lo surrealista. En abril, en Brandeis University, la asociación de estudiantes Asiatico–Americanos buscó llamar la atención sobre las microagresiones contra los asiáticos por medio de una instalación en las escalinatas de la entrada a un edificio académico. La obra ofrecía ejemplos de microagresiones como «¿No se supone que tu eres bueno en matemáticas?» Y «¡Soy ciego al color! Yo no veo la raza». Pero otros estudiantes Asiatico–Americanos tuvieron una reacción violenta pues pensaban que la misma instalación era por sí misma una microagresión. La asociación la retiró y su presidente escribió un correo electrónico a todo el cuerpo de estudiantes pidiendo disculpas a quien quiera que «se hubiera sentido interpelado o herido por el contenido de las microagresiones».
Este nuevo clima se va haciendo poco a poco institucional, y afecta a lo que se puede decir en el aula, incluso si se propone como tema de discusión. Durante el curso 2014–2015, por ejemplo, los decanos y jefes de departamento del sistema de 10 escuelas de la Universidad de California fueron llevados por los administradores a sesiones de formación para líderes de profesorado en la que se les daba ejemplos de microagresiones. La lista de afirmaciones ofensivas incluían: «America es la tierra de las oportunidades» y «Creo que la persona más cualificada es la que debería conseguir el trabajo».
La prensa normalmente ha descrito estas iniciativas como un resurgimiento de la corrección política. En parte eso es así, aunque hay diferencias importantes entre lo que está ocurriendo ahora y lo que pasó en los 80 y 90. Ese movimiento buscaba limitar el discurso (específicamente los mensajes de odio promovidos por grupos marginales), pero también ofrecía un reto al canon literario, filosófico e histórico, buscando ensancharlo por medio de la inclusión de perspectivas más diversas. El movimiento actual trata sobre todo de bienestar emocional. Más que eso, presupone una extraordinaria debilidad de la psique colegial, y por lo tanto subraya la finalidad de proteger a los estudiantes de todo daño psicológico. Parece que la intención última es convertir los campus en ‘espacios seguros’ donde jóvenes adultos viven protegidos de palabras e ideas que les ponen incómodos. Y todavía más, este movimiento busca castigar a cualquiera que interfiera en tal finalidad, aunque sea de manera accidental. Podría llamarse a este impulso protección vengadora. Se está creando una cultura en la que todos deben pensárselo un par de veces antes de hablar en voz alta, no vayan a afrontar los cargos de insensibilidad, agresión o todavía algo peor.
No enseñes a los estudiantes qué pensar, enséñales cómo pensar. Eso es el método socrático y el pensamiento crítico.
Llevamos un tiempo estudiando este fenómeno con una alarma creciente (Greg Lukianoff es un abogado de constitucional y el presidente y CEO de la Fundación Para los Derechos Individuales en Educación, que defiende la libertad de palabra y la libertad académica en los campus, y ha defendido a estudiantes y profesorado envueltos en incidentes como los que describe este artículo; Jonathan Haidt es un psicólogo social que estudia las guerras culturales Americanas[8]). Los peligros que estas tendencias plantean a la erudición y calidad de las universidades americanas son significativos; podríamos escribir un ensayo detallado sobre los mismos. Pero en este texto nos centraremos en una cuestión diferente: ¿cuáles son los efectos de este nuevo proteccionismo en los estudiantes mismos? ¿Beneficia a la gente que se supone que va a ayudar? ¿Qué es exactamente lo que los estudiantes están aprendiendo cuando permanecen cuatro años o más dentro de una comunidad que castiga los desaires no intencionados, pone etiquetas de aviso en las obras de la literatura clásica y de muchos otros modos transmite la sensación de que las palabras pueden ser formas de violencia que requieren un control estricto de parte de las autoridades de la universidad, de los que se espera que actúen a la vez como protectores y perseguidores?
Hay un dicho habitual en círculos educativos: No enseñes a los estudiantes qué pensar; enséñales cómo pensar. La idea se puede retrotraer hasta Sócrates. Lo que llamamos método socrático es hoy un método de enseñanza que desarrolla el pensamiento crítico, en parte porque anima a los estudiantes a preguntarse sobre sus propias creencias en la medida en que no las han examinado, así como sobre la sabiduría que han recibido de su entorno. Ese preguntarse algunas veces conduce a situaciones poco confortables, o incluso a el enfado, mientras se camina hacia la comprensión.
Los millenials recibieron este mensaje: «La vida es peligrosa, pero los adultos os protegeremos de todo daño».
Pero la protección vengadora enseña a los estudiantes a pensar de un modo muy diferente. Les prepara de manera pobre para la vida profesional, que a menudo exige relación intelectual con personas e ideas que uno podría encontrar poco amistosas o erróneas. El daño puede ser también más inmediato. Una cultura universitaria dedicada a limpiar el discurso y a castigar a los oradores parece favorecer modos de pensamiento sorprendentemente similares a aquellos que los terapeutas de comportamiento cognitivo han identificado como causantes de depresión y ansiedad. El nuevo proteccionismo puede estar enseñando a los estudiantes a pensar de forma patológica.
¿Cómo llegamos a esto?
Es complicado conocer exactamente cómo este proteccionismo vengador ha estallado de forma tan poderosa desde hace pocos años. Se puede relacionar este fenómeno con cambios recientes en la interpretación de los estatutos federales anti discriminación (hablaremos de esto más adelante)[9]. Pero probablemente la respuesta incluya también cambios generacionales. La misma infancia ha cambiado mucho en la generación pasada. Muchos niños del Baby boom y miembros de la Generación X se pueden acordar de cuando a los 8 o 9 años de edad montaban en sus bicicletas en torno a sus casas, sin la supervisión de adultos. En las horas que seguían al colegio se esperaba que los niños se distrajeran a sí mismos, al precio de pequeños arañazos y aprendiendo de sus experiencias. Pero la infancia sin control se fue haciendo menos común a partir de los 80. El crecimiento del crimen desde los 60 hasta el inicio de los 90 hizo que los padres nacidos en el baby boom fueran más protectores de lo que habían sido sus propios padres. Historias de niños secuestrados aparecían en las noticias cada vez con más frecuencia y en 1984 sus imágenes empezaron a mostrarse en las cajas de leche. Como respuesta, muchos padres tiraron de las riendas y se pusieron a trabajar duro para mantener seguros a sus niños.
La lucha por la seguridad también llegó a la escuela. Se retiraron los columpios peligrosos de los campos de juego; se prohibió la mantequilla de cacahuete en los almuerzos de los estudiantes. Después de la masacre de 1999 en Columbine, Colorado, muchos colegios tomaron medidas enérgicas contra el matoneo, aplicando una política de ‘tolerancia cero’. De modos muy diversos, los niños nacidos después de 1980 –los Millenials– recibieron un mensaje consistente de parte de los adultos: la vida es peligrosa, pero los adultos harán cualquier cosa que esté en su mano para protegeros de todo daño, no solo el que venga de extraños, sino también entre vosotros.
Estos mismos niños crecieron en una cultura que se estaba (y todavía se está) polarizando políticamente. Republicanos y Demócratas nunca se han gustado demasiado entre sí, pero datos registrados hasta los 70 muestran que en general su desacuerdo mutuo solía ser sorprendentemente suave. Desde entonces los sentimientos negativos se han ido haciendo más fuertes, en especial a partir del principio de los 2000. Los científicos políticos llaman a este proceso «polarización afectiva partisana»[10], y es un problema muy serio para cualquier democracia. En la medida en que cada lado demoniza de manera creciente a la parte contraria el acuerdo se hace más difícil. Un estudio reciente muestra que los prejuicios implícitos o inconscientes son ahora por lo menos tan fuertes entre partidos políticos como entre las razas.
De modo que no es difícil imaginar por qué los estudiantes que llegan hoy al campus podrían estar más deseosos de protección y serían más hostiles hacia los oponentes ideológicos que en las generaciones pasadas. Esta hostilidad, y la conciencia de la propia rectitud alimentada por fuertes emociones partisanas, se puede suponer que otorgará fuerza a cualquier cruzada moral. Un principio de psicología moral es que «la moralidad liga y ciega». Parte de lo que hacemos al realizar juicios morales es expresar nuestra unión como equipo. Pero eso también puede interferir sobre nuestra capacidad de pensar críticamente. Reconocer que el punto de vista del otro lado tiene algún mérito es arriesgado: tus compañeros de partido pueden verte como a un traidor.
Los medios de comunicación social hacen extraordinariamente sencillo unirse a diversas cruzadas, expresar solidaridad y enfado, y rechazar a los traidores. Facebook fue fundada en 2004, y desde 2006 ha permitido que niños pequeños desde los 13 años se unan a él. Eso quiere decir que la primera ola de estudiantes que han dedicado sus años de adolescencia a usar Facebook llegaron a la universidad en 2011, y se han graduado del college este mismo año (2015).
Estos verdaderamente primeros «nativos de las redes sociales» pueden ser diferentes a los miembros de generaciones previas en el modo en que comparten sus juicios morales apoyándose unos a otros en campañas y conflictos. Encontramos muchas cosas interesantes en estas tendencias. Hoy la gente joven se encuentra comprometida entre ella, con nuevas historias, y con un empeño a favor de lo social más fuerte que cuando la tecnología dominante era la televisión. Pero las redes sociales también han cambiado radicalmente el equilibrio de poder en las relaciones entre estudiantes y profesores. Estos últimos temen de forma creciente lo que los estudiantes podrían hacer con sus reputaciones y carreras si remueven a las masas contra ellos.
No tratamos de simplificar las relaciones de causalidad, pero los índices de enfermedades mentales entre los jóvenes adultos han ido subiendo, tanto en la universidad como fuera, en las décadas recientes. Una parte de estos casos se debe, sin duda, al aumento de mejores diagnósticos y a un mayor deseo de buscar ayuda, pero muchos expertos parecen estar de acuerdo en que una parte de esta tendencia es real. Casi todos los directores de servicios de salud mental en campus, encuestados por el American College Counseling Association, comunicaron que el número de alumnos con problemas psicológicos severos estaba aumentando en sus escuelas. La tasa de malestar emocional comunicada por los mismos estudiantes es también elevada, y sigue en alza. En una investigación de 2014 realizada por el American College Health Association, el 54% de los estudiantes encuestados dijeron que se habían «sentido superados por la ansiedad» en los anteriores 12 meses, por encima del 49% en la misma encuesta solo cinco años antes. Parece que los estudiantes comunican más crisis emocionales; muchos parecen frágiles, y esto seguro que ha cambiado el modo en que profesores y administradores de la universidad interactúan con ellos. La pregunta es si algunos de estos cambios podrían estar haciendo más mal que bien.
La cura del pensamiento
Durante milenios los filósofos han entendido que no vemos la vida como esta es. Vemos una visión deformada por nuestras esperanzas, miedos, y otros apegos. Buda dijo: «Nuestra vida es una creación de nuestra mente». Y Marco Aurelio: «La vida misma no es más que lo que tú consideras». La búsqueda de la sabiduría comienza en muchas tradiciones con esta comprensión. Los budistas tempranos y los estoicos, por ejemplo, desarrollaron prácticas para reducir el apego, pensar con mayor claridad, y encontrar una liberación de los tormentos emocionales de la vida mental normal.
Se supone que todo el mundo debe confiar en sus propios sentimientos para decidir si un comentario es acoso.
La terapia cognitiva del comportamiento (CBT)[11] es una actualización moderna de esta sabiduría antigua. Es el tratamiento no farmacéutico más extensamente estudiado sobre la enfermedad mental, y se usa con frecuencia para tratar la depresión, los desórdenes de ansiedad, alimentarios y las adicciones. Puede ser de ayuda también para esquizofrénicos. No se ha mostrado ninguna otra forma de psicoterapia que trabaje de un modo tan efectivo para un rango tan amplio de problemas. Hay estudios que muestran cómo en general es tan efectiva como los medicamentos antidepresivos (como Prozac) en el tratamiento de la ansiedad y la depresión. La terapia es relativamente rápida y sencilla de aprender: tras unos pocos meses de preparación, muchos pacientes pueden llevarla a cabo por su cuenta. A diferencia de las medicinas, la CBT sigue trabajando por largo tiempo una vez que se interrumpe el tratamiento, pues enseña habilidades de pensamiento que la gente puede seguir usando.
El fin es minimizar el pensamiento desenfocado y mirar el mundo de manera más adecuada. Comienzas aprendiendo los nombres de la docena o así de las deformaciones cognitivas más habituales (como la sobre–generalización, la rebaja de lo positivo, el razonamiento emocional; puede verse el cuadro donde proporcionamos la lista de los más comunes).
Deformaciones cognitivas más frecuentes
Una lista parcial tomada de Robert L. Leahy, Stephen J. F. Holland y Lata K. McGinns, Treatment Plans and Interventions for Depression and Anxiety Disorders, Guilford Press, 2011, 490 pp.
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- Lectura mental. Asumes que sabes lo que la gente piensa sin tener evidencia suficiente de sus pensamientos. «Él cree que soy un perdedor».
- Adivinación. Predices el futuro de forma negativa: las cosas irán peor, o hay un peligro delante. «Voy a suspender» o «No conseguiré el trabajo».
- Catastrofismo. Crees que lo que ha ocurrido o lo que va a ocurrir será tan terrible e inaguantable que no serás capaz de resistirlo. «Sería tremendo que fracasara».
- Etiquetado. Asignas rasgos globalmente negativos a ti mismo y a otros. «Soy imposible de querer» o «Es una persona podrida».
- Rebajar lo positivo. Afirmas que lo positivo que tú u otros llevan a cabo es trivial. «Eso es lo que se supone que hacen las esposas, de modo que no cuenta que ella sea positiva conmigo» o «Hacerlo bien resultó tan fácil que no cuenta».
- Filtrado negativo. Te centras casi exclusivamente en lo negativo y muy raramente percibes lo positivo. «Fíjate en toda la gente a la que no le gusto».
- Sobre-generalización. Percibes una pauta global de aspectos negativos como fundamento de un incidente aislado. «Siempre me pasa. Parece que fallo en muchas cosas».
- Pensamiento dicotómico. Te fijas en los hechos o en la gente en términos de ‘todo o nada’. «Todo el mundo me rechaza» o «Fue una completa pérdida de tiempo».
- Te centras en la otra persona como fuente de tus sentimientos negativos, y te niegas a hacerte responsable de cambiar tú mismo. «La culpa de como me siento es de ella» o «Mis padres son la causa de todos mis problemas».
- ¿Qué pasaría si…? Te empeñas en preguntarte una serie de preguntas sobre ‘qué pasaría si’ algo sucediera y no logras estar satisfecho con ninguna de las respuestas. «Sí, ¿pero qué pasa si me pongo nervioso?» O «¿Qué pasa si no puedo contener mi respiración?».
- Razonamiento emocional. Dejas que sean tus sentimientos los que guíen tu interpretación de la realidad. «Me siento deprimido; en consecuencia, mi matrimonio no funciona».
- Incapacidad de no confirmar lo defendido. Niegas cualquier tipo de evidencia o argumentos que pudieran contradecir tus pensamientos negativos. Por ejemplo, cuando tienes la idea de Es imposible que nadie me quiera, rechazas como irrelevante cualquier evidencia de que hay gente que a la que importas. En consecuencia, tu pensamiento no puede ser refutado. «Ese no es el problema real. Hay asuntos más profundos. Hay otros factores».
Cada vez que te das cuenta de que estás cayendo presa de una de ellas, la llamas por su nombre, describes los hechos de la situación, consideras interpretaciones alternativas y entonces escoges una interpretación de lo que ha sucedido más acorde con los hechos. De ese modo tus emociones siguen a tu nueva interpretación. Pasado un tiempo este proceso se hace automático. Cuando la gente mejora su higiene mental de este modo, cuando se liberan a sí mismos de pensamientos repetitivos e irracionales que con anterioridad han llenado buena parte de su consciencia, pasan a ser menos depresivos, ansiosos o irritables.
Es claro el paralelismo de esto con la educación formal: la terapia cognitiva del comportamiento enseña buenas habilidades de pensamiento crítico, el tipo que los educadores se han esforzado por impartir durante tanto tiempo. Casi para cada definición, el pensamiento crítico exige fundamentar las propias creencias en lo evidente antes que en emociones o deseo, y aprender como buscar y evaluar evidencias que pueden contradecir las propias hipótesis iniciales que uno tenía. Pero, ¿anima la universidad de nuestros días al pensamiento crítico? ¿O tratan de convencer a los estudiantes para que piensen de maneras más distorsionadas?
El abrazo de la educación superior al ‘razonamiento emocional’
Burns define razonamiento emocional como algo que asume «que tus emociones negativas necesariamente reflejan las cosas tal como son: ‘lo siento así, por lo tanto debe ser verdad’»[12]. Leahy, Holland y McGinn lo definen como dejar «que tus sentimientos guíen tu interpretación de la realidad». Pero, por supuesto, los sentimientos subjetivos no son siempre guías fiables: si no se los controla, pueden causar que unos golpeen a otros que no han hecho nada malo. La terapia muchas veces invita a que se relativice la idea de que cada una de las respuestas emocionales que uno tiene representan algo verdadero e importante.
El razonamiento emocional domina muchos de los debates y discusiones en los campus. La queja de que las palabras de alguien son ‘ofensivas’ no es simplemente una expresión del sentimiento subjetivo de ofensa. Es, más bien, una acusación pública de que el que habla ha hecho algo objetivamente mal. Es una exigencia para que quien ha hablado pida disculpas por ofender o sea castigado por alguna de las autoridades.
La microagresión es un modo de ofensa tan sutil que a menudo es inconsciente, y conduce a la constante indignación.
Siempre ha habido gente que cree que tiene el derecho a no ser ofendida. De todos modos, a lo largo de la historia de Estados Unidos —desde la era victoriana hasta el activismo del free–speech en los 60 y 70— los radicales han empujado los límites y se han burlado de las sensibilidades dominantes. Sin embargo, en algún momento de los 80, los campus universitarios empezaron a centrarse en prevenir el discurso ofensivo, especialmente cualquier mensaje que pudiera dañar a las mujeres o a las minorías. El sentimiento que sostenía esta meta resultaba digno de alabanza, pero muy pronto empezó a producir resultados absurdos.
Entre los ejemplos tempranos más famosos está el llamado incidente del búfalo de agua en la University of Pennsylvania. En 1993 la universidad multó a un estudiante nacido en Israel por acoso racial después de que gritara «¡Callaos, búfalos de agua!» a un grupo de una hermandad de mujeres negras que estaba haciendo ruido durante la noche junto a la ventana del dormitorio del estudiante. Muchos investigadores y expertos no lograban entender cómo el término búfalo de agua (water buffalo, una traducción básica de un insulto en hebreo contra una persona sin tacto o demasiado ruidosa) se convertía en un insulto racista contra los afro–americanos y, en consecuencia, el asunto llegó a las noticias internacionales[13].
Exigencias del derecho a no ser ofendido han seguido apareciendo desde entonces, y las universidades han seguido dándoles un trato de favor. Por ejemplo, en un caso especialmente llamativo de 2008, Indiana University–Purdue University en Indianapolis encontró culpable de hostigamiento racial a un estudiante blanco que se encontraba leyendo un libro titulado Notre Dame vs. The Klan[14]. El libro alababa la oposición de los estudiantes contra el Ku Klux Klan cuando este desfiló por Notre Dame en 1924. No obstante, la foto de una manifestación del Klan en la cubierta del libro ofendió por lo menos a uno de los compañeros de trabajo del estudiante (este era conserje, además de estudiante) y esto resultó suficiente para que la Oficina de Acción Afirmativa de la universidad lo encontrara culpable[15].
Estos ejemplos pueden parecer extremos, pero el razonamiento que llevan detrás se ha convertido en un lugar común en el campus durante los últimos años. El curso pasado, en la University of St. Thomas, en Minnesota, una celebración llamada Hump Day (Día de la Joroba), que hubiera permitido que la gente tuviera como mascota a un camello, fue cancelado de modo abrupto. Los estudiantes habían creado un grupo de Facebook en el que protestaban de la crueldad animal del evento, por ser un despilfarro de dinero y por carecer de sensibilidad hacia la gente del Medio Este. Lo de inspirarse en un camello había surgido casi seguro por un anuncio de televisión bastante popular en el que un camello paseaba en una oficina durante un miércoles, celebrando el ‘día de la joroba’: carecía por completo de cualquier referencia a la gente del Medio Este. Sin embargo, el grupo que organizaba el evento anunció en su página de Facebook que se cancelaría porque «el programa [estaba] dividiendo a la gente y podía dar lugar a un ambiente incómodo y quizá inseguro».
Debido a que hay una extendida prohibición de ‘echar la culpa a la víctima’ en los círculos académicos, generalmente se considera inaceptable poner el duda la racionalidad (dejemos de lado la sinceridad) del estado emocional de alguien, especialmente si esas emociones se relacionan con la identidad de grupo. Un argumento débil como «Me ofende» se convierte en una imbatible carta de triunfo. Esto conduce a lo que Jonathan Rauch, uno de los editores de The Atlantic, denomina «la lotería de las ofensas», en la que posiciones opuestas utilizan las denuncias de ofensa como garrotes[16]. Durante el proceso, el listón de lo que consideramos un discurso inaceptable se va bajando más y más.
Desde 2013 esta tendencia se ha visto reforzada por presiones del gobierno federal. Los estatutos federales anti–discriminación regulan el acoso en el campus y la diferencia de trato basada en sexo, raza, religión y origen nacional. Hasta hace poco la Oficina de Derechos Civiles del Departamento de Educación sostenía que el discurso tenía que ser «objetivamente ofensivo» antes de que pudiera ser presentado como acoso sexual: tenía que pasar el test de ‘persona razonable’. Para poder prohibirlo, escribía la oficina en 2003, un discurso acusado de acosador debería ir «más allá de la mera expresión de puntos de vista, palabras, símbolos o pensamiento que una persona encuentra ofensivos».
Pero en 2013 los Departamentos de Justicia y Educación ensancharon con creces la definición de acoso sexual para incluir en ella una conducta verbal simplemente «inconveniente». Debido al miedo a una investigación federal, las universidades aplican ahora esa norma —definir el discurso inconveniente como acoso sexual— no solo al sexo, sino también a la raza, la religión y la situación de los veteranos. Se supone que todo el mundo debe confiar en sus propios sentimientos subjetivos para decidir si un comentario hecho por un profesor o un compañero de estudios es inconveniente, y así tener fundamento para una acusación de acoso. Ahora el razonamiento emocional se acepta como evidencia.
Si nuestras universidades enseñan a los estudiantes que sus emociones pueden en efecto ser usadas como armas —o al menos como evidencia en procedimientos administrativos— entonces están enseñando a los estudiantes a alimentar una hiper–sensibilidad que les conducirá hacia una interminable sucesión de conflictos del college en adelante. Las facultades podrían estar entrenando a los estudiantes en estilos de pensamiento que dañarán sus carreras y sus amistades, además de su salud mental.
Adivinación y avisos de peligro
Burns define la adivinación (fortune–telling) como «anticipar que las cosas se pondrán mal» y sentirse «convencido de que tu predicción ha establecido ya un hecho». Leahy, Holland y McGinn la definen como «la predicción negativa del futuro» o ver un peligro potencial en las situaciones cotidianas. La reciente generalización de exigencias de avisos de peligro (trigger warnings) en tareas que incluyan lecturas de contenidos provocativos es un ejemplo de adivinación.
La idea de que las palabras (o los olores o cualquier entrada sensorial de información) pueda disparar memorias dolorosas de traumas pasados —y el miedo intenso a que ese trauma se repita— ha estado en el ambiente al menos desde la I Guerra Mundial, cuando los psiquiatras comenzaron a tratar lo que ahora se llama desorden de estrés post–traumático. Pero se cree que los avisos explícitos de peligro se han generado mucho más tarde, en tablones de anuncio de Internet. Estos se convirtieron en algo especialmente corriente en foros feministas y de auto ayuda en los que permitían evitar contenidos gráficos que pudieran despertar recuerdos o ataques de pánico a lectores que habían sufrido episodios traumáticos como asaltos sexuales. Los motores de búsqueda de tendencias indican que la expresión trigger warning llegó a ser de uso común en las redes en torno a 2011, despuntó en 2014 y alcanzó su mayor altura en 2015. El uso de avisos de peligro en los campus parece haber seguido una trayectoria similar; de golpe y porrazo, los estudiantes de las universidades de todo el país han empezado a exigir que sus profesores avisaran antes de mandar materiales que pudieran evocar respuestas emocionales negativas.
En 2013 un grupo de ataque compuesto por administradores, alumnos, antiguos alumnos recientes y un miembro del profesorado en Oberlin College, Ohio, hizo pública una guía online dirigida a los profesores (posteriormente retirada por el rechazo que mostró el profesorado) que incluía un listado de temas que exigían esas llamadas de peligro. Esos temas incluían el clasismo y los privilegios, entre muchos otros. El grupo de ataque recomendaba que se retiraran totalmente los materiales que pudieran hacer surgir reacciones negativas entre los estudiantes a no ser que «contribuyan directamente» a las finalidades del curso, y sugerían que esas obras «demasiado importantes como para evitarlas» fueran declaradas opcionales.
Es difícil imaginar cómo novelas que ilustran el clasismo y los privilegios pudieran provocar o reactivar el tipo de miedo que típicamente implica el PTSD[17]. Encima, los avisos de peligro se exigen a veces ante una larga lista de ideas y actitudes que algunos estudiantes encuentran políticamente ofensivas, con la idea de evitar que otros estudiantes pudieran ser dañados. Esto es un ejemplo de lo que los psicólogos llaman «razonamiento motivado», por el que generamos de forma espontánea argumentos para conclusiones que queremos apoyar. Una vez que tú encuentras algo odioso es sencillo argumentar que la exposición de la cosa odiada podría traumatizar a alguna otra persona. Te piensas que sabes cómo reaccionarán los demás, y que su reacción podría ser devastadora. La prevención de esa devastación se convierte en una obligación moral para toda la comunidad. Libros para los que los alumnos han pedido que se les aplique el aviso de peligro en los últimos dos años incluyen Mrs. Dalloway de Virginia Woolf[18] (en Rutgers, por «inclinaciones suicidas») y la Metamorfosis de Ovidio[19] (en Columbia, por ataque sexual).
El ensayo de Jeannie Suk en el New Yorker describía las dificultades para enseñar las leyes sobre violación en la época de los avisos de peligro. Escribió que algunos estudiantes han presionado a sus profesores para abolir esas enseñanzas por protegerse a sí mismos y a sus compañeros de clase de una potencial angustia. Suk lo compara a tratar de enseñar «a un estudiante de medicina que se prepara para ser cirujano pero que teme que se agobie cuando vea o toque sangre»[20].
Sin embargo un problema más grave aparece con los avisos de peligro. De acuerdo con los principios más básicos de psicología, la idea de ayudar a personas con desórdenes de ansiedad por medio de la evitación las cosas que temen es errónea. Una persona atrapada en un ascensor durante un corte de energía puede entrar en pánico y pensar que va a morir. Esta experiencia terrorífica puede cambiar las conexiones neuronales en su amígdala, llevándole a una fobia a los ascensores. Si quieres que esa mujer conserve ese miedo de por vida, lo único que debes hacer es ayudarle a evitar los ascensores.
Pero si lo que quieres es que vuelva a la normalidad, deberías dar entrada a la explicación de los impulsos que proporciona Ivan Pavlov y guiar a esa mujer a través de un proceso conocido como terapia de exposición. Podrías empezar invitando a la mujer a limitarse a mirar un ascensor desde la distancia, quizá quedándose en pie en la entrada del edificio, hasta que su miedo empiece a desinflarse. Si no pasa nada malo mientras espera en la entrada —si el miedo no se ve reforzado— entonces empezará a aprender un nuevo tipo de asociación: los ascensores no son peligrosos (esta reducción del miedo durante la exposición se llama habituación). Entonces, tras unos días, podrías animarla a acercarse un poco más, y más adelante a apretar el botón de llamada, e incluso a entrar dentro y subir un piso. Así es como la amígdala puede ser restablecida para relacionar una situación previamente temida con la seguridad o la normalidad.
Los estudiantes que piden avisos de peligro pueden tener razón al afirmar que algunos de sus iguales podrían albergar memorias de trauma que se podrían reactivar por las lecturas de una asignatura. Pero están equivocados al tratar de prevenir esas reactivaciones. Los estudiantes que sufren PTSD por supuesto que deberían tener tratamiento, pero no tendrían que tratar de evitar la vida normal, con sus muchas ocasiones para lograr la habituación. Las discusiones en el aula son lugares seguros para exponerse a recordatorios imprevistos de traumas (como la palabra violar). Una discusión sobre la violencia muy raramente se verá seguida de violencia real, de modo que es un buen modo de ayudar a los estudiantes a cambiar las asociaciones que les causan malestar. Y ellos harían bien en conseguir esa habituación dentro de la universidad, porque el mundo que viene después estará menos deseoso de aceptar exigencias de avisos de peligros y materias opcionales.
El uso expansivo de avisos de peligro puede también provocar hábitos mentales insanos en el grupo mucho más grande de alumnos que no sufren PTDS u otros tipos de desórdenes de ansiedad. La gente adquiere sus miedos no solo por sus experiencias pasadas, sino también por medio del aprendizaje social. Si todo el mundo a tu alrededor actúa como si algo fuera peligroso —ascensores, determinados vecinos, novelas que describen el racismo— entonces te encuentras bajo el riesgo de adquirir también ese miedo. La psiquiatra Sarah Roff señaló esto el año pasado en un artículo en la red para The Chronicle of Higher Education[21]. «Una de mis mayores preocupaciones sobre los avisos de peligro», escribía Roff, «es que se aplicarán no solo a aquellos que han experimentado un trauma, sino a todos los estudiantes, creando una atmósfera en la que se les animar a creer que hay algo peligroso y dañino en la discusión de aspectos difíciles de nuestra historia».
En un artículo publicado el año pasado por Inside Higher Ed[22], siete profesores de humanidades escribieron que el movimiento de avisos de peligro tenía ya «un efecto escalofriante en su enseñanza y pedagogía». Explican cómo sus colegas reciben «llamadas telefónicas de los decanos y otros administradores para investigar quejas de los estudiantes de que han incluido material ‘comprometido’ en sus cursos, con o sin avisos». Un aviso de peligro, escribían, «sirve como garantía de que los estudiantes no experimentarán una incomodidad inesperada e implica que si lo hacen se ha roto un contrato». Cuando los estudiantes llegan a esperar avisos de peligro para cualquier material que les haga sentirse incómodos, el camino más sencillo de salirse del problema para el profesorado es evitar cualquier asunto que pudiera molestar al alumno más sensible de la clase.
Ampliación, etiquetar y microagresiones
Burns define ampliación (magnification) como «exagerar la importancia de las cosas». Y Leahy, Holland y McGinn definen etiquetar como «asignar rasgos globalmente negativos a ti mismo o a otros». La reciente tendencia de destapar supuestas microagresiones de corte racista, sexual, clasista o de cualquier otro tipo de discriminación no enseña por casualidad a los estudiantes a centrar su atención en desaires pequeños o accidentales. Su propósito es lograr que los estudiantes se centren en ellos y entonces volver a etiquetar como agresores a la gente que ha hecho esas apreciaciones.
El término microagresión se originó en los 70 y se refiere a sutiles, a menudo inconscientes, ofensas racistas. El término se ha extendido hace pocos años para incluir cualquier cosa que pueda ser percibida como discriminatoria desde cualquier planteamiento. Por ejemplo, en 2013, un grupo de estudiantes de UCLA organizó una sentada durante una clase que enseñaba Val Rust, un profesor de educación. El grupo leyó una carta en voz alta expresando su preocupación por la hostilidad del campus contra los estudiantes de color. Aunque Rust no fue aludido explícitamente, el grupo criticó con claridad su enseñanza tildándola de microagresiva. Mientras corregía la gramática y ortografía de sus alumnos, Rust hizo notar que un estudiante había escrito erróneamente con mayúsculas la primera letra de la palabra indígena. Quitar la mayúscula se consideró un insulto a los estudiantes y a su ideología, se quejaba el grupo.
Incluso las bromas sobre microagresión pueden ser vistas como microagresiones, asegurando un castigo. El pasado otoño, Omar Mahmood, un estudiante de la University of Michigan, escribió una columna satírica para una publicación estudiantil conservadora, The Michigan Review, haciendo broma sobre lo que él veía como una tendencia en la universidad a ver microagresiones en todas las cosas. Mahmood era al mismo tiempo un empleado del periódico del campus, The Michigan Daily. Los editores de The Daily dijeron que el modo en que Mahmood «se había burlado de forma satírica de algunos contribuyentes al Daily y de las minorías del campus… creaba un conflicto de intereses». The Daily rescindió el contrato de Mahmood después de que este describiera el incidente en dos lugares de la Red, The College Fix y The Daily Caller. Un grupo de mujeres, más adelante, atacó la entrada de la casa de Mahmood con huevos, salchichas, goma y notas con mensajes como «Todo el mundo te odia, capullo violento». Cuando el discurso se ve como una forma de violencia, el proteccionismo vindicativo puede justificar una respuesta hostil e incluso violenta[23].
En marzo, los representantes de los estudiantes en Ithaca College, en la parte alta del estado de New York, llegaron a proponer la creación de un sistema anónimo de denuncia de microagresiones. Los que apoyaban a los estudiantes previeron nuevos modos de acciones disciplinarias contra los «opresores» comprometidos en discursos denigrantes. Uno de los que apoyaban el programa dijo que mientras «no todos los casos requerirán de juicios o algún tipo de castigo severo», ella quería que el programa «conservara el historial y tuviera impacto».
Es seguro que hay gente que hace comentarios muy sutiles o velados de tono racista o sexista dentro de los campus de las universidades, y es un derecho de los estudiantes plantear preguntas e iniciar discusiones sobre ese tipo de casos. Pero el creciente foco en las microagresiones, añadido a la promoción del razonamiento emocional, es una fórmula perfecta para vivir en una constante situación de indignación, incluso contra oradores con buenas intenciones que están empeñados en la discusión genuina.
¿Qué estamos haciendo a nuestros estudiantes si les animamos a desarrollar una piel extremadamente fina justo en los años previos a abandonar el nido de la protección adulta y entrar en el mundo del trabajo? ¿No estarían mejor preparados para crecer si les enseñamos a preguntarse sobre sus propias reacciones emocionales, y a dar a la gente el beneficio de la duda?
Enseñando a los estudiantes a ser catastrofistas y a tener cero tolerancia
Burns define catastrofismo como la clase de ampliación que convierte «sucesos negativos comunes en monstruos de pesadilla». Leahy, Holland y McGinn lo definen como creer»que lo que ha ocurrido u ocurrirá» es «tan terrible e inevitable que no serás capaz de resistirlo». La petición de avisos de peligro incluye el catastrofismo, pero este modo de pensar también tiñe igualmente otras áreas de pensamiento en el campus.
La retórica catastrofista sobre el peligro físico la emplean los administradores universitarios de forma mucho más común de lo que podríamos pensar —a menudo parece que con fines cínicos en sus mentes—. Por ejemplo, el pasado año la dirección de Bergen Community College, en New Jersey, suspendió a Francis Schmidt, un profesor, después de que Schmidt colgara de su cuenta en Google+ una foto de su hija de dos años. La foto la mostraba en una pose de yoga, vistiendo una camiseta en la que se leía Tomaré lo que es mío con fuego & sangre, una cita de la serie de HBO Juego de Tronos. Schmidt había levantado una queja contra el centro dos meses antes tras haber pasado un año sabático. La frase de la camiseta fue interpretada como una amenaza por uno de los directivos del campus, que recibió un mensaje después de que Schmidt colgara la foto: había sido enviada de forma automática a un grupo completo de contactos. Según Schmidt, un oficial de seguridad de Bergen que estuvo presente en una reunión posterior entre los directivos y Schmidt pensó que la palabra fuego podía referirse al rifle AK–47[24].
También está la saga legal de ocho años de duración en Valdosta State University, en Georgia, donde un estudiante fue expulsado por protestar contra la construcción de un parking usando para ello un collage «supuestamente» amenazador en Facebook. El collage describía la estructura propuesta como un parking «conmemorativo» (memorial), una broma que se refería a una afirmación del rector de la universidad de que ese garaje sería su legado. El rector, por su parte, interpretó el collage como una amenaza contra su vida[25].
No debería por tanto extrañar que los estudiantes exhiban una sensibilidad similar. En la University of Central Florida en 2013, por ejemplo, Hyung–il Jung, un preparador de contabilidad, fue expulsado después de que un estudiante denunciara que Jung había hecho un comentario amenazante durante una sesión de repaso. Jung explicó al Orlando Sentinel que la materia que estaban repasando era complicada, y que se dio cuenta del aspecto dolorido en las caras de los estudiantes, de modo que hizo una broma. Recordaba que dijo: «Tíos, parece como si poco a poco os ahogarais con estas cuestiones. ¿Acaso voy a cargarme a todos los que tengo delante o qué?»
Después de que el estudiante denunciara el comentario de Jung, un grupo de casi otros 20 estudiantes escribió a la dirección de la UCF explicando que claramente el comentario había sido hecho en broma. Sin embargo, la UCF suspendió a Jung de todas sus responsabilidades en la universidad y le exigió obtener un certificado por escrito de un profesional de salud mental en el que se señalara que no resultaba «una amenaza para sí mismo o para la comunidad universitaria» antes de que se le permitiera regresar al campus.
Todas estas acciones enseñan una lección común: hay gente brillante que sobre reacciona ante discursos inocentes, hace montañas de toperas y busca castigo para cualquiera que diga cosas que hagan sentirse incómodo a cualquiera.
Filtrado mental y temporada de invitaciones anuladas
Tal y como lo define Burns, el filtrado mental es «destacar algún detalle negativo en cualquier situación y pensar solamente en él para así percibir que la situación es completamente negativa». Leahy, Holland y McGinn se refieren a esto como «filtrado negativo», que definen como «centrarse solo y exclusivamente en lo negativo y notar solo raramente lo positivo». Cuando esto se aplica a la vida en la universidad, se puede sustituir el filtrado mental por la demonización ingenua.
Un gran número entre los estudiantes y el profesorado han modelado esta deformación cognitiva durante la «temporada de invitaciones anuladas» (disinvitation season) de 2014. Esta es la época del año (habitualmente al inicio de la primavera) en la que se anuncian los invitados a las ceremonias de graduación y en la que los alumnos y profesores exigen que algunos de esos oradores sean ‘desinvitados’ por causa de las cosas que han dicho o hecho. De acuerdo con datos agrupados por la Foundation for Individual Rights in Education, desde 2000, por lo menos se han lanzado 240 campañas en las universidades de U.S.A. para evitar que determinadas figuras públicas aparecieran en actos universitarios; la mayoría de ellos han ocurrido a partir de 2009.
Consideremos dos de las anulaciones más destacadas de 2014: la de la antigua Secretario de Estado Condoleezza Rice y la de la directora del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde. Rice fue la primera mujer negra que se convirtió en secretaria de estado; Lagarde la primera mujer que llegó a ser ministro de finanzas en un país del G8 y la primera en ser cabeza del FMI. Ambas podían haber sido vistas como modelos de gran éxito para las estudiantes femeninas, y Rice también para los estudiantes de minorías. Pero los críticos rechazaron cualquier posibilidad de que pudiera venir nada positivo de esas conferencias.
Por supuesto que los miembros de una comunidad académica deberían ser libres para plantear preguntas sobre el papel de Rice en la Guerra de Irak, o mirar con escepticismo hacia las políticas del FMI. Pero ¿debería el desagrado hacia parte del currículo de una persona descalificarla por completo para que comparta sus puntos de vista?
Si la cultura del campus transmite la idea de que los visitantes tienen que ser puros, con trayectorias que nunca hayan ofendido las sensibilidades generalmente hacia la izquierda del campus, la educación superior habrá dado un paso más hacia la homogeneidad intelectual y hacia la creación de un entorno en el que solo raramente los estudiantes encontrarán distintos puntos de vista. Y las universidades habrán reforzado la creencia de que está bien filtrar y que quede solo lo positivo. Si los estudiantes se gradúan pensando que no pueden aprender nada de la gente que no les gusta o de aquellos con los que no están de acuerdo, les habremos hecho un grandísimo perjuicio intelectual.
¿Qué podemos hacer ahora?
Los intentos de proteger a los estudiantes de palabras, ideas y gente que pudiera causarles sufrimiento emocional son malos para los estudiantes. Son malos para el lugar de trabajo, que se verá envuelto en un litigio sin fin si se traicionan las expectativas de seguridad que tienen los estudiantes. Y son malos para la democracia americana, que se encuentra ya paralizada por el empeoramiento de la división política. Cuando las ideas, los valores y los discursos del otro lado se ven no solo como equivocados sino como voluntariamente agresivos contra la inocencia de las víctimas, es difícil imaginar la clase de respeto mutuo, negociación o compromiso que se necesitarán para hacer de la política un juego de suma positiva.
Más que tratar de proteger a los estudiantes de palabras e ideas que acabarán encontrando de forma inevitable, los colleges hacer todo lo posible para equipar a los estudiantes a desarrollarse con fuerza en un mundo lleno de palabras e ideas que ellos no pueden controlar. Una de las grandes enseñanzas del Budismo (y del estoicismo, hinduismo y muchas otras tradiciones) es que nunca puedes lograr la felicidad tratando de que el mundo se adapte a tus deseos. En cambio tú puedes mandar sobre tus deseos y tus hábitos de pensamiento. Esto, por supuesto, es la meta de la terapia cognitiva del comportamiento (TBC). Con esto en la cabeza, proponemos algunos pasos que podrían ayudar a darle la vuelta a la marea de pensamiento negativo en el campus.
El paso mayor en la dirección adecuada no afecta a los profesores o a los gobernantes de las universidades, sino sobre todo al gobierno federal, que debería liberar a las universidades de su miedo a investigaciones poco razonables y a sanciones desde el Departamento de Educación. El Congreso debería definir el abuso entre iguales de acuerdo con la definición dada en 1999 por la Corte Suprema en el caso Dave v. Monroe County Board of Education[26]. La medida dada en Davis establece que si un estudiante hace un comentario único o señala algo sin pensarlo demasiado, no está abusando; el abuso exige un modelo objetivo de comportamiento ofensivo de parte de un estudiante que impide que otro estudiante pueda acceder a la educación. Establecer la medida Davis podría ayudar a eliminar el impulso de las universidades de vigilar tan cuidadosamente el discurso de sus estudiantes.
Las universidades mismas deberían tratar de llamar la atención sobre la necesidad de equilibrio entre la libertad de discurso y la necesidad de que los estudiantes se sientan bienvenidos. Hablar abiertamente sobre valores que son al tiempo conflictivos e importantes es precisamente el tipo de ejercicio que constituye un reto que cualquier comunidad diversa y tolerante debería aprender a hacer. Los códigos de restricción del discurso deberían abandonarse.
También las universidades deberían poner freno, oficialmente y de modo firme, a los avisos de peligro. Deberían refrendar el informe de la American Association of University Professors (AAUP) sobre esos avisos, que hace notar que «la presunción de que los estudiantes necesitan ser protegidos en vez de animados en el aula es a la vez infantilizadora y anti–intelectual»[27].
Por último, las universidades deberían volver a pensar las habilidades y valores que realmente quieren enseñar a los estudiantes que reciben. En el momento presente muchos de los programas de orientación para nuevos alumnos tratan de elevar la sensibilidad del estudiante hasta unos niveles imposibles. Enseñar a los estudiantes a evitar la generación de ofensas no intencionadas es una finalidad digna, especialmente si los chicos vienen de contextos culturales muy diferentes. Pero habría que enseñarles también como vivir en mundo lleno de ofensas potenciales. ¿Por qué no mostrar a los que entran en la universidad cómo practicar la terapia cognitiva del comportamiento? Dadas las elevadas y crecientes cifras de enfermedad mental, este sencillo paso se podría contarse entre las cosas más humanas y los mejores apoyos que una universidad podría proporcionar. El precio y el tiempo del compromiso podría mantenerse bajo: unas pocas sesiones de entrenamiento en grupo que se podrían enriquecer con algunos sitios Web o con alguna aplicación informática. Pero la ganancia podría generar frutos de modos muy diversos. Por ejemplo, un vocabulario compartido sobre razonamiento, distorsiones más comunes y el uso apropiado de la evidencia para llegar a conclusiones, son cosas que podrían facilitar el pensamiento crítico y el debate real. Y también lograría bajar el volumen de esa perpetua situación de indignación y ofensa que parece dominar a algunos colleges en nuestros días, permitiendo así que las mentes de los estudiantes se abrieran con mayor amplitud a más ideas y a más gente. Un mayor compromiso con el debate formal, público en la universidad —y en las reuniones de un profesorado más diverso desde el punto de vista político— podría también ser útil de cara a la consecución de esa meta.
Thomas Jefferson, con ocasión de la fundación de la University of Virginia, dijo:
«Esta institución se fundará en la libertad sin restricciones de la mente humana. Porque aquí no estamos asustados de seguir a la verdad, nos conduzca a donde nos conduzca, ni de tolerar el error en la medida en que se deje libertad a la razón para combatirlo»[28].
Nosotros creemos que esta es todavía—y que lo será por siempre— la mejor actitud para las universidades Americanas. Profesores, gobernantes, estudiantes y el gobierno federal: todos tienen un papel que jugar para hacer volver a las universidades a su misión histórica.
[1] El título del artículo (The Coddling of the American Mind) es una nada velada referencia a la conocida obra de Allan Bloom, The Clossing fo the American Mind: How Higher Education has Failed Democracy and Impoverished the Souls of Today’s Students, Simon & Scuster, reeditado en 2012, original de 1987, 404 pp. Con la obra de Bloom se abrió de nuevo el debate en EEUU sobre el significado de la institución universitaria.
[2] El lector puede encontrar la versión completa del texto, abundantemente anotada, en la web de Nueva Revista.
[3] El Title IX es una ley federal civil, aprobada en 1972, contra la discriminación por razones sexuales (todas las notas son del Traductor; he conservado los nombres originales en inglés de las instituciones universitarias, para facilitar la búsqueda de las mismas en Internet).
[4] «That is not funny», Caitlin Flanagan, The Atlantic, September 2015 issue, https://www.theatlantic.com/magazine/archive/2015/09/thats-not-funny/399335/
[5] Rock, Seinfeld y Maher son conocidos cómicos norteamericanos.
[6] Chinua Achebe, Todo se desmorona, Debolsillo, 2010, 208 pp.
[7] F. Scott Fitzgerald, El gran Gastby, Debolsillo, 2008, 192 pp.
[8] Las historias de cómo llegó cada uno de ellos a este tema pueden leerse en https://www.theatlantic.com/magazine/archive/2015/09/greg-lukianoffs-story/399359/.
[9] Se refieren al Titulo VII del Civil Right Act de 1964 que prohibe la discriminación de candidatos a un trabajo por motivos de raza, color, religión, sexo u origen nacional. Cf. https://www.nolo.com/legal-encyclopedia/federal-antidiscrimination-laws-29451.html.
[10] Por ejemplo, entre muchos, R. Kelly Garrett Shira Dvir Gvirsman Benjamin K. Johnson Yariv Tsfati Rachel Neo Aysenur Dal, «Implications of pro- and Counterattitudinal Information Exposure for Affective Polarization», en Human Communication Research, Volume 40, Issue 3, 1 July 2014, Pages 309–332; James N. Druckman, E. Peterson y R. Slothuus, «Hoe Elite Partisan Polarization Affects Public Opinion Formation», en American Political Science Review, volume 107, February 2013, pp. 57–79.
[11] Cognitive Behavior Therapy (CBT). Cf. por ejemplo D. Tolin, Doing CBT: A Comprehensive Guide to Working with Behaviors, Thoughts and Emotions, The Guilford Press, 2016, 594 pp.
[12] D. Burns, Feeling Good: The New Mood Therapy, Harper, 2008, 736 pp.
[13] Cf. M. Decourcy Hinds, «A Campus Case: Speech or Harassment?», New York Times, 1993, https://www.nytimes.com/1993/05/15/us/a-campus-case-speech-or-harassment.html. En el 20 aniversario del incidente se publicó el siguiente texto de Sandy Hingston, «A History of Political Correctness: 20 Years After Penn’s ‘Water Buffalo’ Incident», https://www.thefire.org/media-coverage/a-history-of-political-correctness-20-years-after-penns-water-buffalo-incident/.
[14] T. Tucker, Notre Dame V. The Klan: How the Fighting Irish Defeated the Ku Klux Klan, Loyola, 2004, 261 pp.
[15] La Affirmative Action Office de Penn State University se presenta como «comprometida con el concepto de acción positiva para asegurar la igualdad de oportunidad en todos los aspectos de empleo y para promover la diversidad en la comunidad universitaria». Cf. http://www.psu.edu/dept/aaoffice/.
[16] Unas declaraciones de Jonathan Rauch, Knowledge starts as offendedness, en https://www.youtube.com/watch?v=XrrbBzVVmEI. Cf. su libro Kindly Inquisitors: The New Attacks on Free Thought, Expanded Edition, University of Chicago Press, 2014, 216 pp.
[17] Post–traumatic stress disorder.
[18] V. Woolf, La señora Dalloway, Lumen 1984, 222 pp.
[19] Ovidio, Metamorfosis, Alianza Editorial 2011, 416 pp.
[20] Jeannie Suk Gersen, «The Trouble with Teaching Rape Law», en The New Yorker, December 15, 2014, https://www.newyorker.com/news/news-desk/trouble-teaching-rape-law.
[21] Sarah Roff, «Treatment, Not Trigger Warnings», en The Chronicle of Higher Education, May 23rd 2014, https://www.chronicle.com/blogs/conversation/2014/05/23/treatment-not-trigger-warnings/.
[22] 7 Humanities Professors, «Trigger Warnings Are Flawed», en Inside Higher Ed, May 29th, 2014, https://www.insidehighered.com/views/2014/05/29/essay-faculty-members-about-why-they-will-not-use-trigger-warnings.
[23] El artículo de Mahmood, titulado «Do The Left Thing», The Michigan Review, November 19th, 2014, en https://www.michiganreview.com/do-the-left-thing/.
[24] Una referencia al caso, en la que también se ve la foto de la hija (una niña de unos tres años de edad) en http://www.nydailynews.com/news/national/n-college-suspends-professor-threating-game-thrones-shirt-article-1.1761354.
[25] La universidad y el estudiante alcanzaron un acuerdo en 2015 por 90.000 dólares, ocho años después de su expulsión como estudiante. Cf. http://www.splc.org/article/2015/07/900000-settlement-reached-in-one-of-the-worst-abuses-of-student-rights.
[26] Puede encontrarse en https://supreme.justia.com/cases/federal/us/526/629/case.html
[27] Cf. AAUP, «On Trigger Warnings», August 2014, https://www.aaup.org/report/trigger-warnings.
[28] Carta de Thomas Jefferson a William Roscoe, 27 de diciembre de 1820. En http://rotunda.upress.virginia.edu/founders/default.xqy?keys=FOEA-print-04-02-02-1712
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Traducción y notas de Javier Aranguren