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Cuando fallece Marcel Proust en París, en 1922, deja pendiente la tarea de seguir publicando los volúmenes restantes de su magna obra En busca del tiempo perdido. Otros lo harán. Pero, además, su correspondencia invita a recuperar de entre sus papeles una novela anterior, escrita en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX. Seguramente es esta la que Bernard de Fallois publica en 1952, tras ordenar algunos de los fragmentos conservados y darles título.

En las páginas de Jean Santeuil, Proust ensaya lo que será su estilo posterior, los temas y la creación de personajes y ambientes que darán cuerpo más adelante a los quince volúmenes de En busca del tiempo perdido.

Según Ricardo Gullón, algunas frases manifiestan el afán de agotar las posibilidades de la memoria en torno al recuerdo

Ricardo Gullón sugerirá más tarde que es sobre la memoria sobre la que está construida la obra de Proust, autobiográfica por tanto, pero también de sensaciones. Y a propósito de Jean Santeuil dirá el crítico español: «Algunas frases están ya henchidas de savia y manifiestan el afán de expresar totalmente sus sensaciones, de agotar las posibilidades de la memoria en torno al recuerdo».

El estilo definitivo de Proust, ensayado aquí, evocará un impresionismo que, como recuerda Benjamín Cremieux, no se limita a registrar impresiones fugaces, sino que va más allá, pues lo que pretende es «descubrir la parcela de realidad profunda, nutricia, contenida en la impresión».

Jean Santeuil nos habla del joven Proust, a pesar de esconder el componente autobiográfico tras la tercera persona y tras el artificio de un relato que se publica a la muerte de un escritor. El narrador pretende reflejar «la esencia misma de mi vida recogida sin poner en ella nada ajeno». Esta esencia es la de Jean, un niño extremadamente sensible, quizás por influencia de su madre; la del primer amor con su compañera de juegos; la de la pasión por la lectura de poetas contemporáneos; la del afán por escribir y por reconocerse en sus primeros escritos, en medio de la incomprensión de quienes lo rodean. Cuando entra en la alta sociedad, sentirá los celos y el amor efímero. Y, en medio del retrato de la sociedad francesa de fines del XIX, se detendrá en el caso Dreyfus, al que dedica, como lo hará después, muchas páginas.

Los temas pueden parecer triviales; pero en la obra aparecen ennoblecidos por esa memoria que los recoge y actúa sobre ellos. Como se dice en una de sus páginas: «La memoria […] ese otro poderoso elemento de la naturaleza que como la luz y la electricidad, en un movimiento que de puro vertiginoso se nos antoja un inmenso reposo, una especie de omnipresencia, está a la vez en todas partes alrededor de la tierra, en las cuatro esquinas del mundo, en donde palpitan sin cesar sus alas gigantescas, como las de uno de esos ángeles que la Edad Media imaginaba».

Profesor de Literatura Hispanoamericana