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En Fatiga o descuido de España (Galaxia Gutenberg, 2015), el escritor Valentí Puig reflexiona sobre la actualidad de España, al modo de un diálogo platónico. Dos personajes ficticios, A. y B., definidos por la alta cultura, la moderación y el respeto a la pluralidad, debaten sobre los grandes temas de nuestro tiempo: del retorno de los populismos al papel de la memoria, de la atomización social a la crisis constitucional. En esta entrevista concedida a Nueva Revista, Valentí Puig ilustra algunas de las ideas fundamentales que recorren su último libro.

En el título del libro usted plantea un dilema interesante: ¿fatiga o descuido? La profunda crisis que se ha vivido en estos últimos años en nuestro país ¿se debe a un envejecimiento de la idea de España o sencillamente a una sucesión de malos gobiernos?

Las nuevas generaciones y los procesos de larga duración van sedimentando las distintas vivencias, individuales y colectivas. Algunas ideas envejecen y otras, en cambio, son de un arraigo mucho más consistente. Digamos que una combinación de España como idea plural y la de España como experiencia histórica tiene la posibilidad de sobreponerse a inercias de envejecimiento, más allá de la acumulación de mala política o la actual falta de sentido de la Historia. La Historia no nos lastra. Lo que ahora nos ciega es la sobreabundancia –deliberada o inconsciente– del olvido. Creo que interpretar lo que estamos viviendo como fatiga tiene un cariz derrotista, mientras que diagnosticarlo como una secuencia de descuidos –algunos muy graves– permite la objetividad y el pulso seguro de lo que llamaríamos cirugía fina. En fin, una simplificación noventayochista añade fatiga mientras el tratamiento de la crisis requiere tratar el descuido –los tantos descuidos– aplicando precisión de rayo láser.

El libro apunta hacia una sociedad viva y moderna, pero a la que le falta “una dosis especial de resistencia, de fortaleza ante la adversidad”. ¿A qué se debería esta falta de músculo moral o de inteligencia colectiva para afrontar las crisis?

Supongo que uno de los factores es la erosión del carácter. Ese es un componente humano que se ha hecho de una parte políticamente incorrecto y de otra impracticable dada la crisis educativa, el desplome de las figuras–modelo (padres, profesores) y una concepción providencialista de la democracia según la cual el Estado ha de procurarlo todo, más allá de las dinámicas de una sociedad o los deberes del individuo. Habrá que ver como salen de esta post-crisis las generaciones –una o dos– que han crecido en la fragilidad, que son vulnerables hasta extremos de desconcierto y dependencia. No puede haber libertad sin responsabilidad, como todos sabemos, pero en la práctica hacemos como si eso fuese un derecho. España necesita de un sistema educativo que nos haga más competentes por la transmisión de conocimiento, al tiempo que imprime carácter, respeto institucional, ciudadanía. Dicho así, parece fácil. Pero ahí tenemos las tasas de fracaso escolar, el narcisismo del “selfie”, el eclipse de la lectura y un profesorado al que se le ha perdido el respeto elemental.

Tocqueville habló de la importancia del carácter de los pueblos –sus virtudes y vicios–, por encima incluso de sus instituciones. Usted, en cambio, reivindica un relanzamiento de las virtudes públicas, de la ejemplaridad institucional. Sabemos que las buenas políticas actúan como incentivos morales, además de servir para cohesionar la sociedad… ¿La crisis actual exige un shock reformista o más bien una labor de ingeniería fina? En todo caso, y refiriéndonos a las instituciones y a las políticas públicas, ¿dónde situaría usted los grandes males españoles?

Sobre los vicios y virtudes de los pueblos, no todo está escrito, no todo es indefectible. España pasó así de un régimen autoritario a la vida democrática. El caso de Alemania es espectacular porque ahora mismo es una de las democracias más consistentes del mundo. ¿Qué tiene que ver la Castilla del AVE con la Castilla del 98? Y al mismo tiempo la sociedad requiere de un mínimo de cohesión en torno a valores de convivencia, conciliación y espíritu de tolerancia. No parece que eso sea posible sin valores públicos, sin un “mix” de incentivo moral, ejemplaridad y transparencia institucional. Y es compatible con la España “start up”, con la presencia efectiva en Europa, con la búsqueda de mercados exteriores, pero es incompatible con suponer que leer es un esfuerzo que no vale la pena, que las reglas mínimas de convivencia son antiguallas o que la tolerancia es lo mismo que la permisividad radical. Mucho depende del equilibrio entre individuo y comunidad, entre la autonomía personal y las formas múltiples de pertenencia. En resumen: reformismo de larga duración, capaz de avanzar por prueba y error. ¿Males? La inconsciencia colectiva, considerar innecesario estar bien informado o haber convertido la televisión en algo así como el circo romano en la época de Calígula.

Las grandes crisis españolas coinciden con las europeas. Los problemas y sus soluciones son básicamente comunes y más en un mundo cada vez más interconectado. Sin embargo, sólo en España parece vivirse una especie de fatalismo absoluto que invita renunciar a todo lo que se ha logrado en estos últimos cuarenta años de democracia: del separatismo catalán a la puesta en cuestión de la Constitución. En el libro, usted defiende una tesis interesante: la principal función de la reforma es conservar precisamente todo lo bueno que se ha logrado estos años…

Es así, aunque vemos como Francia –y no solo por el macro-atentado islamista–lleva largo tiempo pasando por una honda crisis de identidad, muy visible como frente de batalla intelectual, no ya entre izquierda y derecha, sino en el propio seno de la izquierda y de la derecha. Los populismos se propagan. Hace falta en España una cierta voluntad de conocer lo que fue la transición y qué representa la Constitución de 1978, la mejor de nuestra historia. Sí, conservar. Ahora mismo, quien más quien menos coquetea con alguna reforma de la Constitución, a sabiendas de que después de las elecciones generales eso será muy improbable, por falta de mayorías pertinentes. Y de otra parte, ¿es tan crucial cambiar la Constitución? Me atrevo a decir que antes haría falta pensar, acordar y poner en marcha una reforma educativa en profundidad y perspectiva de generaciones.

Hace unos años, usted publicó un magnífico ensayo sobre la necesidad del moderantismo en la política española. Desde entonces buena parte de la política española se ha movido en la dirección opuesta a la tesis central de Moderantismo. España parece hoy un país más desarticulado que entonces…

Es una paradoja. Estamos en la red de redes, las familias se comunican por el “WhatsApp”, los hijos tienen becas Erasmus y no puede decirse que seamos una sociedad carente de los instrumentos debidos para afrontar lo complejo y ejercer el pluralismo. Y sin embargo, a veces uno teme que estamos descuidando el ejercicio del pluralismo crítico, del mismo modo que desaprovechamos –el secesionismo catalán, por ejemplo- las grandes opciones de vertebración que ofrece la “carta magna” de 1978. Ese repliegue micro-identitario ha llegado a tal extremo que se está autodestruyendo, aunque por el camino habrá dejado un rastro negativo. Aun así, insisto en que las franjas centrales –amplias– de la sociedad española tienen apego a la moderación y a la estabilidad, a un cierto sentido común.

Se da un proceso de atomización social en todo el mundo, que cuenta con características específicas en España. Nos encaminamos al mismo tiempo hacia una nueva geografía de la inteligencia a la que hemos dedicado poca atención: fracaso escolar elevado, falta de elites cognitivas, insuficiencia de I+D, etc. ¿Por qué en 40 años de democracia no hemos sido capaces de pactar un modelo educativo de largo recorrido o de realizar una gran apuesta por la ciencia y el conocimiento?

Precisamente esa dejación de las élites es inquietante. Se nota en el debate público. Aunque parezca anecdótico, causa bochorno la indocumentación que se exhibe en las tertulias mediáticas. En todo país, las ideas transformadoras nacen de las élites y se propagan en la conciencia colectiva. Ahí el vacío es escalofriante. Saber es un derecho y también un deber. Somos una sociedad pendiente de la pantalla del teléfono móvil. Y eso nos deja en manos del emocionalismo. Hoy nos conmueven los titulares televisivos de un niño fallecido en los conflictos de la emigración, al día siguiente es el atentado de París, pero no queremos saber que está pasado realmente en Siria. Se nos antoja un esfuerzo absurdo. Veamos las imágenes del atentado de París: lógicamente, las flores y velas encendidas en el lugar de la muerte, pero sin reflexión alguna sobre las diversas reacciones posibles por parte de la comunidad internacional. Ninguna referencia a la guerra abierta entre chiitas y suníes en Oriente Medio. Eso aburre. Como sea, este descuido tiene un precio.

“Nunca ha cuajado del todo una tercera España”, escribe usted al final del libro. En cierto modo, cabe pensar que la Constitución del 78, con sus indudables beneficios, supuso algo parecido al ideal posible de esta soñada tercera España. Hoy en día, en cambio, se ha procedido una desestructuración de la narrativa del 78 que pretende precisamente destruir los logros de esa tercera España. Y, por otra parte, ¿la única solución posible pasa por elaborar un nuevo Texto Fundamental?

La dialéctica de los dos Españas es un mito del pasado, en términos modernos. Hace más de setenta años que terminó la guerra civil y todavía hay quien la piensa en términos de buenos y malos. No lo veo como una herida abierta sino como un descuido más. Una indolencia a la hora de explicarnos de dónde venimos y hasta qué punto el trayecto ha sido y es esperanzador, positivo. Sugiero volver a la narrativa de 1978 en lugar de dar la Constitución por obsoleta. Existen realidades simbólicas –la Corona, por ejemplo–cuya vigencia a veces se niega. Todavía me resulta increíble que el himno nacional no tenga letra. Es decir, a veces no logramos acordar los desacuerdos, acotar los conflictos y eso nos lleva a negar la premisa mayor.

Al mismo tiempo, en Cataluña el catalanismo histórico ha dado por muerta su narrativa tradicional para echarse en brazos de posturas maximalistas. Se habla de “desconexión” y de “desafección”. Más allá del daño ya hecho, uno se pregunta si la única salida posible a la cuestión catalana no pasa por esta “tercera Cataluña”, que representa el gran espacio histórico del moderantismo catalanista, del PSC a una nueva CDC.

Artur Mas ha destruido las cualidades del catalanismo clásico, que las tenía. Es más: ha acabado con la presencia operativa del catalanismo en la vida parlamentaria española. Había funcionado razonablemente bien, sobre todo desde los tiempos de Cambó. Ahora estamos, en Cataluña, en una fase de polarización. Para toda puesta al día del catalanismo, Mas es un estorbo y Convergència –refundada o no- obstaculiza cualquier empeño renovador. Tal vez pudiera nuclearlo Unió. En todo, caso, el cambio de paradigma es claro: prioridad de la sociedad real e impura frente a la nación ideal e imposible. Aunque fuesen ciertos todos los agravios del nacionalismo, ¿justifican irse de España y quedarse fuera de la Unión Europea? En estos momentos, gana terreno el “no” a la separación. Aparecen nuevos actores políticos –Ciutadans, por ejemplo-. Particularmente en Cataluña, el retroceso de los dos protagonistas del bipartidismo –PP y PSOE– distorsiona muchas cosas.

Una última cuestión, casi biográfica. Usted de muy joven, empujado por su padre, leyó la historia de España desde las Memorias de un hombre de acción, de Pío Baroja. ¿Qué tienen que decirnos Baroja y Galdós –los Episodios Nacionales–a los españoles de hoy? Y junto a eso, también la textura de la narrativa. ¿Cuánto hay de la crisis actual que se origina en el tradicional déficit lector de los españoles?

Aquel hombre de acción, el barojiano Avinareta –con muchos elementos de realidad– actuaba en una sociedad rural, poco productiva, con un poso de clericalismo que incentivaba al comecuras. ¡Qué falta hubiese hecho un catolicismo liberal, abierto! Liberales y serviles no dejaban quietas las armas. Ahí terció el sentido moderantista de la política, reacio a los extremos, pragmático, posibilista y productivo. Es evidente que los muchachos acaban sus estudios sin saber qué significaron las Cortes de Cádiz. Es más, cuando murió Adolfo Suárez, los nuevos periodistas tuvieron que saber quién era consultando Wikipedia. De nuevo, necesidad de la reforma de los valores. Y eso no se logra legislando sino logrando mantener de nuevo esa gran conversación que da fundamento a las grandes naciones y a lo que llamamos Occidente.

Licenciado en Derecho. Columnista, crítico literario y asesor editorial.