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La España cristiana de la Alta Edad Media muestra un complejo y cambiante panorama de reinos que se constituyen como tales, nobles levantiscos que los amenazan, incursiones musulmanas, matrimonios de conveniencia entre familias rivales y conflictivos testamentos regios que dan lugar a sucesiones violentas. Avatares estos de la Historia que, por su número y variedad, requieren un serio esfuerzo de retentiva y comprensión por parte de quien, sin ser especialista en la materia, desee abrirse a su conocimiento.


Como consecuencia de esta dificultad, una serie de interesantes figuras cronológicamente anteriores al Cid Campeador son casi desconocidas para muchos españoles de hoy. Una de estas ilustres personalidades ignoradas es la reina doña Toda Aznar, mujer de gran carácter perteneciente a la familia Arista, casada con Sancho Garcés I, rey de Navarra de 905 a 925.


La autora presenta en su relato a la soberana en el ocaso de su vida. Ya octogenaria, se dispone a viajar de Pamplona Pamplona a Córdoba con su hijo y heredero, el rey navarro García Sánchez y su nieto, Sancho I el Craso, que depuesto del trono de León, se ha refugiado en Pamplona.


El doble objetivo que se persigue con un viaje tan largo y agotador es, por un lado, sellar una alianza con Abderramán III, sobrino de Doña Toda, y por otro, intentar que los médicos del califa alivien a Sancho de la obesidad que le valió el apodo con que ha pasado a la posteridad. La enérgica reina confiaba en que, con el apoyo de tropas califales y de su mejor forma física, podría el destronado nieto vencer a Ordoño IV y recuperar la corona de León.


La obra, finalista del premio Herralde en 1990, comienza el 23 de junio del año 958, con los ajetreos de la partida hacia la capital cordobesa en los que Doña Toda, llena de energía, lo mismo apremia a sus damas que da órdenes a los hombres de armas. Infatigable, actúa como una auténtica gobernante, aunque su título sea solo el de reina viuda.


Tras oír Misa, parte por fin la comitiva y comienza la ingeniosa sucesión de peripecias que jalonan las etapas de un viaje azotado por el polvo, los calores veraniegos, algunos encuentros poco gratos y el peso de unas vestimentas pensadas para las frías tierras del norte, pero que resultan sofocantes a medida que avanzan hacia el sur.


La acción se desarrolla a lo largo de este trayecto y de la estancia en Córdoba, que fue muy placentera para la reina. Tanto ella como sus acompañantes pudieron comprobar que en Al-Andalus el nivel de civilización era mucho más alto que en Navarra, además de contar con la nada despreciable ventaja de poseer tierras más fértiles y clima más benigno.


En la obra alternan personajes, hechos y situaciones reales con episodios imaginarios que, pese a serlo, respetan la autenticidad histórica y encajan sin esfuerzo en un marco ambiental convincente, que demuestra estar construido a partir de un cuidado estudio documental de la época.


La personalidad de la protagonista se describe con acierto desde una perspectiva novelística, acompañada por una amplia galería de personajes, de mayor o menor relieve, que forman un conjunto armónico y variado.


Doña Toda no pierde nunca de vista su condición real ni el carácter político de la misión que ha emprendido. Sin embargo, es también una mujer anciana que confunde nombres, tiene lagunas de memoria y pierde el hilo de las conversaciones. Reina y matriarca a la vez, de lengua viva y respuesta rápida, resulta tan lejana como próxima. Le separan del lector actual más de mil años, pero a éste le resultará cercana por lo intemporal de sus muy humanos deseos y temores.


Quizá no actuó ni sintió Doña Toda exactamente como aquí se cuenta, pero puede suponerse que tampoco lo haría de modo muy distinto. En todo caso, Ángeles de Irisarri ha narrado su historia de forma atractiva, con un estilo cuidado, de discreto sabor medieval en el léxico y la construcción gramatical y con un desarrollo argumental fluido que evita la monotonía.


Éste constituye el mejor acierto de una novela que evoca los tiempos de la España de las tres culturas. Judíos, árabes y cristianos convivían entonces de forma tolerante, estimándose entre sí, aunque las circunstancias no siempre les permitieran hacerlo de modo pacífico.