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Conversar con Gregorio Luri constituye un lujo intelectual. Su tono, sereno y penetrante, ilumina el presente desde las grandes claves de la filosofía. En esta ocasión, utilizamos su último ensayo, ¿Matar a Sócrates? (Ed. Ariel), para dialogar sobre la actualidad del pensamiento socrático, las dificultades que afronta la democracia, la necesidad de cultivar la atención y el riesgo de caer en la intransigencia de la verdad.

 –          En ¿Matar a Sócrates?, usted se plantea una pregunta que le hubiera resultado pertinente a su admirado Leo Strauss: ¿de qué modo el pasado sirve para iluminar el presente? La cuestión cobra actualidad para alguien que no haya leído su libro: ¿por qué necesitamos a Sócrates? ¿Cuál es su vigencia en un mundo animado por el impacto veloz de la tecnología?

 –          Para contemplar el presente hay que salir de él. Hay dos salidas posibles; hacia el futuro (que es la historicista) y hacia el pasado (que es la humanista). Cuando contemplamos el presente desde el pasado no encontramos respuestas para nuestros problemas presentes, pero sí descubrimos que nuestros problemas importantes son muy antiguos. Tan antiguos que podrían estar indicándonos la presencia de algo que podemos llamar propiamente “naturaleza de las cosas humanas”. Por eso la interrogación socrática sigue iluminándonos.

 Esta interrogación nos muestra que es posible acceder a la singularidad de las cosas humanas desde la manera natural como los hombres se expresan cuando hablan de sus problemas. En tiempos de Sócrates no había “ciencias humanas”, ni “ciencias de la educación”, ni “ciencias políticas”. Esto, lejos de enturbiar su actividad filosófica, le permitió acceder a la manera como los hombres se ven a sí mismos cuando no tienen posibilidad de ser pedantes.

 La posibilidad de acceder a la comprensión de las cosas humanas desde ellas mismas, es decir, desde el lenguaje en que son formuladas en el mundo de la vida, podría ser la manera adecuada de aproximarse a lo humano, es decir, a lo político, siempre y cuando entre las cosas humanas y las cosas no humanas haya una diferencia esencial. Sócrates nos muestra que la hay. Por eso mismo, el asombroso progreso del conocimiento científico, sigue permitiéndonos ser socráticos.

 –          En el libro, usted se refiere a la doble fuente de la cultura clásica europea: Atenas y Jerusalén, la razón griega y el sentido ético del judeocristianismo. Si Sócrates sitúa la quintaesencia de su pensamiento en un mandamiento único –¡atrévete a pensar! –, el cristianismo añade la primacía del mandamiento del amor, hasta el punto de que un autor tan perspicaz como el teólogo ortodoxo John Zizioulas se atreverá a sostener: “amo, luego existo”. Pero habría un tercer elemento, muy propio del judaísmo, que ha llegado trastocado a la modernidad: el valor de las lágrimas. Catherine Chalier ha escrito al respecto un ensayo bellísimo, que nos recuerda cómo la mirada pura de la razón resulta demasiado acerada sin el velo de las lágrimas. Las emociones nos humanizan, siempre que no sirvan para reforzar los rasgos más identitarios de la personalidad. Al judaísmo le interesaban las lágrimas que nos debilitan y nos hacen ser conscientes de nuestras limitaciones y no las que alimentan el resentimiento. ¿Se puede pensar sin una conciencia del dolor y del sufrimiento? ¿Y se puede amar?

 –          ¡Claro que se puede pensar sin una conciencia del dolor! ¡Más aún, hay una contradicción esencial entre las virtudes intelectuales y las morales! O, si se prefiere, el dolor teórico, nada tiene que ver con el dolor moral. Podríamos sospechar incluso que la indignación moral no es una virtud, sino un vicio filosófico, porque enturbia la nitidez de la mirada teórica. Recordemos la sonrisa de Demócrito o el monumental esfuerzo intelectual de Spinoza.

 Si la filosofía es de verdad lo que su nombre indica, es decir, una búsqueda de algo que se intuye pero no se posee, no debemos hacer mucho caso a los que nos dicen que ya han encontrado lo bello, lo bueno y lo justo. Precisamente por esto el lugar del filósofo –del filósofo de raza- en la ciudad es siempre problemático. Avempace sabía lo que se decía cuando hablaba de la vida filosófica como “el régimen del solitario”. En su “Carta del adiós”, Avempace dice que “abrigamos la esperanza de llegar con la filosofía a algo grande, pero no sabemos a qué en concreto”.

 Otra cosa muy distinta es cómo debe ser la conducta política del filósofo, puesto que no vive aislado, sino en la ciudad, o si la filosofía tiene poder para convertirnos en el guardián de nuestro hermano. Pero las respuestas a estas preguntas el filósofo ha de buscarlas filosóficamente, en la naturaleza de las cosas humanas, no en las meras opiniones.

 Sabemos que Cristo lloró al menos una vez y lo hizo por Jerusalén. No sabemos si alguna vez rió. A Sócrates nos lo muestra Jenofonte incluso bailando, pero nunca llorando. Añadiré que tengo una clara alergia a los filósofos lloricas, a los beatos, a los que están siempre a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo, a los que se dedican a hacer de maestros de escuela de la sociedad.

 Lo específico de Jerusalén no es el amor, sino la ley, o, si se quiere, en Jerusalén se ama a Dios obedeciendo su ley. Lo específico de Atenas es preguntarse qué es la ley. Pero quien se pregunta qué es la ley ya está con un pie fuera de ella.

 –          Cabe leer ¿Matar a Sócrates? como una extraordinaria reflexión sobre el sentido de la política. Usted señala que el gran hallazgo socrático sería el descubrimiento de la fragilidad de lo político que se encuentra en tensión con la realidad desnuda de las cosas. “La política es el arte de ocultarnos la realidad – leemos en el libro– no tanto porque sea desagradable, como porque es realidad y la política es arte. Las crisis políticas fuertes, que son las crisis de los regímenes políticos, tienen lugar cuando la naturaleza decide mostrarnos lo que estaba oculto”. Estas líneas me llevan a la relectura crítica que se hace actualmente de la Transición, y me pregunto dos cosas: ¿tiene solución la democracia española sin la confección de un nuevo relato? Y ¿cuánto hay de falso y de intencionado en el desenmascaramiento del régimen actual? ¿No puede suceder que detrás del velo de lo oculto no se encuentre la realidad sino sencillamente otra ficción?

 –          Ningún régimen político es perdurable si no es capaz de generar sus propios encantamientos sobre sus leyes constitucionales. Ninguna constitución se mantiene en pie por la bondad de su articulado, sino porque sostiene y apuntala la fe de la ciudadanía. Y aquí, volvemos, de nuevo a la ley, es decir, a Jerusalén. Las constituciones con una larga historia son las capaces de convertir sus principios arbitrarios en evidencias ciudadanas. Quien busca la racionalidad de una constitución, tarde o temprano acaba reclamando un hombre nuevo y proponiéndose su producción en serie.

 Marx se lamentaba de que los filósofos no habían hecho otra cosa que interpretar el mundo. En lugar de lamentarse, se debería haber preguntado si semejante terquedad no pone de manifiesto que su tarea no es nada fácil. Sin embargo él creyó haber resuelto los enigmas de la historia y se colocó en la posición de timonel de la humanidad, convencido de la posibilidad –y el deber moral – de cambiarla. El marxismo, aunque él crea lo contrario, es la sumisión de la praxis al rigor de la teoría. Es un idealismo porque pone a las ideas a tirar de la realidad. El marxismo es una aberrante reivindicación de Dios. El siglo XX nos ha proporcionado lecciones que deberían ser definitivas sobre los peligros del sometimiento de la específica racionalidad de las cosas humanas a la estricta racionalidad científica. Creo que esto es algo que intuyó Gramsci cuando dijo que la interpretación de la XI tesis sobre Feuerbach es que hay que pasar de Kant a Robespierre. ¿No habrá llegado el momento de ensayar lo contrario y probar de defender la autonomía de la praxis desde el rigor de la teoría?

 Efectivamente, la grandeza de la política se encuentra en su capacidad para ocultar la realidad natural y crear de esta manera al “animal político”. En condiciones de absoluta realidad la ciudad es imposible, porque es invadida por el estado de naturaleza. Por eso mismo la primera ley de la política es que el imperativo represor no puede ser reprimido.

Licenciado en Derecho. Columnista, crítico literario y asesor editorial.