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ignorancia.jpgDesde que el cambio tecnológico comenzó a adquirir el fuerte ritmo característico de la sociedad contemporánea han sido muchos los autores que han advertido sobre su condición de arma de doble filo. José Ortega y Gasset y Arthur C. Clarke afirmaron, cada uno a su manera, que la tecnología resolvía unos problemas, pero generaba otros, quizá mayores. Así, desde los albores de la era digital han menudeado los análisis sobre el riesgo de incurrir en el grave error de confundir el crecimiento de la información con el avance del conocimiento, no digamos con la sabiduría.

La ubicua propaganda de la tecnología de uso general, que ha alcanzado con las loas a Steve Jobs tras su reciente muerte, caracteres de tipo cuasi religioso, no cesa de insistir en que vivimos en un mundo nuevo, más ilustrado, más racional, más lógico y que las tecnologías nos hacen mejores y más humanos, de manera que hay que consumirlas sin cesar. Hay una beatería de lo tecnológico que se nutre de intereses mercantiles muy obvios, pero no por ello deja de ser cierto que las facilidades de todo tipo en la comunicación y en el manejo de las informaciones están dando paso a un mundo realmente distinto de cualquier otro del pasado, aunque este tipo de constatación constituya un diagnóstico que podríamos encontrar hasta en la Política de Aristóteles.

Toda exageración crea una necesidad de antídotos, y así, desde el punto de vista intelectual y académico, se nos enfrenta con un tema que se presta a las exageraciones, a la bipolaridad, a un cierto maniqueísmo que se expresó muy bien en libros, ya relativamente añejos, como el de James Surowiecki y el de Andrew Keen, a los que ya nos hemos referido en alguna ocasión en estas mismas páginas. Estamos, pues, ante una situación que se presta a que, del mismo modo que hay una beatería tecnológica, haya una especie de tartufismo de los que se suponen especialmente cultos y que consideran no basta disentir de la primera especie de bobería, sino que resulta necesario y elegante denunciar a la tecnología misma como una mala cosa, como causa de ignorancias y yerros de todo tipo.

El libro que han editado Gonçal Mayos y Antoni Brey, cuyo título trata de poner en solfa la supuesta ilustración de la llamada sociedad de la información, está compuesto por análisis plurales y cuidadosos, pero se inscribe en la tendencia a poner críticamente en evidencia aquellos aspectos negativos del desarrollo tecnológico que una presión insistente y poderosa pretende que pasen inadvertidos tras un balance globalmente positivo del desarrollo de nuestras sociedades.

El prólogo de Gonçal Mayos sitúa el problema en la dicotomía que se crea entre la rapidez del desarrollo tecnológico y cultural y el aparente estancamiento de la evolución biológica, lo que nos lleva a un escenario en el que, literalmente, podríamos llegar a no ser biológicamente capaces de saber qué hacer con el gigantesco volumen de informaciones que recibimos. En más de un aspecto, este problema puede considerarse ya viejo, es muy anterior a la revolución digital; a mediados del siglo pasado, el gran matemático hungaro-norteamericano Stanislaw Ulam estimó en cientos de miles el número de nuevos teoremas matemáticos que se publican cada año, cifra que seguramente no ha dejado de crecer, pese a lo cual la ciencia matemática no parece haber colapsado. Además de esta preocupación por la superabundancia de información, es obvio que, en el mundo práctico, la innovación tecnológica produce algunos desgarros, entre otros, por ejemplo, que las generaciones de mayor edad pueden quedar atrasadas, pero eso es también algo que viene sucediendo desde hace mucho. Lo mismo cabría decir del argumento de que el desarrollo tecnológico genera desempleo, un diagnóstico que tampoco se ha dicho ahora por primera vez, precisamente.

Detrás de algunos de los análisis de este libro hay algo más que un recuerdo, que no siempre se hace explícito, de algunas de las tesis orteguianas de los años treinta, como, por ejemplo, la idea de barbarie del espacialismo, o el temor a que se produzca una ignorancia creciente en el hombre masa. Es casi inevitable que esto sea así, si se parte de que existe una desproporción cada vez mayor entre la capacidad colectiva de generar conocimiento y la capacidad individual de asimilarlo, lo que olvida seguramente algunos procesos complejos y poco conocidos que ocurren al tiempo y que hacen que, al menos hasta ahora, nuestras sociedades se las hayan arreglado relativamente bien para no sucumbir a manos de profecías de este tipo. No parece obligado asentir a la idea de que el creciente desarrollo tecnológico y el fortísimo incremento de la información disponible nos vayan a condenar de manera inapelable a caer en una «sociedad de la ignorancia o de la incultura».

El artículo de Daniel Innerarity, muy breve, es, seguramente, el más incisivo. Pone de manifiesto que estamos ante una situación en que la sociedad del conocimiento ha transformado de manera radical nuestra idea de saber y que sus progresos se traducen, más que por un incremento del conocimiento efectivo, en una progresiva conciencia de la necesidad de gestionar el desconocimiento, de aprender a convivir con la inseguridad, el riesgo y la incertidumbre. Sabemos, por ejemplo, mucho más del clima o del funcionamiento de los mercados, pero ello no se traduce en que podamos sentirnos más seguros, sino, únicamente, más ciertos de nuestra inseguridad, más proclives a adoptar principios como el de precaución, porque el progreso de la sociedad del conocimiento ha acabado por completo con la idea de la autoridad del conocimiento. Como es lógico, esta nueva atmósfera intelectual tiene unas hondas implicaciones en el desarrollo de la política porque nos movemos inevitablemente en un entorno sin límites precisos, en que todo resulta, a medida que más se sabe, más incierto y borroso. Como dice Innerarity, no se trata de que debamos progresar en una especie de humildad kantiana, sino de que hemos de enfrentarnos con el hecho positivo del no saber, con el riesgo de equivocarnos de medio a medio. Este análisis de Innerarity va mucho más allá del maniqueísmo condenatorio de la informática, o de la debelación del perverso liberalismo economicista al que sí tienden algunos otros discursos que se han incluido en este volumen.

Muy probablemente, la mejor lectura del conjunto del libro es la que nos permite comprender que estamos ante una especie de enorme paradoja, porque crece de manera continuada la información, el conocimiento científico y la sofisticación tecnológica, sin que eso se traduzca indiscutiblemente en una población más culta y mejor, de manera que este desfase nos obligará, más pronto que tarde, a repensar el funcionamiento de algunas instituciones, como la educación, y a poner en marcha formas hasta ahora desconocidas de intermediación social que eviten que el desarrollo tecnológico genere nuevas hornadas de analfabetos funcionales, un temor que Ortega describió con bastante precisión en los años treinta, cuando aún nadie, o casi nadie con la posible excepción de H. G. Wells, soñaba con el advenimiento de dispositivos que permitiesen tratar la información disponible con la celeridad y precisión con que ahora lo hacemos.

Los autores de este libro mantienen una preocupación común, pero sus análisis no son convergentes, lo que hace que su lectura resulte más atractiva. Los lenguajes que emplean no son siempre conmensurables porque, al fin y al cabo, se enfrentan a problemas que siguen siendo muy distintos aunque un editor les haya puesto un marbete común. Algunos de los capítulos del libro son más descriptivos, como el de Brey, otros más políticos, como el de Subirats, otros más filosóficos, como el de Innerarity, el de Joan Campás Montaner, o los del propio Mayos, pero todos ellos aportan una perspectiva crítica frente a la excesiva complacencia de los tecnófilos. Mayos cierra el volumen con una análisis de las relaciones entre el clima de la posmodernidad y las condiciones que han hecho posible la sociedad de consumo o, como lo llamó Debord, la sociedad del espectáculo, esa sociedad en que toda posibilidad ha de ser inmediatamente puesta en práctica, al menos de manera simbólica. No se le escapan los riesgos que este tipo de fenómenos plantean a la posibilidad y al sentido mismo de las democracias, de manera que le parece que estas han de afrontar un reto nuevo, la evitación de la incultura. Es difícil no estar de acuerdo con los remedios que habría que poner en práctica para librarse de estos males, aunque no sea tan fácil asentir al análisis causal que, en ocasiones, podría dar la impresión de estar, en parte al menos, afectado por aquello que critica.

El libro constituye, en cualquier caso, una aportación interesante a uno de esos debates que deberían tener más presencia social, pero nuestra sociedad no cae demasiado en la cuenta de este tipo de problemas, y, de nuevo, me parece que no se trata de un defecto reciente. El libro está editado de manera fácil para el editor pero incómoda para el lector, con las notas al final y sin una serie de índices que, en un libro como este, deberían facilitar la consulta posterior a la lectura. Es una pena que no se cuiden más estos aspectos que pueden resolverse con cierta facilidad hoy en día y que, cuando se descuidan, dan la impresión de que hay mayor interés en sacar el libro que en facilitar una lectura atenta, crítica y reflexiva de lo que se ha escrito.

Filósofo. Profesor de la Universidad Rey Juan Carlos