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La pregunta por Maquiavelo es la pregunta por la realidad en su relación con el poder. El joven filósofo catalán Ferran Caballero ha intentado actualizar los viejos consejos del maestro florentino en un libro titulado precisamente “Maquiavelo para el siglo XXI” (Ariel).  Con su autor dialoga Daniel Capó en esta larga entrevista que trata del momento político y del valor imperecedero de los clásicos

-El arte de la política consiste en “hacer creer”, nos recuerda Gregorio Luri en el prólogo a su libro. ¿De ello se deduce que la debilidad actual de la democracia española puede tener que ver con el agotamiento de un relato? Aunque sea maquiavélicamente, ¿convendría emprender a una segunda transición que diese lugar a un nuevo relato?

El arte de la política tiene que ver, necesariamente, con el de “hacer creer”. El problema que surge aquí, como en todo arte, es el de cuál es su mejor versión, el ejemplo de su realización más lograda. Es decir, qué es lo que un político debería hacernos creer. En su interpretación más noble, más virtuosa, podemos decir que el político debe hacernos creer en la grandeza de nuestra ciudad o país y, por lo tanto, en nuestra propia grandeza. Porque esta grandeza es la condición de posibilidad de todas las cosas bellas, nobles y justas a las que podemos aspirar. En su versión menos virtuosa, más maquiavélica, el político tiene que hacernos creer en la natural coincidencia entre sus intereses y los nuestros, y tiene que hacernos creer también en su propia grandeza, para que estemos dispuestos a entregarle el poder y pagar los impuestos que imponga y cumplir con las leyes que dicte, etc.

En las preguntas que me hace se mezclan las dos versiones de este arte. Y creo que es un vicio muy propio de la democracia el que sea difícil separarlas, pero que hay que intentar hacerlo. Cuando se habla de la debilidad de la democracia, ¿de qué se habla? No veo surgir con fuerza en nuestras sociedades ningún modelo de gobierno alternativo, por ejemplo. Me parece muy evidente, en cambio, que hay algunos actores políticos interesados en hacer diagnósticos muy claros y rotundos de una enfermedad que, en caso de existir, a mi al menos no me resulta tan fácil de detectar. Y me parece evidente que eso lo hacen para poder, después, prescribirse a si mismos como terapia, e incluso como terapia de choque. Estos mismos actores son los que ponen en cuestión la Transición e insisten en que es necesaria una “Segunda transición” (que no cuenta con consenso alguno y que por lo tanto deberían comandar ellos mismos en exclusiva), que ponga fin de una vez y por todas a los defectos de la primera.

Además, la transición fue y tiene que ser, por definición, transición de una cosa a otra, como la nuestra fue transición de una dictadura a una democracia. Si alguien propone una “segunda transición” tendrá que explicar muy bien hacia dónde pretende hacernos transitar y con qué pretende hacernos transigir. Mientras esto no llegue, esta supuesta debilidad de nuestra democracia me parece que es poco más que la debilidad de algunos partidos y algunos proyectos, y que eso es algo muy normal en cualquier democracia.

la auténtica debilidad no es la de la democracia sino la del Estado

Otra cuestión, que sí tiene más que ver con el relato de España, e incluso con el relato de la transición, es que la auténtica debilidad no es la de la democracia sino la del Estado. Hablo, claro está, del peligro que supone el independentismo catalán para la integridad del Estado. Y este peligro sí que tiene que ver con el agotamiento de un relato según el cuál los catalanes podían confiar en una coincidencia, no natural pero sí al menos consubstancial al juego democrático, entre su identidad y sus intereses y aspiraciones y la identidad, los intereses y las aspiraciones del resto de España. Por muchas razones, y no meramente económicas, este relato se agotó y, aquí sí que hubiese sido, es o será necesario tratar de recomponerlo de algún modo. Pero creo que estos dos problemas son de naturaleza distinta y requieren de tratamientos, de relatos, distintos. O, dicho de otro modo, creo que ninguno de ellos requiere desechar el régimen democrático ni emprender una segunda transición.

Usted escribe que un gobierno que se tiene por natural, “si no se hace odiar por vicios extraordinarios, es razonablemente querido por los suyos”. Me gustaría preguntarle por el “vicio extraordinario” del PP. ¿Cuál sería esa lacra que lo hace tan odioso a sus adversarios? Del “no es no” sanchista a las turbulencias separatistas, ¿el “vicio extraordinario” del PP es el franquismo o hay algo más?

Al escribir sobre estos gobiernos que dice Maquiavelo que se tienen por naturales pensé, precisamente, en el gobierno del PP en Galicia desde los tiempos de Fraga. Se tienen por naturales en el sentido en que parecen haber estado allí desde siempre y porque parecen corresponder de algún modo a la propia naturaleza de la comunidad que gobiernan. El caso del gobierno gallego sirve también para evidenciar que el supuesto franquismo del PP no representa ningún vicio extraordinario que lo haya hecho odiado entre los suyos. De hecho, y de ser un vicio, este supuesto franquismo sería de lo más ordinario, por ser un vicio incluso constitutivo. El franquismo del PP no es un vicio del PP sino de la oposición, que lo usa como arma arrojadiza para desprestigiarlo, ya no entre los suyos, sino entre todos los demás. Hasta qué punto se logra esto creo que depende más de los actores y circunstancias del momento, dentro y fuera del partido, que de alguna característica esencial del partido.

Si algún “vicio extraordinario” puede achacársele al PP es la corrupción. Un vicio que, por otro lado, no tiene mucho de extraordinario, ya que la corrupción es la condición natural de los hombres y sus asuntos y es por tanto muy habitual también en los partidos políticos, como bien hemos visto últimamente. Sólo es extraordinario en el sentido en el que creo que habla Maquiavelo; en que siendo poco habitual o poco conocido de un gobierno de los que se tienen por naturales sale a la luz poniendo en jaque su continuidad. Me parece evidente que la corrupción ha puesto al PP en muchos más apuros electorales que el supuesto franquismo que se le atribuye.

Usted observa que “hay tres formas de mantener las llamadas nacionalidades históricas: la primera, arruinarlas; la segunda, colonizarlas; la tercera, dejarlas vivir con sus propias leyes, imponiéndoles algunos tributos, favoreciendo a una oligarquía que las mantenga como aliadas”. Entiendo que el modelo autonómico tiene mucho que ver con la tercera vía que usted señala, y aquí de nuevo cabe preguntarse qué ha ido mal o qué no ha funcionado. ¿Se trata acaso de un conflicto entre elites u oligarquías?

La democracia limita bastante el margen que tiene un gobierno para hacer cosas

Está claro que democracia limita bastante el margen que tiene un gobierno para hacer cosas como las que propone Maquiavelo. Arruinar deliberadamente una de las llamadas nacionalidades históricas como Cataluña o tratar de convertirla en una colonia no forman parte de lo que sensatamente podría intentar hacer un gobierno del Estado. Como bien dice, el modelo autonómico tiene más que ver con la tercera vía, pero no excluye las conocidas discusiones sobre el déficit fiscal ni el efecto que las distintas olas migratorias hayan podido tener sobre la identidad nacional y la importancia que se le concede.

El problema con Cataluña es, por lo tanto, y fundamentalmente, un problema sobre en qué pueda consistir este “dejarlas vivir con sus propias leyes” del que habla Maquiavelo. Sobre qué grado de autonomía se considera compatible y conveniente con aquellos intereses por los que debe velar el Estado.

Pero, además, al hablar sobre esta tercera vía para mantener a las oligarquías como aliadas se suelen invocar pactos evidentemente secretísimos entre élites del Estado y elites autonómicas para tolerar unas ciertas prácticas a cambio de una cierta tarea de apaciguamiento nacional. Desconfío de este tipo de discursos, y entiendo además que esta no sería la única forma de favorecer una oligarquía que, al sentirse bien tratada o reconocida por el poder político central, no vería ni necesario ni conveniente emprender aventuras rupturistas. Esta oligarquía no es, por supuesto, exclusivamente política, pero es también política. Y el conflicto que tenemos planteado no es exclusivamente un conflicto entre elites u oligarquías, pero también lo es. A pesar de la retórica popular e incluso populista de algunos dirigentes independentistas, según los cuales sería el pueblo quien habría iniciado el llamado “procés”, me parece evidente que este empezó por unas decisiones muy personales de unas personas muy concretas tanto dentro como fuera del gobierno de la Generalitat; desde la política pero también desde el periodismo y desde el mundo económico y empresarial. Más allá de la validez de las razones que estas elites puedan esgrimir para sentirse maltratadas, siguiendo a Maquiavelo deberíamos decir que cuando estas elites dan el paso es que no se ha sabido como favorecerlas o atemorizarlas.

Los líderes al frente del procés catalán han intentado situar el conflicto en el campo de la democracia radical, bajo la fórmula del “dret a decidir”. En realidad, parece una reformulación postmoderna del concepto de revolución. Mi pregunta es: ¿cuánta democracia puede resistir un país? O, propiamente, ¿dónde establecer los límites a la democracia si que hay establecer alguno, por supuesto?

Para empezar por el final de la pregunta, creo que los únicos límites a la democracia tienen que ser los derechos individuales. Para entendernos, el derecho a la vida, la propiedad y la libertad. Estos derechos son los únicos que entiendo que deben quedar fuera del ámbito de la discusión democrática. Así que, si aceptamos esto, la cuestión ya no puede ser “cuánta democracia”, porque es toda la que queda. El problema del “dret a decidir” o de la democracia radical es que no tratan tanto de cómo gobernarse sino de quién se gobierna. Es decir, tratan de algo previo a la democracia misma, al menos en un sentido conceptual, como es el demos. Para entendernos, si la democracia es el gobierno del pueblo, antes de hablar de un gobierno democrático tenemos que saber quién es el pueblo que se gobierna democráticamente. Cómo se constituye ese pueblo es un problema muy difícil de aclarar teóricamente, porque lo cierto es que por todos lados vemos pueblos ya establecidos como tales por la fuerza bruta de la historia. Pero esto es precisamente lo que plantea el secesionismo y a lo que se refiere con expresiones como “dret a decidir” o radicalidad democrática, que apuntan hacia una forma alternativa de establecer un nuevo pueblo soberano, un nuevo sujeto político, mediante un proceso de votación y no mediante un proceso violento o, en cierto sentido, revolucionario.

De hecho, una de las fuerzas principales del independentismo es su atractivo para votantes tradicionalmente centristas hasta por vocación o incluso conservadores, que esperan que la independencia no cambie en lo fundamental la estructura de la sociedad.

Podríamos establecer alguna diferencia entre estos dos conceptos que, aunque algo forzada, sería quizás interesante porque apunta a dos maneras de entender el “procés” y la política misma. Entiendo que el “dret a decidir” no es nada más que una versión del derecho de autodeterminación de los pueblos y que presupone, por lo tanto, la existencia de un pueblo o demos catalán que tendría derecho a decidir si quiere o no seguir formando parte de España. Otra manera de entenderlo, que asocio al discurso sobre la radicalidad democrática o con algunos de los que lo sostienen, es el que viene a defender que cualquier grupo de gente puede, si así lo desea, establecerse como comunidad política independiente, autogobernarse y dotarse, por lo tanto, de sus propias leyes. En este sentido, el discurso que incide en la radicalidad democrática no necesita presuponer la existencia de un pueblo con determinados derechos y, tomado en serio, implicaría por ejemplo que no tendría sentido que una Cataluña independiente pretendiese ser indisoluble como no debería pretenderlo España.

Por otro lado, quienes desde dentro del independentismo hablan de revolución lo hacen para añadir algo a este proceso, que es una subversión del orden social. Pero no creo que el derecho a decidir sea por si mismo un sinónimo o una versión posmoderna, como decía usted, del concepto de revolución porque creo que los dos conceptos apuntan a realidades o procesos distintos.

En un pasaje del libro, usted cita el ejemplo de Pedro Sánchez, “que quiso copiar los modos y discursos de sus nuevos adversarios populistas, pero sin sus excesos y a quien, por así hacerlo, se le rebeló el partido entero, lo que no nació más que de su excesiva afabilidad, de su falta de carácter y de crueldad”. Pero lo interesante de este caso es que luego revirtió y Sánchez de nuevo lidera el PSOE acercándose a los discursos populistas. ¿Qué lección política nos deja este episodio?

El caso de Pedro Sánchez es muy interesante. Cuando escribí esto, Pedro Sánchez parecía un cadáver político que había iniciado una especie de marcha fúnebre por los pueblos de España para llorar su propia muerte. Lo que sucedió después parece demostrar que algo ha aprendido Pedro Sánchez de su derrota y ha dado muestras, por ejemplo, de ser capaz de ejercer la crueldad para con los propios, que es la que verdaderamente cuenta. Creo que una de las lecciones políticas que nos deja este episodio es que la gente, en este caso los votantes del PSOE, valora el liderazgo y valora a los políticos que parecen saber lo que quieren y se atreven a defender lo que creen que es bueno y necesario incluso, o quizás especialmente, cuando aparentemente su posición no es la más popular. Creo que esta es, hecho, una de las lecciones que el populismo de Podemos y el liderazgo de Pablo Iglesias nos había enseñado; la gente valora a los políticos que no se avergüenzan de su afán de poder y que están dispuestos a dar la cara por sus convicciones, por extrañas o peligrosas que parezcan. En los últimos años se ha hablado mucho de nuevos liderazgos y de una especie de feminización de la política que, de algún modo, pretendía incidir en la importancia de líderes que escuchen y deliberen. Esto ha tenido, creo, mucho que ver con la emergencia de las redes sociales y con un cierto desprestigio de las élites a raíz de la crisis que llevaba a pensar que la democracia representativa no era auténtica democracia y que una democracia más delibertiva y, por así decirlo, horizontal, era más y mejor democracia. Pero estos últimos tiempos hemos visto surgir, incluso de entre los que sostienen este discurso, unos hiperliderzgos que se parecen muy mucho a concepciones del poder político como las de Maquiavelo.

Algo que hay que recordar, a pesar de todo, es que estas virtudes en el sentido maquiavélico que parecían faltarle a Pedro Sánchez y en las que ahora se va ejercitando con mayor soltura son condición necesaria pero no suficiente para poder alcanzar el poder y, con él, la gloria. Está por ver si después de recuperar el liderazgo es capaz de llegar a gobernar España y es capaz de hacerlo bien.

Volviendo a Rajoy, a quien usted dedica el libro. ¿Hay más en él de Burke o de Maquiavelo? ¿Y a cuál de los dos necesitamos más?

Esta es una pregunta muy difícil de responder por varios motivos. El primero es que lo más determinante de Rajoy en particular y de los políticos en general es lo que no vemos. Eso nos hace pensar que él y la mayoría de políticos que han tenido éxito, que han alcanzado el poder, son los más dotados de estas terribles virtudes de las que habla Maquiavelo. Y, al proceder de este modo, parece que maquiavélico se convierta en un término válido para referirse a cualquier dirigente de cualquier país o régimen político. Sabemos que esto no es y no puede ser así, pero es muy difícil evaluar las auténticas cualidades de nuestros gobernantes porque, precisamente, una de estas cualidades es la de saber escondernos su verdadera naturaleza. El caso de Rajoy me parece paradigmático porque parece ser un hombre de lo más corriente, incluso hay quien dice que de lo más vulgar, y sin ninguna virtud política especial pero, en cambio, ha logrado alcanzar el poder y mantenerse en él en circunstancias muy difíciles y contra todo pronóstico. O es el hombre más afortunado del mundo, o alguna importante virtud oculta debe tener.

Volviendo a la pregunta, es también difícil de responder, al menos para mi, porque es difícil comparar directamente las filosofías de dos pensadores como Burke y Maquiavelo. Y, para que no parezca que me escapo de responder, me limitaré a decir que tanto el uno como el otro son pensadores, no políticos, y que Rajoy es un político y no parece precisamente un político demasiado interesado en cuestiones teóricas o ideológicas. En este sentido, parece un conservador, como Burke, pero ya hemos visto que le suponemos virtudes maquiavélicas y sabemos, además, que tampoco Maquiavelo era muy partidario de que los gobernantes perdiesen el tiempo construyendo o contemplando castillos en el aire. La cuestión principal en esta comparación, me parece a mi, es que Maquiavelo y Burke, como grandes filósofos que son, nos dan algunas claves para tratar de observar la realidad política, pero ninguna realidad se agota en estas observaciones. Me parece que Rajoy sirve constantemente como recordatorio de los límites de la teoría para comprender la realidad política.

Sobre si necesitamos más a Burke o a Maquiavelo tampoco sabría responder con rotundidad. Creo que necesitamos a los dos y a todos los grandes que seamos capaces de encontrar, entender y estudiar porque, a pesar de que su lectura y su estudio no sean suficientes para entender plenamente la realidad política, está claro que sin ellas nuestra comprensión de estos asuntos es mucho peor de lo que podría ser. Aunque parezca paradójico o contradictorio, lo que realmente necesitamos en el ámbito de la política es menos teoría y más buenos políticos que puedan servir de ejemplo a la sociedad y a sus propios colegas. Son ellos, y no los filósofos, quienes más poder tienen para mejorar o empeorar las cosas.

Para terminar, dos últimas preguntas: la primera versa sobre la postverdad. ¿La podemos considerar una virtud maquiavélica?

La virtud maquiavélica sería la de la noble mentira; la de aquella mentira, engaño u ocultación que sirve para mejorar la vida de la ciudad y de sus gentes. Pero creo que la postverdad es toda otra cosa y que no tiene tanto que ver con las virtudes del político sino con los defectos del ciudadano. Un político que miente no es un político que viva instalado en la postverdad, sino un político que miente. Y me parece que lo verdaderamente interesante o novedoso que pueda señalar un término como la postverdad es la indiferencia que eso produce en una sociedad que es capaz, al mismo tiempo, de salir a la calle con pancartas y megáfonos a exigir que no nos engañen. La postverdad no se tiene, en la postverdad se está. Y yo creo que esta postverdad en la que supuestamente estamos ahora instalados no es más que la vieja indiferencia de siempre de la mayoría de nosotros por los hechos y por el debate de ideas. Hablar de postverdad sirve más para poner en evidencia nuestra sorpresa antes este hecho tan natural que para señalar algún cambio sustancial en nuestro mundo o en nuestra política. Creo que pone en evidencia un exceso de fe en la razón, que se había visto reforzado de nuevo en los últimos años por la emergencia de internet, las redes sociales y lo que incluso vino a llamarse política 2.0, donde se suponía que, por el simple hecho de tener toda la información al alcance de la mano, todo el mundo estaría al fin informado e interesado en dedicar su tiempo al debate racional de ideas.

-Y la segunda: en una de sus cartas, Maquiavelo reflexiona sobre el placer y la necesidad de leer los grandes libros. “Aprender leyendo” es un lema que también hizo suyo Leo Strauss. La lectura detenida de los clásicos se diría que atenta contra los principios de la “vulgata moderna”. ¿Por qué regresar a los clásicos? ¿Por qué ponerse las mejores galas para convivir y dialogar con los muertos?

Los clásicos son de gran utilidad para enriquecer nuestra mirada sobre los asuntos humanos

Como decía ahora, creo que esos libros a los que llamamos clásicos son de gran utilidad para enriquecer nuestra mirada sobre los asuntos humanos y, en el caso que nos ocupa, políticos. Los clásicos son aquellos libros que han superado la prueba del tiempo y, como suele decirse, son clásicos porque siempre son de actualidad. Una idea de Strauss que me gusta mucho y que atenta, efectivamente, contra los principios de la “vulgata moderna” es que los clásicos son importantes porque saben cosas que nosotros hemos olvidado. Decimos que atenta contra la “vulgata moderna” porque esta nos hace creer que algo, por el simple hecho de venir después, es mejor. Es el progresismo presentado en su forma más evidentemente ridícula, pero que a pesar de su evidente ridiculez suele guiar nuestras reflexiones y lecturas. Lo que encontramos en clásicos como Maquiavelo son cosas como las que comentábamos ahora sobre Pedro Sánchez o sobre la postverdad. Vemos que nos sorprendemos de el retorno del liderazgo o la indiferencia respecto a montones de hechos que pueden ser de primerísima importancia para el orden social y para nuestras vidas, pero en casos como estos lo sorprendente no es  la realidad sino nuestra propia sorpresa. Lo que vemos es que habíamos olvidado lecciones que teníamos al alcance de la mano, a veces incluso en nuestras estanterías, y que simplemente no habíamos leído por lo que sea o no habíamos entendido bien o habíamos olvidado por no pensar detenidamente en ellas. Contra la “vulgata moderna”, según la cual por haber llegado después sabemos más sobre los clásicos de lo que ellos sabían sobre si mismos, yo creo con Maquiavelo que hay que dialogar con los muertos porque ellos saben más de nosotros que nosotros mismos. Y hay que hacerlo, como bien dice Maquiavelo, vestidos con las mejores galas, porque una de las lecciones de los clásicos es que, a pesar de escribir con mucha mayor claridad y sencillez que nuestros politólogos, sus enseñanzas no son fáciles de aprender.

No podemos leer estos textos como leemos el periódico porque las lecciones que esconden necesitan de toda nuestra atención y dedicación para ser aprendidas. La utilidad de este ejercicio no siempre es evidente, pero sospecho que el placer de este “aprender leyendo”, de esta “lectura lenta” que receta Strauss, es de aquellos que justifican una vida.

Licenciado en Derecho. Columnista, crítico literario y asesor editorial.