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La palabra frontera viene de la voz latina frons, de la que también deriva frente: el lugar donde se traba la batalla. Quizá de ahí proceda la tendencia a identificar frontera con frente, el término de la jurisdicción de nuestro Estado con el lugar donde termina la seguridad y la guerra se desata. “¡No puedo esperar a mañana a ver a los ingleses en la frontera!” exclama ardiente Juana de Arco en el Misterio del Sitio de Orleans. Si bien a veces no es ya enemigo conocido, sino el puro horror por conocer lo que aguarda y acecha: hic sunt dracones –aquí hay dragones es el lema que designaba en los mapas antiguos las regiones inexploradas más allá de las vías balizadas.

 Hoy en el mundo no queda un palmo de tierra sin cartografiar, pero siguen existiendo dragones dispuestos a agredirnos. Hemos aprendido con dolor que están lejos de ser animales mitológicos: pueden matar y matarnos. Europa, en consecuencia, vuelve angustiada la mirada a sus fronteras. Pero que la amenaza sea real y no imaginaria no significa que no podamos situarla en el lugar erróneo. O distorsionarla. Menudea un tipo de análisis tremendista que anuncia –a veces se diría de manera satisfecha– que nuestra civilización está a pique de fenecer. Es el síndrome de las invasiones bárbaras: se acerca un nuevo 476 con el Islam en el papel de Odoacro, el caudillo germano que depuso al último emperador romano de Occidente. Todo por no haber defendido con eficacia nuestro limes, que debe ser poblado de nuevo y urgentemente con resueltos y fornidos centuriones. Y ni siquiera es claro que tengamos aún alguna baza que jugar y la suerte no esté echada: con la anuencia de emperadores tarados, centinelas de brazos caídos, han franqueado ya el paso a un contingente tal de bárbaros como para haber emasculado, corrompido y extirpado el carácter y valores que eran nuestro baluarte.

 Se dirá que incurro en parodia, pero no han faltado insignes historiadores que tras la segunda matanza de París el año pasado se han aprestado a informarnos de «parecidos extraordinarios»entre la caída del Imperio Romano y la actual coyuntura europea. El oportunismo de esta comparación causa sonrojo. Para empezar, no diría que nuestras centurias lo estén haciendo tan mal: la gran mayoría de atentados planeados por yihadistas han sido frustrados. Pero es que además, las fronteras romanas no eran como esa pared altísima, negra y hermética que ha popularizado una fantasiosa serie de televisión. En la muralla de Adriano, en la que se inspira, y que marcaba el límite septentrional del Imperio, los arqueólogos han hallado múltiples garitas y pasos. La situación no era distinta a lo largo del Rin y del Danubio. Toda frontera es, sin duda, un dispositivo defensivo, pero al mismo tiempo un instrumento para regular el tráfico, no para obturarlo.

 Por lo demás, a los lectores de Gibbon que creen estar presenciando la decadencia y caída de su modo de vida se les debería recordar que el Imperio Romano fue, a lo largo de su existencia, también en sus momentos álgidos, una comunidad multiétnica. Incluso desaparecida, Roma conservó su capacidad de socialización, como prueba que fueran las tribus bárbaras los que en gran medida se latinizaran, y no los latinos los que adoptaron las costumbres norteñas. La crisis tardoimperial no fue súbita sino prolongada; influyó el desgobierno y el colapso de la economía; los historiadores no se ponen de acuerdo en si las migraciones bárbaras fueron su causa o consecuencia.

 Los severos realistas que sufren un ataque de milenarismo encuentran un blanco fácil en otra postura igualmente irreflexiva: un idealismo soñador que hasta hace poco pedía el desmantelamiento de toda frontera, concebida como un artefacto opresivo y contrario al progreso de los pueblos. La realidad es algo más compleja. Al delimitar el marco geográfico en que podemos ejercer los derechos, las fronteras son también un elemento configurador de nuestra ciudadanía. Nos dan libertad, al precio de acotarla. Pero esa misma libertad y el creciente cosmopolitismo de nuestras sociedades empuja los límites, y aprendidas las ventajas de la convivencia, procuramos que el espacio seguro que encierran sea cada vez más amplio. Allí donde nos hemos acostumbrado a no tenerlas, sentiríamos su reinstauración como un grillete en un tobillo que creíamos libre. Pero, por más que queramos que el territorio de nuestra ciudadanía sea espacioso y oxigenado, es difícil de concebir un mundo sin fronteras. Entre otras razones, porque una frontera bien guardada es también la condición de posibilidad que tiene un territorio de erigirse en un refugio para otros. Como recuerda Olivier Brachet, fundador del Forum Refugiés para la defensa del derecho de asilo, no hay hospitalidad sin frontera. (En otras palabras: ¿a dónde podríamos huir si el mundo consistiera en una única jurisdicción?).

 Esperemos que la corriente central de la opinión pública europea logre esquivar estos dos extremos irreflexivos. Europa sabrá defenderse. Defender Europa supone no volver a tener nunca más fronteras interiores. Si retornan las viejas aduanas, Europa volverá a ser un mero concepto geográfico y no la comunidad moral que hemos forjado a lo largo de 50 años. Será la desmoralizante constatación de que los europeos no podemos hacer frente juntos a los desafíos de nuestra seguridad y no tardarían en volver viejos recelos y disputas. Defender Europa pasa también por tener una frontera exterior bien guardada, una frontera inteligente que, al modo de una membrana selectivamente permeable, sepa a quien franquear el paso y a quien denegarlo. No un fortín, sino una interfaz sensible a lo ocurre en el exterior. Si se trata de personas en busca de refugio, debemos saber con agilidad a dónde cabe dirigirlos y estar en condiciones de hacerlo dignamente. Todo eso va a requerir una gestión cada vez más comunitaria de los pasos, una inversión notable en recursos humanos y técnicos y posiblemente un manejo centralizado de la información. Pero sobre todo, requiere una inmensa labor de pedagogía política. Los líderes europeos deben hacer comprender a los ciudadanos –tanto como los ciudadanos concernidos deben hacer comprender a sus líderes políticos– que en nuestro caso el frente no está tanto en la frontera, como en los barrios y en las escuelas. Es allí donde se despliega el proyecto de socialización en los dos valores fundamentales que hará de los recién llegados nuevos europeos: el de la igualdad ciudadana y la libertad personal. Ni siquiera eso nos hará invulnerables, porque el mal terrorista tiene elementos quizá insondables, pero no consintamos que nos atemoricen con cuentos de decadencia y caída.