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Escribió Ernest Hemingway que “París no se acaba nunca”, y lo escribió, paradójicamente, cuando París ya había acabado para él, cuando París no era más que un recuerdo de juventud. Y los lectores, en una de las tantas ironías de la historia literaria,  leyeron esa frase, con la que finaliza París era una fiesta, cuando no sólo aquel París se había agotado, sino también cuando el propio autor había decidido poner fin a su propia vida. Ni Hemingway ni su París existían más y, sin embargo, aquellas cinco palabras no hacían más que revivir el mito de la capital francesa, convirtiéndose en epíteto involuntario de una ciudad que estaba destinada a trascender su mero carácter de escenario urbano, incluso dejar de se un simple destinto de formación para escritores y aspirantes artistas, para convertirse en relato literario de referencia. De la misma manera que Rodrigo Fresán afirma que la literatura argentina tiene sus raíces en la biblioteca, puede decirse que gran parte de la literatura y, también, de la cinematografía del siglo XX hunden sus raíces en París: de Sarmiento a Pla, de Hemingway a Calvino, de Santiago Rusiñol a Bertolucci, de Vila-Matas hasta Chirbes, con su novela póstuma Paris-Austerlitz, pasando indudablemente por Sebald o Vargas Llosa.  Estos son sólo algunos nombres, meras referencias absolutamente indicativas e insuficientes para recorrer la trayectoria del relato-París en la historia literaria, trayectoria imposible de ilustrar en pocas páginas y cuya inagotabilidad es sólo comparable con la aparente inagotabilidad de la propia capital francesa. Y decimos “aparente” porque es precisamente acerca del posible agotamiento de París como tema literario sobre lo que nos queremos interrogar. ¿Es todavía posible escribir sobre París? La pregunta, así formulada, puede parecer del todo banal, pues no sólo la última y espléndida novela de Chirbes demostraría lo contrario, sino que todavía hoy París sigue estando presente en la narrativa castellana: si por una parte Giralt-Torrente opta por esta ciudad como título de una de sus novelas, por otra parte Marta Sanz elige precisamente esta ciudad como lugar de residencia del protagonista de su última novela, Farándula, Premio Herralde 2015. Asimismo, desde otra perspectiva, el periodista y escritor Máxim Huerta ha recurrido a París como escenario de dos de sus más recientes trabajos o la ilustradora Paula Bonet que, en su más que recomendable trabajo 813 Truffaut, realiza una personal e interesante lectura de la obra del director de los 400 coups.  De ahí que la pregunta inicial sobre si es todavía posible escribir sobre París pueda resultar irrelevante, sin embargo el acento no debe ponserse tanto en la ciudad como en el verbo, pues ¿qué quiere decir escribir sobre París?

 Escribir sobre el relato-París, en efecto, no es utilizar la ciudad francesa como escenario para la trama y, menos todavía, es hacer de esta ciudad, como tantas veces se observa en las más insustanciales obras de creación, una postal tan inverosímil como topificada –tómese como ejemplo de ello, Midnight in París, donde Woody Allen alardea con superficialidad inaudita de tópicos. Y, de hecho, de la misma manera que el acento debe recaer en el verbo “escribir” y no en la ciudad, debe cambiarse la preposición, puesto que no se trata de escribir “sobre”, sino de escribir “a partir de”. Retomando las palabras de Fresán, escribir a partir del relato–París es escribir a partir de una tradición literaria, a partir de un conjunto de relatos recibidos a los que el autor contemporáneo se enfrenta en una reescritura que, como bien señala Bloom en La angustia de las influencias, debe implicar un movimiento de desviación–clinamen, según  el término utilizado por el propio Bloom y tomado de Lucrecio: aquel proceso que lleva al poeta fuerte a desviarse de su precursor, es la mala lectura ejecutada por el poeta fuerte, una mala lectura necesaria en tanto que revisionismo intelectual que conlleva una corrección creadora. Y es precisamente en la novela pseudo-autobiográfica de Enrique Vila-Matas, París no se acaba nunca, donde encontramos el más claro e interesante ejemplo de corrección creadora con respecto al relato-París:

 “Yo pasaba a veces, al atardecer, por delante de aquella casa de la rue de Fleures y deseaba que hacerlo me trajera suerte. No me la trajo nunca, al menos mientras permanecí en París, de modo que este agosto, cuando fui de nuevo a ver la casa talismán, miré la placa conmemorativa, pensé en Gertrude Stein y en la suerte que no me dio y en el miedo que me daba en otro tiempo que su espíritu descubriera mis modestas conexiones con Joyce”.

 Escrito en primera persona, como relato retrospectivo de sus años de formación en París, Vila-Matas (se) narra a través de la repetición paródica del joven Hemingway que, décadas antes, había escrito –poco importa a nivel literario la referencialidad exacta con la realidad- sus experiencias como joven escritor y periodista en París. Demostrando en parte aquello que Karl Marx afirma en las primeras líneas de El 18 Brumario de Luis Bonaparte “La historia se repite dos veces. La primera como tragedia, la segunda como farsa”–, Vila-Matas convierte su relato en una reescritura irónica del texto hemingwayiano: el gesto irónico define París no se acaba nunca, un gesto que revela la farsa y la impostada simulación de la repetición y, por tanto, el carácter retórico de la experiencia narrada. Como se observa en el fragmento, el yo narrativo realiza el mismo recorrido que en su día realizó narrativamente Hemingway, un recorrido por rue de Fleurus hasta alcanzar la casa de Gertrude Stein, donde el yo vila-matiano constata la ausencia de suerte que dicho ritual le da. A diferencia de lo que sucede ap Hemingway, Stein no es un talismán para Vila-Matas, pero ¿acaso podría serlo? Nada quedaba en aquella rue de Fleurus de la autora norteamericana, tan solo un edificio y una placa conmemorativa; solamente el relato, la narración de Hemingway, inscribe en aquella calle la presencia de Stein, la inscribe desde el artificio literario y, consecuentemente, desde la ficción: en este sentido, Stein es un personaje literario de Hemingway, como también lo es la Margarite Duras de París no se acaba nunca.  Y es precisamente desde ese mismo artificio hemingwayiano que Vila-Matas, realizando esa desviación mencionada por Bloom, escribe su narración. El gesto irónico vila-matiano es, en este sentido, la expresión del artificio propio de todo ejercicio literario, es la inscripción del autor barcelonés no en París como escenario, sino en un marco narrativo en el que la ironía se convierte en el punto de fuga. No en vano, en 1965, Eduardo Caballero Calderón realizaba un gesto similar al de Vila-Matas es su olvidadísima novela, afortunadamente recuperada por Ediciones del viento, El buen salvaje. Leída actualmente en relación a Los detectives salvajes –Bolaño ha comenzado a crear sus propios precursores–, la novela de Caballero Calderón es un relato paródico del París literario, un relato en el que confluyen autores cronológicamente distantes como Victor Hugo y Gide, Proust y Balzac, entre otros. Caballero Calderón recurre a la parodia, que bien podría definirse como la expresión más explícita y humorísticamente extrema de la ironía, para narrar las aventuras de un joven escritor hispanoamericano en la capital francesa. El gesto de Caballero Calderón dialoga con el gesto vila-matiano; asimismo, tanto el escritor hispanoamericano como el barcelonés recurren a la figura del escritor como protagonista de la novela, una figura que, como posteriormente también hará Bolaño y más recientemente Fresán, se convierte en un segundo giro irónico en la inscripción de la literatura en la tradición. La figura del escritor se convierte en metáfora del acto de escritura, es decir, en el movimiento de desviación que determina la historia literaria que, lejos de ser un recorrido dialécticamente lineal, adquiere –el paralelismo borgesiano entre biblioteca y laberinto es al respecto lúcido– una (des)estructura en espiral.

 La pregunta que se plantea ahora es si la ironía ha acabado por agotar París o si, por el contrario, como bien había comprobado Perec frente a la Plaza de Saint-Sulpice, todo intento de agotar París queda irremediablemente en un intento. Y si bien es cierto que, como dice Giralt Torrente, para la generación nacida a partir de los setenta “nuestro Paris era Londres o Nueva York”, la capital francesa, considerada como hasta ahora como relato, no es substituida, sino que sigue situada en el centro, como un inevitable lugar de paso, como aquel poeta fuerte al que todo joven poeta debe enfrentarse. “Paris era el recuerdo de la experiencia transmitida, pocas veces apetecida” añade Giralt Torrente, en cuya novela, Paris, la ciudad, si bien una ciudad ausente, se convierte en el correlato metafórico del vacío en torno al cual gravita la trama y en torno al cual se organiza el desarrollo formativo, casi como si se tratara de una novela de formación, del protagonista. El carácter correlativo de París, que bien podría leerse como correlato objetivo a partir de las teorizaciones de T.S. Eliot o de la poética de Eugenio Montale –en concreto Ossi di seppia– puede considerarse el nuevo giro de desviación narrativa: París no se ha agotado, pero el gesto irónico parece haber llegado a una calle sin salida. Si ironizar la ironía resultaría una negación de la propia ironía, la repetición del modelo narrativo del relato-París tal y como lo ha concebido Vila-Matas no sería más que un ejercicio manierístico, un ejercicio que, regresando siempre a la teoría bloomiana, hace permanecer al autor joven bajo la sombra del poeta fuerte al ser incapaz aquel de transgredir, es decir, del movimiento de desviación y, por tanto, de la verdadera creación literaria. Por ello, resulta interesante el caso de Giralt-Torrente y, sobre todo, la novela póstuma de Rafael Chirbes, en la que se encuentra un ejercicio similar al que se observa en Giralt-Torrente, pero llevado al extremo.

 “Cambió mi relación con la ciudad que, hasta poco antes, me pareció bella –ah, ninguna en el mundo como París–, y de la que había esperado tantas cosas. Como en esas escrituras trazadas con tinta simpática que se revelan por efecto de un reactivo, no podía moverme por París sin que se me apareciese una ciudad paralela, que para buena parte de sus habitantes y para los turistas resulta invisible, laberinto de comisarías, juzgados, instituciones de caridad, hospitales públicos y morgues”

 Chirbes no solamente se desplaza del centro, Paris-Austerlitz no es solamente Vincennes o el Hospital de Saint-Louis, tampoco es solamente el bainleau, sino que París-Austerlitz es una novela en la que desaparece “la escritura simpática” en pos de una experiencia vital que bien podría definirse como un viaje al centro de la noche de la destrucción individual. El joven pintor protagonista no es el enésimo artista que llega a París, Chirbes al desplazarse del mapa “tradicional” de París se desplaza también de su relato: la ciudad paralela a la que se refiere el narrador es la experiencia paralela que es narrada. La ciudad no es el escenario sino la expresión figurada de la experiencia vivida, es la exteriorización del yo narrador: la invisibilidad del protagonista es la invisibilidad de la experiencia vivida, de ese proceso de autodestrucción mutua, entre el protagonista y su amante, Michel. La ciudad invisible que descubre Chirbes es la invisibilidad de la íntima autodestrucción, de ese viaje a un abismo del que no parece haber fin, y también la invisibilidad del Sida que comienza a aparecer, todavía sin nombre y sin explicación, ante la más completa indiferencia de un mundo –esa otra ciudad– paralelo. El gesto llevado a cabo por Chirbes remite al proyecto narrativo de Elvira Navarro; sin querer establecer un paralelismo claro entre ambos autores, sí es posible observar como el tratamiento de París por parte de Chirbes dialoga con el tratamiento que Navarro realiza de Madrid, ya sea en narrativa ya sea en crónica periodística. Periferia es el título del blog de Navarro donde, a modo de work in progress, comenzó su experimentación en torno a Madrid y periférico es también el Paris de Chirbes; sin embargo, lo relevante no es tanto el mapa sino el valor que la descentralización con respecto del mismo supone. En efecto, la descentralización geográfica es la descentralización narrativa, es imagen, reflejo y metáfora de aquel movimiento de desviación afirmado por Bloom.

 París no se ha agotado, puede que incluso esta no sea la verdadera cuestión. Al fin y al cabo, ni tan siquiera dos intentos sirvieron a Vila-Matas para agotar la pequeña plaza Rovira. La cuestión, una vez más, vuelve a ser “escribir a partir de París”, la cuestión es cómo relacionarse narrativamente con este relato. Vila-Matas y Chirbes entendieron que París no era una ciudad, sino un texto previo, un precursor tan deseado como inevitable, con el cual no hay enfrentamiento ni rechazo, sino diálogo. Y el diálogo en literatura, al menos en la literatura que merece cada una de las letras de la palabra, es siempre misreading, un ejercicio de mala lectura que opone a cada obra su reflejo inexacto. En la lectura imprecisa, desviada, en la lectura autónoma, infiel y, en cierto modo irreverente, reside, como diría Bloom, la “corrección creadora”. París no se ha agotado, más bien París agota a los narradores. Pocos –Vila-Matas, Chirbes e, incluso, el propio Giralt Torrente– son aquellos que, como la Plaza Saint-Sulplice, resisten a su agotamiento y resisten precisamente huyendo del París ya escrito para escribir uno nuevo.

Anna Maria Iglesia (1986) es licenciada en filología italiana y en Teoría de la literatura y literatura comparada; Máster en Teoría de la literatura y literatura comparada por la Universidad de Barcelona. Es colaboradora habitual de El Asombrario, El Confidencial, Letras Libres, The Objective, Llanuras o Altair.