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—Toque más alto ese pasaje.

—¿Disculpe?

—Ese pasaje, que lo toque más fuerte.

—Perdone, maestro, me va a disculpar, pero en la partitura está marcado con piano y piannisimo.

—Bueno, hágame caso, yo le digo que así suena muchísimo mejor.

Y era verdad. Cuando lo escuchó al volver a tocarlo, se dio cuenta de que el viejo maestro tenía razón. Aquel pasaje, que al piano podía funcionar si se tocaba más bajo, adquiría otra envergadura cuando emanaba por primera vez de aquel foso, el del sagrado Teatro de la Scala de Milán, arropado por el manto cálido de la orquesta. Arturo Toscanini, segundo violonchelo de aquella formación, podría haberse quedado petrificado cuando el mismo compositor en persona de la obra se dirigió a él. Pero apenas reparó en que estaba ante el mismísimo Giuseppe Verdi cuando intentaba justificar por qué había tocado esos compases de aquella forma.

Seis años después, aquel joven que apenas superaba la veintena, se subió a un podio para dirigir aquella misma obra. Conservaba recuerdos muy vivos de aquellos días. El estreno de Otello, después de dieciséis años de silencio, fue un éxito sin precedentes en la ciudad. Al compositor lo llevaron en volandas hasta el Gran Hotel y allí estuvieron jaleándolo toda la noche mientras cantaban algunos pasajes de la obra que acababan de escuchar. Aquel era el Verdi genuino, el que era capaz de embrujar una platea con sus melodías hondas y pegadizas, de las que no era fácil desprenderse durante los días posteriores. Detalles aquí y allá, como ese insignificante pasaje de La traviata, «Dammi tu forza, o cielo!», apenas una frase, apenas un acompañamiento sencillo de la cuerda, que sin embargo eran capaces de estremecer hasta el último rincón del teatro.

Toscanini se haría cargo de la Scala en el peor momento de su historia. Se convertía, de la noche a la mañana, en el director más joven de la historia del teatro, con apenas 31 años cumplidos. Alguien debió pensar que, en aquel momento de zozobra, bien valía el riesgo de cambiarlo todo con un director nuevo, que estuviera libre de la tradición anterior. Por aquel entonces, la orquesta del teatro no era permanente y la música estaba siempre supeditada a las voces, hasta el punto de que algunos cantantes tenían patente de corso para modificar las partituras a voluntad y permitirles un mayor lucimiento.

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Pero el nuevo director terminaría con todo aquello de raíz. Aquel joven, el mismo que tuvo la osadía de corregir al maestro Verdi en aquel mismo foso, empezaría a granjearse la enemistad de los compositores locales porque había decidido no conceder bises en las óperas más populares. Llegó a suspender una Norma después de un ensayo general porque no le gustaron los cantantes. Las interpretaciones eran sagradas y debían hacerse en un nivel óptimo de calidad musical y vocal, aunque eso acarreara disgustos y enfrentamientos. Y así sería toda su vida. Muchos lo recuerdan menudo y apocado mientras esperaba sentado en un banco del foyer, pero cuando entraba al teatro y se introducía en el foso, pasaba revista a sus huestes con la misma mirada que debió pasear Napoleón por el campo de batalla de Austerlitz. Para entonces, sin una sola palabra, ya había desatado el terror y había aguzado la tensión entre los músicos, que apenas tenían tiempo de mirarse entre sí para confortarse. Una vez, en un ensayo, se dio cuenta de que los metales habían entrado más tarde de lo debido al final de La bohème, de Puccini. Bajó los brazos y los músicos dejaron de tocar. «No puedo sino taparme la cara de vergüenza —dijo, mientras rompía ese silencio incómodo de los ensayos—. Después de lo que ha sucedido esta noche, mi vida se ha acabado. Ya no puedo mirar a nadie a la cara. Pero él, él —recalcó con vehemencia, mientras señalaba a uno de los músicos—, dormirá esta noche con su mujer, como si no hubiera pasado nada». Todo era hiperbólico y excesivo en él, y lo que no suscitaba una aquiescencia total provocaba en él la más furibunda reacción. Pero, en aquel momento, tras dos temporadas al frente del teatro milanés, había conseguido situar a la Scala como uno de los tres o cuatro mejores teatros del mundo, lugar que no ha abandonado desde entonces.

Pero la primera ópera que dirigió como nuevo director de la Scala no fue italiana. Tras dieciséis meses de clausura, había decidido reabrir el teatro con Los maestros cantores de Nüremberg, de Richard Wagner, en su versión íntegra. Era la primera vez que se hacía en toda Italia. Toscanini quería conciliar su predilección por Verdi con su pasión indisimulable por Wagner. Algo que, incluso hoy, doscientos años después del nacimiento de los dos compositores, se ve como una excentricidad, como si sus obras fueran irreconciliables. No deja de ser una ironía histórica que quien dirigirá el Réquiem durante el funeral de Verdi, se convertirá años después en el primer director extranjero que dirija en Bayreuth.

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Arturo Toscanini a su llegada a Berlín en 1929

El flechazo surgió en Parma, mientras cursaba estudios en el Conservatorio. Con diecisiete años pudo presenciar una función de Lohengrin. «Desde los primeros compases del preludio —recordará mucho después—, me invadieron unos sentimientos mágicos, sobrenaturales. Esas armonías celestiales me revelaron un nuevo mundo». Un año después de Los maestros cantores de Milán, visitará por primera vez el teatro de los Festivales de Bayreuth, en Baviera, que Luis II había financiado al compositor para que se escenificaran allí sus nuevos «dramas musicales». Wagner había revolucionado el concepto de la ópera tradicional desde Tristán e Isolda, y para su famosa tetralogía El anillo del nibelungo necesitaba de un recinto que pusiera en práctica alguna de las ideas que había puesto por escrito en su ensayo Ópera y drama. Se trataba de construir un teatro que no tuviera palcos ni balcones regios, sino que todos los espectadores estuvieran sentados a la misma altura, como en los anfiteatros griegos y romanos. La orquesta debía quedar oculta por un foso debajo del escenario y tras un panel que hacía invisible al director. Y, lo más importante, las luces del teatro debían permanecer apagadas durante toda la representación para que los espectadores pudieran concentrarse en lo que ocurría en escena, la mayoría de las veces durante varias horas de duración.

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Richard Wagner en París. Foto tomada en 1967

Toscanini se ganó también muchos enemigos por los teatros del mundo cuando insistía en mantener la sala a oscuras cuando dirigía Tristán. Si alguna vez, el teatro osaba contravenir sus indicaciones y encender la luz, era capaz de golpear con violencia la que tuviera más cercana como una clara advertencia. Como Wagner, concebía sus interpretaciones como una gesamkunstwerk, una obra de arte total, en la que todo debía encontrarse en un estado de tensión creativa, fraguada a través de largos y extenuantes ensayos. «Vuelvo ahora a casa —escribe en una carta de 1897 a su prometida— después de cuatro horas y cuarto de ensayos. Estoy muerto de cansancio. Empecé a las 10,30 de esta mañana ensayando el solo del tercer acto de Tristán con el solista de corno inglés; a las 11,30 comí a toda prisa un par de huevos y desde el mediodía ensayé solo con la orquesta; a las seis continué con los cantantes. En total, once horas de ensayos para tu pobre Arturo». Este frenesí lo mantendría hasta bien avanzada su edad, como si no concibiera una vida apacible. Cuando no dirigía, sus familiares lo recuerdan deprimido y alicaído, con la mirada perdida y ensimismada.

Arturo siempre fue un niño enfermizo y poca cosa. Era hijo de una familia obrera del barrio de Oltretorrente, en Parma. Su padre, Claudio, había estado enrolado en el ejército garibaldino y prefería el delirio de las charlas políticas en la plaza a su negocio como sastre, que terminaba atendiendo la madre. A los nueve años consigue una beca para estudiar música en el Conservatorio, situado al otro lado del río. Su madre jamás cruzaría el puente para ir a visitarle. En medio de todas aquellas carencias emocionales, Toscanini formó su personalidad hasta graduarse como violonchelista y composición con la máxima nota. Peleó con ferocidad contra las condiciones más adversas para conseguir lo que anhelaba en un lugar que le obligaba a dormir en colchones de paja y cenar pescado podrido. Una vez, en venganza contra un profesor, mató al gato que tenía su mujer y se lo comieron entre varios.

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Lápida conmemorativa en el Palacio Vendramin de Venecia

Así que cuando escuchaba en Italia que programaba demasiada ópera extranjera, o que un italiano como él no sabía dirigir a Wagner como lo hacía un alemán, siempre terminaba descendiendo al foso de la orquesta para desde allí conjurar a todos esos fantasmas y asaetearlos con su batuta, con toda la rabia de la que era capaz, para crear la obra más perfecta. Cuando eso ya no era suficiente, ponía tierra de por medio y se iba a alguna orquesta donde aceptaran todas sus exigencias. Conquistó Viena y Berlín en 1929, a donde fue con los cuerpos estables de la Scala para interpretar unas memorables funciones de cuatro óperas emblemáticas de Verdi: Falstaff, Rigoletto, Il trovatore y Aida. Un joven Herbert von Karajan recuerda con arrobamiento uno de aquellos acontecimientos en sus memorias. Al año siguiente, después de pelearse con la orquesta del festival y de detectar varios errores en las partituras durante los ensayos, obsequió a Bayreuth con Tannhäuser. Aquel verano moriría el hijo del compositor, Siegfried Wagner, su máximo valedor. Aún dirigirá un año más, pero por aquel entonces, Mussolini ya había decidido ponerlo en arresto domiciliario en Bolonia después de que llegaran a agredirle justo antes de un concierto. Se había negado demasiadas veces a dirigir Giovinezza, el himno fascista italiano. Era mayo de  1931. «Prefiero morir antes que dirigir en Italia», sentenció. Cuando Hitler llegó al poder en 1933 y le dirigió una carta para que fuera ese año a Bayreuth, tuvo que negarse, «y aquello fue el dolor más grande de mi vida».

Cabe preguntarse cómo se detiene un torrente así que, incluso superados los ochenta años, siga manteniendo sin mácula aquella tensión que dejaba caer sin cuidado alguno sobre los músicos que tenía delante. Ocurrió de repente. Un día, aquel volcán dejó de escupir fuego. Sucedió en mitad de un concierto. La orquesta de la NBC, hecha en especial para él con los mejores músicos que fueron capaces de encontrar, a donde había llegado en 1937, ve a su director detenerse, sin más señas que los brazos extendidos, en la parte final de la bacanal de Tannhäuser. Nunca había ocurrido una cosa semejante. Siempre había dirigido de memoria, en parte porque nunca pudo ver bien de cerca. El rostro que otras veces aparecía retador y altanero había mudado en un breve lapso de tiempo y se mostraba perdido, contrariado. Por fortuna, pudo recuperar el compás y continuó la obra hasta el final.

Hacía tiempo que la familia le había insistido en que dejara de dirigir, que tal frenesí no debía ser muy saludable para un corazón que cuidaba en secreto, con breves visitas a un cardiólogo de la Universidad de Columbia. Le había recetado unas pastillas para controlar su tensión, pero el maestro había comprobado que le adormilaban y lo mantenían al margen de un mundo del que seguía degustando sus placeres, como ocurría con cierta bailarina mucho más joven que él, que frecuentaba cada vez que podía. Al final, dejó de tomar aquellas pastillas en vista de los resultados y decidió lanzarse a tumba abierta por una vida que, para él, nunca mereció medias tintas.

El director de la NBC le recomendó otro tanto, asumiendo que sus años con aquella orquesta habían pasado. Visiblemente triste y decepcionado con lo que había ocurrido durante el concierto, firmó ese día el finiquito como director. Falstaff sería la ópera que más veces había dirigido en su vida y el preludio de Los maestros cantores, la pieza más interpretada en su etapa americana. Aún dirigiría un par de veces más, con resultados mucho mejores que los de aquella noche, pero el fin ya lo esperaba al fondo del trayecto. Sus problemas de salud se agravaron y resultaron definitivos. Apenas pudo dedicarse a editar muchas de las cientos de horas que la RCA, el sello discográfico que la NBC creó cuando le contrató, había grabado a lo largo de todos esos años. Apartado de un podio y una batuta, todo terminó un 17 de enero de 1957. Toscanini moría en su domicilio del Bronx neoyorquino de un derrame cerebral.

A Giuseppe Verdi se lo llevaron rápidamente a la habitación cuando se desplomó en uno de los salones del Gran Hotel de Milán. Aún agonizaría unos días más, durante los  cuales se esparció paja por toda la calle adyacente para que el ruido de los carruajes no molestara al maestro. El director del hotel colgaba cada día el parte médico en la puerta principal. Muchos le velaron por la noche y, aunque fue enterrado en la intimidad por deseo expreso suyo, un mes después se trasladó el féretro hasta su lugar actual, la casa de reposo para músicos que mandó construir a su muerte. En el cortejo que lo acompañaba, la orquesta y los coros de la Scala se unían a la muchedumbre en el canto de «Va, pensiero», el coro de los esclavos de su ópera Nabucco. En medio, el director del teatro, Arturo Toscanini, intentaba dirigir al conjunto.

Richard Wagner encuentra la muerte también de improviso cuando descansaba en su estancia del palacio Vendramin de Venecia. Había estrenado Parsifal el verano anterior y había decidido retirase a descansar a una ciudad a la que siempre acudirá en momentos decisivos de su vida. La primera vez será con el segundo acto de Tristán debajo del brazo. El poeta y escritor Franz Werfel publicará en 1924 La novela de la ópera, donde relata un encuentro imaginario entre Wagner y Verdi en la ciudad de los canales durante aquellos días de 1883. En esas páginas, los dos compositores llegan a cruzarse por la calle o en góndola. Ninguno de ellos se detiene. Cuando Verdi resuelve ir a visitarle, ese día Wagner muere. Después de diez años retirado en Sant’ Agata, apartado de la composición, deja Venecia en ese viaje irreal para disponerse a ultimar su siguiente ópera. Todos la esperan y Milán es un hervidero. En uno de los ensayos, nota que uno de los violonchelos suena demasiado suave. Cuando termina esa parte, se levanta y se aproxima con lentitud al foso de la orquesta. —Toque más alto ese pasaje.-

Periodista y crítico musical