Tiempo de lectura: 7 min.

Los viejos libros de teoría y de sociología política —los de los años setenta del siglo pasado— coincidían, desde perspectivas y enfoques distintos, en hacer de los partidos políticos uno de los pilares básicos de los regímenes políticos representativos, los únicos verdaderamente capaces de establecer estados de derecho.

Los partidos eran los actores principales del juego político. La debilidad o fortaleza de estos actores institucionales, su estructura interna, definían en buena parte al propio régimen. Las peculiaridades y características internas de los partidos estaban vinculadas con el sistema electoral. Los distritos uninominales: pequeñas porciones del electorado que eligen a un sólo representante, sitúan al elegido — e n la práctica— en el papel de defensor de la comarca, de la ciudad, del barrio… Ante ellos responde. Los partidos necesitan, en estos casos, líderes desde la base que sean capaces de ganarse a sus electores y no burócratas vendidos a la estructura de jefes y jefecillos «colocados» para pagar el porcentaje correspondiente.

Cuando el distrito es grande y nombra a una lista de representantes, esa inmediatez se diluye: todos representan a la provincia… y ninguno lo hace en el fondo. En España los llamaban en los años ochenta del siglo XX «diputados de llave». Sólo tenían que activar su presencia y apretar el botón del sí o el no, según indicara el jefe correspondiente ¡Y se equivocaban algunas veces! La lista cerrada es, además, un órdago de los partidos a la ciudadanía. Sólo puedes opinar cada cuatro años y cuando te toca: o esta lista, o la otra… o nada. Y todo jugador de mus sabe lo aburrido que es jugar siempre al órdago. No es extraño que la gente no quiera jugar y participe cada vez menos.

Que la política quede, en la práctica, en manos de los partidos no es, necesariamente, una cosa mala. Pero éstos deberían asumir una responsabilidad proporcional a tan enorme poder: si son los únicos actores serán igualmente los únicos responsables. Por eso, el funcionamiento interno de los partidos importa a toda la ciudadanía, y no sólo a sus afiliados. Sus dirigentes tienen esa enorme responsabilidad. Primero ante su electorado; pero también, no se olvide, ante el conjunto de la ciudadanía. En puridad, no hay cosas que puedan ser exclusivamente internas de un partido, porque todo lo que les afecta, influye en la sociedad que intentan estructurar. Los ejemplos en la historia de España no faltan.

El partido liberal y el conservador (liberal-fusionista y liberal-conservador) compartieron el poder entre 1876 y 1923. De manera exclusiva: en sus extremos quedaban (eso decían ellos al menos), la barbarie absolutista o la revolucionaria. Fueron incapaces de asumir las inquietudes emergentes de nuestra sociedad en los albores del siglo XX. No se percataron — o lo calificaron de revolucionario o disolvente— de la necesidad de la reforma social (una concepción de la igualdad como algo más efectivo que la teórica igualdad ante la ley), ni el empuje de las fuerzas que comenzaban a articular políticamente una realidad cultural que reivindicaba lo próximo, lo cercano, como primer nosotros identificatorio. Aquellos partidos, sus jefes, sus hombres estuvieron más atentos a lo práctico, a sus cosas internas: a cómo conseguir el poder dentro de su grupo para negociar luego una mejor posición en el partido. En definitiva, liquidar obstáculos en su propia organización, establecer alianzas y reducir la influencia de sus enemigos de dentro.

También, durante la Segunda República, las luchas internas en el PSOE arrinconaron al líder con mayor potencial político y capacidad de gobierno: Indalecio Prieto. Don Inda no pudo encabezar un gobierno ni tras el nombramiento de Azaña como segundo presidente de la República, ni en el momento decisivo de la guerra. Las fuerzas mayoritarias en su Partido Socialista lo impidieron.

Por eso, la reforma de los partidos constituye un elemento esencial de cambio político en los momentos de crisis y de esclerosis en un Estado. Los protagonistas institucionales del juego político han de mirar a su país y no quedarse en sus luchas internas. Cuando eso no se produce, y ocurre con más frecuencia de lo que parece, el precio que se paga es la desaparición del partido. Y si los partidos mayoritarios están en esa situación, lo que desaparece es el régimen.[[wysiwyg_imageupload:1494:height=139,width=200]]

La ajustada victoria electoral de Calderón, ya reconfirmada en todos los ámbitos institucionales, en México no es, desde el punto de vista histórico, lo más importante de ese proceso. Tampoco parece que sea significativo el que López Obrador no aceptara los resultados. Era comprensible que apurara todas sus posibilidades, más si se tiene en cuenta que utilizó — y con éxito — la misma táctica en las elecciones a alcalde del distrito federal hace años. Y le salió bien. Hasta este momento, y a la espera de nuevas acciones del candidato derrotado (por muy poco) en las urnas, lo realmente significativo es que el PRI queda relegado a la condición de tercera fuerza de la república.

Parece indudable que la ausencia del poder haya restado protagonismo y eficacia movilizadora a un partido que presumía de haber institucionalizado la revolución y que venía — e n justa consonancia con su nombre— administrando esos dos procesos: el hacer la revolución y el asentarla. En la práctica, un modelo de Estado se ha impuesto lisa y llanamente a todo un país a lo largo de decenios y sin alternativas. Un sistema electoral poco transparente, una corrupción administrativa arraigada y notables presiones eliminaron sistemáticamente la oposición. La presión no pudo impedir triunfos locales, y en algunos estados, de otros partidos (PAN, especialmente). Pero todo parecía bien atado hasta el triunfo de Fox.

Siete años fuera del poder federal han desgastado más al PRI que a los amigos de Fox. Estos segundos han conseguido — con esfuerzo— triunfar con su nuevo candidato: Calderón, que hizo sus primeras armas políticas en la democracia cristiana. Estas dos derrotas consecutivas amenazan con disolver progresivamente al PRI, quizá porque su principal actividad política durante decenios tuvo poco que ver con las necesidades del pueblo mexicano. Cuando la estructura de un partido político mira más hacia dentro, a sus intereses, a sus luchas internas por el poder, al margen de las demandas o simplemente las inquietudes de la mayor parte de la ciudadanía, la desconexión puede causar estragos en los resultados electorales.

Esta incapacidad del PRI para frenar su caída no es probable que se deba a una derechización del electorado. Obrador ha demostrado que la izquierda mexicana tiene también opciones de triunfo al margen y en contra del viejo partido de la revolución. De hecho, han estado a punto de vencer en las urnas. El posterior acercamiento entre ambas formaciones revolucionarias parece más táctico que efectivo en estos momentos de confusión prolongada. En realidad, Obrador corre el peligro de perder su mejor rédito político: la convicción de que se ha entrado en una nueva etapa política en su país, en la que la democracia es posible. Su actitud resistente es un nuevo órdago revolucionario al más puro estilo priista de otros tiempos (que suena a chantaje): si nosotros no gobernamos habrá guerra civil.

Semanas antes en Colombia, otro proceso electoral —éste de resultados predecibles y confirmados— volvió a mostrar la incapacidad de los viejos partidos para asumir nuevas demandas de los ciudadanos. La victoria de Uribe fue abrumadora aunque no sospechosa. En entrevistas a gentes muy diversas el día de las elecciones pude comprobar —incluso entre militantes del P o l o — que nadie discutía a Uribe su capacidad de trabajo y su dedicación y esfuerzo a los asuntos del país. Lo que me pareció sorprendente es que fuera ese empeño lo que se destacara como nuevo y positivo. Me pareció, allí mismo, a pie de colegio electoral, un rasgo fundamental que hacía de Uribe un líder político moderno, no un caudillo populista. Desde luego no ofreció en la campaña (y tampoco la oposición) una fórmula mágica para resolver los problemas del país.[[wysiwyg_imageupload:1495:height=199,width=200]]

Sin embargo, lo más importante es que los dos antiguos partidos —los que detentaban el poder apenas hace diez años— prácticamente desaparecían del mapa electoral. Y no es que les hubiera faltado tiempo y posibilidades para tratar de enderezar el país. Liberales y conservadores han quedado como reliquias de un pasado próximo. Algunos de sus hombres entrarán en el gobierno y tendrán algún protagonismo parlamentario. Pero han perdido su oportunidad de liderar la transformación que piden los colombianos. Más parecen en una etapa de liquidación que en una de redefinición. Quizá sea el partido liberal el que más fuera de juego haya quedado. Primero perdiendo a Uribe de sus filas: los compromisos y componendas se impusieron a un programa claro y a una capacidad de liderazgo ya probada. En segundo lugar, la oposición por la izquierda al presidente y a sus hombres la conforma el Polo de Gaviria. Por ahora parece el único foco de atracción capaz de vertebrar la oposición a Uribe y reorganizar las diversas izquierdas constitucionales colombianas.

Las nuevas soluciones mexicanas y colombianas, los nuevos partidos políticos, se presentan como alternativas globales a las viejas formas de gobernar, a los viejos estilos de administrar, que se habían convertido ya en una forma de reparto entre amigos: de influencias, de poder, de relaciones, de vaya usted a saber qué más.

Evo Morales en Bolivia y Chavez en Venezuela están fuera de esta órbita. No hay interés específico por la renovación democrática de sus estados. Cuando las acciones de los presidentes se basan en el recurso directo a las masas, de poco más se puede hablar. La mente se traslada a Perón y llega a la Argentina actual.

La recomposición del censo venezolano, que un periódico nacional ha presentado como parte de una campaña para lograr el ejercicio del voto a unos desposeídos, oculta irregularidades tan enormes que la oposición (de derecha y de izquierda) amenazó al presidente con no concurrir a las siguientes elecciones. U n grupo académico de investigación formado por personal de las universidades Central de Venezuela, Simón Bolívar y Andrés Bello ha mostrado algunos datos que suenan a preparación de fraudes o, en su defecto, a demografía delirante. Un ejemplo entre muchos: según el censo, en el estado de Zulia se tiene la costumbre de nacer el 15 de marzo de 1974. Ese día —según el censo electoral— nacieron 19.496 venezolanos de esa región. No se sabe qué ocurrió el 15 de junio de 1973, que produjera tan enorme intensidad sexual. Para que el lector se sitúe hay que aclarar que las fechas inmediatamente siguientes en número de nacimientos son las del 20 y 24 de octubre de 1973, con 358 y 360 nacimientos registrados respectivamente. El cante es espectacular, porque otro dato añade más humor al asunto: todos estos nacidos se registraron en el censo electoral después de 2003. Más ejemplos del empeño democrático de Chávez: ese mismo grupo de investigación ha demostrado que a la vista de las cifras, hay más votantes que habitantes en el segmento de población correspondiente a los mayores de 45 años. Lo peor de todo es que no hay respuestas oficiales a estas cifras, a estos errores de bulto enormes, a este fraude previo a la convocatoria misma.

No todo lo nuevo es una renovación. México y Colombia parecen avanzar hacia la estabilidad política y hacia la renovación de las prácticas democráticas. Desde luego no faltan grupos de presión interesados en potenciar las candidaturas de Calderón y Uribe, pero también de Obrador y Gaviria (o sus sucesores al frente de sus formaciones). A la vez, como agrupaciones políticas nuevas, es aún pronto para dar por cerrado el proceso de consolidación de estos nuevos partidos. Calderón es algo más que el PAN y que los antiguos amigos de Fox. Uribe tiene por delante una tarea ardua: conformar de verdad al Partido de la U .

Profesor titular de Periodismo, Universidad Complutense