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Detrás de la historia de la película-documental Rhythm is it! late una metáfora sobre los sinuosos caminos del arte como experiencia vital. En una época donde la música y las artes en general han dejado de ser una parte esencial de nuestra existencia para convertirse en un mero pasatiempo, en un objeto de consumo, representa una parábola impagable, si se me permite la hipérbole, del precio que hay que pagar para beneficiarse por completo de su poder catártico y purificador.

Dirigida por Thomas Grube y Enrique Sánchez Lansch (Alemania, 2004), cuenta los avatares de un numeroso grupo de jóvenes berlineses en su primer contacto con la música clásica y la danza. Por grupos, ensayarán con el coreógrafo Royston Maldoom y sus ayudantes Susannah Broughton y Volker Eisenbach, una producción diseñada especialmente para ellos sobre La consagración de la primavera, de Igor Stravinsky. El hecho verdaderamente excepcional reside en que la interpretación musical correrá a cargo de la Orquesta Filarmónica de Berlín, con su director titular, Simon Rattle, al frente.

Por delante tendrán seis semanas de duros ensayos, donde acompañaremos a los jóvenes a través de la experiencia de tres adolescentes: Marie, que intenta aprobar secundaria desesperadamente; Olayinka, que acaba de llegar a Alemania como un huérfano de la guerra de Nigeria, y Martin, que lucha por vencer sus inhibiciones e inseguridades. El 28 de enero de 2003, frente a una audiencia de 2.500 espectadores, se presentaría el ballet compuesto por 250 jóvenes en el Berlín Arena (www.arena-berlin.de), un antiguo garaje para autobuses reconvertido en espacio escénico.

En todo aquel tiempo de preparación, emergen del metraje con una fuerza inusual las crisis, los desánimos, las dificultades en forma de pared insalvable que amenazan, por momentos, con malograr toda la producción. La coreografía que se ha diseñado precisa del concurso generoso de cada uno de los chicos para que salga a la perfección. A medida que avanzan los días, una parte del grupo decide colaborar en algo que no acaban de entender muy bien, pero intuyen que es importante para ellos y para los demás. Otra parte, sin embargo, decide que aquello es una pérdida de tiempo. «Este Royston, ¿de qué va?».

La manera de abordar esta contingencia está bastante más lejos de lo que cabría suponer de unas corrientes pedagógicas modernas y actuales. Desde el comienzo, Maldoom y su equipo quieren llegar a la «ruptura»; que este grupo díscolo sea capaz de afrontar la responsabilidad de una decisión que irá en perjuicio del grupo, ya que si todos no son capaces de ejecutar correctamente los movimientos, no habrá Berlín Arena. Curiosamente, o por desgracia no tanto, esta «rebelión» contará con unos aliados inesperados: sus propios profesores, que les dan la razón. Tras muchas tensiones, se vuelve a los ensayos. Los chicos, esta vez, responden a las expectativas. Movimiento. Paso adelante. Un, dos, tres, cuatro. Y el milagro se produce.

Dice Marc Fumaroli (El Estado cultural, Acantilado, 2006) que «en la caverna platónica no se conoce más que una sola verdadera escapada al tedio pascaliano, fuera de la fe religiosa y filosófica. Esa escapada es y ha sido siempre minoritaria, e incluso singular. Son las disciplinas del espíritu». Posiblemente, los chavales de Royston Maldoom nunca pensaron que aquello que se les presentaba como una actividad lúdica más, una buena excusa para pirarse clases, se convirtiera en algo que les obligara a salir de su propia caverna, a enfrentarse consigo mismos, a elegir en vez de dejarse llevar. Y tampoco lo pensamos en una sociedad acostumbrada en exceso a una cultura masiva, de entretenimiento, que ocupa en nuestras vidas un lugar accesorio y a la que se accede sin ningún esfuerzo adicional. Una cultura que ya ha tomado las decisiones por nosotros. Así, como señala el director de orquesta Nikolaus Harnoncourt, optamos por una música que «halaga el oído», por lo agradable, que no nos obligue en exceso a poner algo de nosotros mismos para comprenderla. «Ésta es, pues, la forma en la que hoy se hace y se oye la música: separamos del conjunto de la música de los últimos mil años los componentes estéticos y disfrutamos. Nuestra época promueve una huida hacia el pasado, hacia lo conocido. Hace tiempo que la música ha dejado se ser una creación del presente, una fuente de sorpresa e inquietud» (La música como discurso sonoro, Acantilado, 2006). Por eso, es difícil que cuenten con el favor del público la interpretación de obras contemporáneas u óperas como Wozzeck, de Alban Berg (Ver Nueva Revista, n° 111, junio de 2007).

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Ahora, lo que está de moda es la llamada «democratización» de la cultura, que es así como se denomina a los intentos por facilitar y fomentar el acceso de un público más mayoritario a los acontecimientos culturales. Sin dejar de reconocer la loable iniciativa por expandir aún más la cultura, no deja de ser una boutade contemporánea el empleo de este vocablo. Los gestores culturales dicen que hay que «democratizar» teatros, museos, como si viniéramos de una situación previa de «autoritarismo», como si hubiera algo que impidiese el acceso a los bienes culturales de la sociedad en general. Desproveer del aura de elitismo y exclusividad de determinados espacios culturales, como los teatros de ópera, no debería traer consigo repertorios aligerados y descafeinados, que no incomoden ni exijan esfuerzo intelectual alguno al espectador que los contempla.

Esta perversión de las palabras ya la advertía a comienzos de siglo el compositor Arnold Schönberg en el prólogo a su influyente Tratado de armonía (1911): «Porque formación quiere decir ahora saber un poco de todo sin comprender nada de ninguna cosa. Pero el sentido de esta hermosa palabra es otro y debería sustituirse por preparación o por instrucción».

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Hoy se pone el acento más en el simple acceso a los espectáculos culturales y se obvia por completo la preparación y la instrucción del público. Lo que tampoco significa que todo el mundo que asista a un concierto tenga que haber superado con suficiencia el correspondiente grado de solfeo.
Más bien se trata de fomentar un hábito de estudio, una rutina de inquietud intelectual ante la obra artística que se contempla. En su ensayo El Estado cultural, Fumaroli lo denomina de una forma muy determinada: ocio estudioso. «Al turismo de masas, al sopicaldo turístico en que se ha convertido la cultura, no hay otra alternativa noble que el ocio estudioso». Un término que «no es un privilegio, ni una excepción» y que consiste en algo tan sencillo, pero tan complejo a la vez como «en saber bien lo que se sabe, hacer bien lo que se hace, amar bien lo que se ama».

Lo que se enseña en Rfrythm is it! tiene que ver mucho con este concepto. La preparación que Royston Maldoom proporciona a los chicos de la película va más allá de una mera formación ante la contingencia que supone una función de ballet escolar con la Filarmónica berlinesa. Sigue Fumaroli: «Poco importa si se sabe poco, si lo que se hace es modesto, si lo que se ama no tiene atractivo más que para sí […] Hace falta perseverancia, concentración, un largo aprendizaje y también, cuando el momento es propicio, un verdadero abandono, la gracia».

El día anterior al estreno de esta versión coreografiada de la obra de Stravinsky, los doscientos cincuenta jóvenes que participan en ella se muestran ansiosos, con los nervios a flor de piel. La tensión está al máximo y todo el mundo desea hacer bien lo que tanto trabajo costó ensayar antes. La inminencia del estreno atenaza los músculos y muchos no acaban de encontrarse cómodos sobre el escenario del Berlín Arena. La responsabilidad pesa. Atrás quedan las risas flojas y el pasotismo de los ensayos. Maldoom se acerca a la cámara y los tranquiliza. No importa. Un cierto caos en el día previo a cualquier estreno es habitual en el teatro. «Espero una mejoría del 200% durante la performance». De estas cuatro semanas de trabajo queda la enseñanza fundamental de que para expresarse, para comunicarse, es necesario un esfuerzo. Por pequeño que sea, también lo es convertir esa expresión, esa comunicación, en algo inteligible; en definitiva, ver, escuchar.

No es la primera vez, ni la última, que Royston Maldoom aborda un proyecto similar. Coreógrafo de prestigio, se pasea con su destartalada furgoneta roja por toda Europa. Ha trabajado en un proyecto similar en los Balcanes, con un grupo de jóvenes de diferentes etnias. Esta Consagración de la primavera se ha puesto en escena también con jóvenes de Addis Abeba, Duisburg, Lima, Belfast, Londres, Vilna, Glasgow y otras escuelas del Reino Unido. En Berlín ya lo hizo la primera vez en 1990. Y en noviembre de este año llegará a Nueva York.

Los gestos de incredulidad del primer día de ensayo en el rostro de los jóvenes son algo habitual para él. «Nos expresamos con el cuerpo», les dice. «Bailamos no sólo para expresar quiénes somos sino para comunicarnos con otros». Risas, codazos. La primera barrera en salvar es la psicológica. Ante lo desconocido, estos adolescentes se refugian en el grupo y en el más absoluto de los escepticismos. Así que Maldoom se afana por separarlos, por hacerles autónomos en sus movimientos. «Intentad vivir sin vuestros amigos». Sin ellos, las excusas se acaban y el individuo acaba enfrentado a la propia responsabilidad de decidir qué va a hacer con aquello que se le propone. Muchos se dejan llevar. Un sí pero no. No es de extrañar. «La vida les ha enseñado a ser cínicos», sentencia.

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El director titular de la Orquesta Filarmónica de Berlín, sir Simon Rattle, confía en el poder educativo de esta experiencia, que forma parte del programa pedagógico de la institución. No es la única orquesta que tiene un proyecto específico para el público infantil y juvenil. Hoy en día casi todas las grandes orquestas y todos los grandes teatros europeos cuentan con una programación dirigida especialmente a las nuevas generaciones de espectadores. Estos últimos, por ejemplo, llevan años compartiendo experiencias a través de la red de la organización Reseo (www.reseo.org).
No faltan oportunidades ante una educación que ha decidido privilegiar las disciplinas técnicas sobre las humanistas. La música y las artes ocupan ese lugar accesorio desde los primeros periodos de instrucción y se instala en un lugar residual para el resto de la vida. Consideramos que no son necesarias para una formación en la que lo que importa es que «tenga más salidas». Hoy, como nos advertía Marc Fumaroli en una entrevista concedida a ABC, «la cultura ni la vida del espíritu son prioridades. Se prefiere el espectáculo, el show-business. Se nos habla de productividad, de guerra económica, etc. Y en el terreno de la pretendida cultura, se intenta amueblar nuestro ocio, con espectáculos diversos […] Si nos contentamos con reformar el sistema actual, para dar más importancia a disciplinas técnicas, o económicas; si se olvida que la verdadera educación, sea cual sea la especialidad o el oficio futuro, es una gran formación básica en el terreno de las humanidades, sólo se agravará la crisis de fondo».

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En un momento de Rfrythm is it! sir Simon Rattle evoca el poder de escuchar. Un acto que conlleva una participación consciente del individuo y que, como la expresión artística, supone un esfuerzo. La consagración de la primavera, de Stravinsky, no es una pieza fácil de escuchar. Uno de los adolescentes que participan en la función confiesa en la película que nunca tuvo mayor interés por este tipo de música. Hasta que empezó a tener que bailar a su son. Intentó escucharla en casa, y siempre sonaba de la misma manera incomprensible. Pasaron los días «hasta que vives la música desde dentro y la sensación es que media hora pasa en diez minutos». «Que se acostumbren al poder del silencio», dice Rattle. Porque la música son sus notas, pero también la ausencia de ellas. Los enormes silencios con los que acostumbra a terminar el director de orquesta Claudio Abbado sus conciertos en el Festival de Lucerna quieren reivindicar este poder, que ayuda a valorar la música a través de la ausencia que provoca cuando deja de sonar. Para Rattle, «la música no es un lujo, es una necesidad, como el aire que respiramos, como el agua que bebemos».

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«La crisis actual -ha dicho el cineasta Víctor Erice-, y no sólo la del cine, sino del conjunto de la educación que se proporciona al ciudadano, no se puede entender en su más honda dimensión si no se tiene en cuenta este hecho crucial: la presente disolución del arte dentro de una cultura festiva o decorativa, o lo que es igual, de una cultura del entretenimiento». Ésta es una película que reivindica un papel educador de las artes, edificador de la propia identidad y personalidad. La música, y las expresiones artísticas en general, confieren una esfera subjetiva personal, donde cada uno debe enfrentarse a la obra artística con sus propias sensaciones, sus propios conocimientos. Ahí, en ese momento, adquiere la forma de un espejo donde vemos reflejada la expresión de la personalidad del creador y nos vemos a nosotros mismos a la luz de esa mirada tan personal.
Llegar al más íntimo de esos recovecos requiere de un esfuerzo que la experiencia y el conocimiento deben guiar. Rhythm is it! explica cómo puede ser el punto de partida. El de destino siempre será una incógnita. Lo fundamental residirá en cómo se afronte esa búsqueda, ese ocio estudioso donde lo importante es saber, hacer y amar bien lo que se sabe, hace y ama. Lo dijo Ortega en La rebelión de las masas: «Es egregio el que desestima lo que halla sin previo esfuerzo en su mente y sólo acepta como digno de él lo que aún está por encima de él y exige un nuevo estirón para alcanzarlo».

 

Fotos: Akinbode Akinbiyi y Peter Adamik en www.rhythmisit.com

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Periodista y crítico musical