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La dirección socialista se ha visto muy pronto obligada a elegir entre atender a las demandas ideológicas y políticas de su electorado de centro, con el riesgo de perder base social por su izquierda, o bien satisfacer posiciones netamente socialistas, con el riesgo de perder el apoyo de parte de su electorado ilustrado y moderado. El Manifiesto 2000, segunda entrega del Programa 2000, ha tenido la mala fortuna de aparecer en fechas críticas para Alfonso Guerra y el PSOE, con lo que su efecto de propaganda se ha reducido considerablemente. Pero los que realizamos alguna reflexión en el terreno de las ideas, sabemos que éstas no se pliegan a la coyuntura y que su efecto forma parte de lo profundo, del medio y largo plazo. Pues bien, a mi juicio, lo más relevante del Manifiesto es el notable giro a la izquierda dado por la dirección del PSOE, en comparación con las propuestas ideológicas contenidas en los anteriores Cuadernos para el Debate. Ahora se propone intervencionismo «ad nauseam», economía mixta (bajo la que se enmascaran anteriores propuestas de nacionalización), redistribución y reparto, burocratización de todos los ámbitos sociales y permanentes controles y limitaciones de la libertad.

Este giro programático a la izquierda no es sólo ideológico, también se advierte en iniciativas políticas como el «Pacto social» recientemente rubricado por el Gobierno y los sindicatos (por el mismo gobierno que se negó a firmarlo hace apenas un año) y el acuerdo sobre control de contratación de nuevos empleos en las empresas por parte de la burocracia sindical. Este último acuerdo no es más que el adelanto de todo un conjunto de medidas que el Manifiesto propugna bajo el título de «profundización de la democracia», «democracia económica» y «control social de los mecanismos del mercado». La burguesía ilustrada, los profesionales, etc. que hasta ahora habían visto en el PSOE un instrumento adecuado para la modernización del país, muy difícilmente podrán defender que este conjunto de recetas políticas e ideológicas «años cincuenta»

sirva para algo positivo ante los retos, no ya del siglo XXI, sino de la presente década.

Desde el punto de vista de la aportación teórica la decepción ha sido tan grande como la expectación. El 18 de enero pasado, Alfonso Guerra llegó a decir, en el acto de presentación del Manifiesto, que «estábamos ante la mayor aportación ideológica al socialismo desde el austromarxismo »; en otras palabras, que la contribución de los intelectuales orgánicos del PSOE era la elaboración teórica más importante del socialismo europeo desde principio de siglo.

Apenas una semana después, el editorial de un periódico madrileño afín al Gobierno criticaba el Manifiesto por su reducida extensión, apenas 50 páginas, y por su pobre contenido ya que podía haber sido redactado sin dificultad «por un bachiller de buena pluma».

La reducida extensión del Manifiesto no debería ser objeto de crítica. Baste recordar que el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, de 1848, apenas tiene esas cincuenta páginas y con seguridad se trata de un documento clave en la historia de las ideas y de extraordinaria influencia política posterior. La decepción del Manifiesto del PSOE procede de su contenido: es un programa netamente socialdemócrata sin aportación propia alguna, que mira mucho más (a veces, con nostalgia) a los años cincuenta o sesenta que al presente. Se trata de un programa que incluye todos los tópicos y temores de los socialistas hacia el libre mercado y la libertad política, lejos de esa pretendida innovación, «sin precedentes desde el austromarxismo».

La Historia, reescrita

La propensión del PSOE a reescribir la Historia es algo que sabemos desde la célebre «pizarra de Suresnes». El Manifiesto comienza con la siguiente frase: «Por primera vez en su historia contemporánea, España avanza de forma decidida por el camino de la modernización». Tal afirmación se realiza constatando las siguientes novedades:

«apertura al mundo», «el estado del bienestar», el «dinamismo de la economía »… No cabe duda de que muchos de estos aspectos son ciertos en los últimos 15 años pero lo que resulta una falsedad absoluta es que acontezcan, conjunta o separadamente, «por primera vez» en España: el protagonismo europeo de la España de Alfonso XIII, en un contexto bastante más desfavorable, no tiene nada que envidiar al presente; la modernización económica,  demográfica y social fue espectacular entre 1900 y 1931; el estado del bienestar y el desarrollismo (impulsado por un régimen autoritario) fue notable en la década de los sesenta… Y eso sin remontarnos a nuestra dilatada y positiva tradición constitucional y parlamentaria decimonónica que, junto a Francia e Inglaterra, fue pionera en relación al resto de Europa. Otra sorprendente mistificación histórica: gracias al Manifiesto ahora sabemos que el socialismo protagonizó «la lucha contra la barbarie del fascismo y el despotismo estalinista, (que hizo) del socialismo el movimiento político defensor de la democracia política representativa como único camino hacia el cambio social». Precisamente la socialdemocracia no fue el movimiento clave ni, mucho menos, el único en la oposición al totalitarismo. Ni Churchill, ni Roosevelt, ni De Gaulle fueron socialistas; además la ampliación de los derechos democráticos y el cambio social forman parte también de proyectos liberales, conservadores, socialcristianos, etc. Pero el anterior argumento sirve para reivindicar, con cierta imprecisión histórica, la dorada era socialdemócrata europea, 1945-1973: «Este es el modelo de organización social que se generalizó en Europa tras la segunda guerra mundial, marcando una época de libertad y prosperidad sin precedentes». Hoy no es patrimonio exclusivo de los historiadores saber que el siglo XX, sobre todo los últimos cincuenta años, marcan la mayor crisis y decadencia europea, que pasó de ser el continente hegemónico en el mundo en  1914 a configurarsecomo continente protegido después de 1945 por los USA o sometido, en su parte Oriental, por la URSS. Considerar estos años como una era de «libertad y prosperidad sin precedentes» está bien lejos de la realidad. ¿Qué habría que decir del apogeo de Europa entre 1880 y 1914? ¿Y qué de París o Viena en 1900? y ¿los «felices años veinte»? Sin duda el anónimo redactor de esta parte del Manifiesto confunde la nostalgia de un dominio político e ideológico socialdemócrata, que finalizó en los años setenta, con la realidad gris de una Europa que en los dos últimos lustros ha recuperado el pulso, precisamente cuando el liberalismo y el conservadurismo han recuperado la hegemonía en el terreno de las ideas.

Filosofía socialista sin filósofos

Cualquier liberal se reconocería deudor de pensadores como Adam Smith, Lord Acton, Von Mises, Hayek, Popper por citar sólo algunos de los más significados. Pues bien, de acuerdo con el Manifiesto, el socialismo no tiene paternidad filosófica alguna.

«El socialismo nació como un movimiento de emancipación de las clases trabajadoras ante la destrucción de sus formas tradicionales de vida.» Lo cierto es que el socialismo es una doctrina (al igual que el liberalismo y el nacionalismo), elaborada por pensadores bien conocidos y no pertenecientes a las clases trabajadoras. Sin embargo, en las 53 páginas del Manifiesto, no hay una sola referencia a Marx ni a ningún otro pensador de la izquierda. Más que una aceptación tácita de principios de la filosofía liberal, se trata de una ocultación, de una renuncia a mencionar un producto de difícil venta hoy día como es el marxismo, origen a la vez del socialismo totalitario y del reformista. Sobre ese pasado común, el documento pasa sobre ascuas cuando en realidad todavía hoy el socialismo reformista es deudor de buena parte de la doctrina igualitaria, redistributiva y estatalista del marxismo. Veamos algunos ejemplos:

El racionalismo constructivista es el fundamento del totalitarismo. Consiste en la idea de que es posible operar sobre la realidad para transformarla según un diseño previo, elaborado por medio de la razón, del conocimiento científico de la realidad.

Por más que la experiencia demuestra que, aun con todos los recursos del poder como en la URSS, ése es un camino que lleva a la pobreza y al despotismo, el socialismo reformista insiste en la virtualidad del constructivismo, de origen roussauniano y marxista:

«Además, ejercemos nuestra acción política de un modo racional: optamos por conocer a fondo la realidad para transformarla con medidas adecuadas, de acuerdo con los ritmos y los plazos que la propia realidad permite. Nos basamos en el conocimiento de la evolución de la realidad social y en sus posibilidades de cambio para encauzarla de acuerdo con nuestras convicciones, sobre la base de la participación y el diálogo racional como vía para ir definiendo los objetivos de vida colectiva».

De este racionalismo constructivista se deriva el concepto instrumental del Estado, que se define y valora por su capacidad de intervención para poder operar sobre la realidad: «El estado democrático es el instrumento básico de avance en las reformas que se precisan para realizar nuestro proyecto de cambio social».

En la misma línea están las referencias a la redistribución de las rentas, el «control democrático» ajeno al Parlamento: «Extender la democracia representativa a todas las esferas de la vida donde existan desigualdades de poder»; el «reparto del poder» en contraposición a la clásica división de poderes:

«Apostamos por una nueva sociedad española. En ella el poder estará más repartido y el Estado más abierto a los nuevos valores y demandas sociales». Igual sucede con el izquierdismo militante del PSOE, que suele aflorar en campañas electorales en las referencias a la lucha de clases, a los

«descamisados»: «Los elementos de desigualdad económica y el reparto desigual del poder económico que existen en las sociedades de nuestros días hacen que el conflicto de clases continúe siendo uno de los problemas básicos hacia cuya superación se dirige el proyecto socialista».

Miedo a la libertad

Por último, el miedo a la libertad, por utilizar el título del famoso ensayo de Erich Fromm, define perfectamente la actitud socialista en torno a la libertad. La libertad constituye el eje positivo de la mejor tradición occidental, en el arte, la cultura, la política, las actividades económicas… Pero la libertad choca frontalmente con el concepto del racionalismo constructivista ya que una razón superior, diseñadora de la nueva realidad social, debe imponerse a las iniciativas y deseos individuales que no se ajusten al proyecto socialista. «Socialismo es libertad » señala un epígrafe con el que se comienzan a enumerar «los valores básicos del socialismo». Después de leer detenidamente las cuatro páginas en las que se exponen dichos valores la conclusión que se obtiene es justamente la contraria: el socialismo limita la libertad en aras del igualitarismo.

De las cuatro páginas, tan sólo en el primer párrafo se expresa una opinión positiva del principio de la libertad; el resto son prevenciones, profusas definiciones restrictivas de una libertad que se supedita a «intereses superiores» como la razón constructivista, el proyecto socialista de cambio social, los efectos «muy negativos» de la libertad del mercado o la necesaria intervención del estado. Todas estas afirmaciones configuran un programa socialdemócrata, muy alejado de los elementos innovadores y revisionistas, parcialmente neoliberales, presentes en los Cuadernos para el Debate. Parafraseando a Lenin, aunque ahora (o precisamente, porque ahora) ya no se lleve, el Manifiesto constituye, en el camino de la renovación del pensamiento socialista «un paso

adelante y dos pasos atrás». ¿De verdad piensa el PSOE que con este recetario socialdemócrata

«años cincuenta» se puede hacer frente a los retos del siglo XXI? Pero no todas las propuestas contenidas en el Manifiesto son rechazables desde el punto de vista de una crítica liberal o de centro-derecha como la presente. Hay algunas en las que el acuerdo es absoluto, salvo la pequeña objeción de que el PSOE no las cumple: «Separación nítida entre la esfera política y la administrativa» o «es necesario revitalizar las instituciones básicas de la democracia, y muy especialmente, el Parlamento»…

Ideas y propaganda

Una última reflexión sobre el inexistente debate ideológico del centro-derecha en España. Felipe González hizo mención a este tema en el discurso de presentación del Manifiesto el pasado 18 de enero en el Palacio de Congresos de Madrid y es un tópico recurrente cuando se destaca la vitalidad ideológica, de debate, de la izquierda frente a la derecha, incluso cuando el PSOE «tiene que estar mucho más volcado en el día a día para hacer frente a las responsabilidades de gobierno. Otros pueden hacerlo y no lo hacen».

Un resultado del excelente aparato de propaganda socialista es que, cuando la iniciativa, la vitalidad de las ideas no la tiene la izquierda (crisis galopante del comunismo o simple repetición de las recetas socialdemócratas), exista la impresión de que el socialismo lleva la iniciativa en este terreno.

Desde luego un programa al estilo 2000 está fuera del horizonte político de cualquier formación liberal, de centro-derecha por cuanto el punto de partida de la concepción filosófica de la derecha, a diferencia de la izquierda, no es el constructivismo racionalista.

No existe una razón absoluta, desde el punto de vista de la derecha política, que pretenda, ni  por medios democráticos, diseñar e imponer «una nueva sociedad española ». Los liberales no creemos que la razón humana pueda alcanzar un conocimiento científico de la realidad para transformarla posteriormente. El racionalismo liberal es humilde, aspira a interpretar pero no a transformar la realidad, es decir, las demandas, necesidades y deseos de millones de personas. Es absurdo buscar un sustituto al mercado como medio de información de las demandas y valoraciones sociales.

Más aún, es inútil tratar de sustituirlo. Por ello, un eventual proyecto político liberal ha de ser mucho más abierto, menos programático y diseñador que el Programa socialista que se anuncia en este Manifiesto. Pero además no es cierto que no exista debate en el centro-derecha español. Lo que no existe, por el momento, es un debate impulsado por los partidos hacia fuera, hacia la sociedad. Pero la renovación evidente del centro-derecha en España ¿qué es, sino fruto de un debate? Suzanne Berger señalaba el pasado 21 de junio de 1988 en la Fundación Juan March que la ofensiva del neoliberalismo en Occidente había sido posible por la existencia de una sólida doctrina liberal, pero su influencia política y social era obra de divulgadores, de «opinion makers»: periodistas de prensa escrita y de radio y televisión, economistas, escritores, historiadores, profesores… Pues bien, en España hace años que asistimos a una ofensiva liberal del mismo tipo por medio de una notable producción editorial (prensa, libros y revistas) y de los medios de comunicación.

Y eso sí que es un debate que está comenzando a incidir en la opinión pública y en las nuevas orientaciones políticas y organizativas del centro-derecha.

 

Profesor títular de Historia Contemporánea. UNED