El cincuenta aniversario del fallecimiento de D. Manuel Azaña está siendo ocasión para numerosas referencias, recuerdos y debates. En general, la figura de Azaña ha dejado de ser objeto arrojadizo, materia de apasionamiento político entre unos españoles y otros, para convertirse en un elemento de reflexión histórica. En otras palabras, D. Manuel Azaña ha pasado de la Política a la Historia, y por tanto no es ‹‹propiedad›› de una parte de los españoles, de un partido, sino del conjunto de la sociedad española, de nuestra Historia.
Situar la figura de Azaña en la Historia significa hacer un esfuerzo por ‹‹entender›› al Presidente de la II República en el contexto de la crisis europea y española de los años treinta de nuestro siglo; significa valorar en su conjunto los aspectos positivos de su proyecto político y no por ello olvidar alguno de los errores de sus práctica política reconocidos por él mismo al final de su vida. En mi opinión, la imagen que gran parte de los españoles tienen hoy de D. Manuel Azaña es que fue un político honesto y austero, y que pretendió, sin conseguirlo, la modernización de España y el establecimiento de un Estado democrático. Pues bien, en lo esencial, si ésta es efectivamente la imagen más generalizada de Azaña, en mi opinión, creo que se ha hecho finalmente justicia al político republicano.
D. Manuel Azaña fue un escritor y un político radical-liberal. Formaba parte de la generación de políticos liberales del primer tercio del siglo XX que compartieron hasta 1923 el proyecto de democratizar la monarquía de Alfonso XIII: un proyecto político en el que coincidían todos los liberales, desde el Conde de Romanones hasta D. Manuel Azaña, pasando por Santiago Alba y Melquiades Álvarez. Los liberales y conservadores monárquicos, moderados y gradualistas, fracasaron en su empeño en 1923 y en 1931 por la miopía y el freno impuesto por los sectores más inmovilistas de la sociedad española; D. Manuel Azaña tuvo la oportunidad de construir ex novo, un régimen liberal democrático, pero igualmente fracasó, en 1934 y 1936, en gran medida por concebir el régimen republicano excluyendo a una gran parte de la sociedad española. En el primer tercio del siglo XX, fracasaron por tanto los dos intentos de transición democrática: la moderada y gradualista, en la que participó el mismo Azaña hasta 1923, y que pretendía democratizar el régimen de la restauración, y fracasó también la solución republicana de 1931 en un proceso creciente de polarización de la sociedad española a la vez que se devaluaba cada vez más el sistema parlamentario, la libertad y el Estado de Derecho.
Desde un punto de vista histórico-filosófico, a mi juicio, hay tres elementos que explican la orientación radical del discurso azañista: el concepto de soberanía absoluta vinculado al principio democrático muy en la tradición roussoniana; el culto a la razón como elemento suficiente y justificativo para la ordenación de la sociedad y, consecuentemente, el estanismo, la consideración del Estado como instancia esencial y prácticamente única como instrumento vertebrador de la sociedad española. En el fondo, Azaña asimiló mucho de la tradición racionalista y liberal radical francesa y muy poco de las corrientes de pensamiento clásico liberal anglo-sajón.
Por ello su acción política se encontró mediatizada por factores generales de contexto europeo y español, por la crisis de los años treinta, consistente en el rechazo del parlamentarismo y el ascenso de soluciones totalitarias y autoritarias de izquierdas y derechas.
Pero frente a ella, Azaña no utilizó la razón para entender, para explicar, para adaptarse a una realidad difícil e incluso hostil: no utilizó la razón como índice de lo posible, de lo recomendable según el ‹‹sentido común››. D. Manuel Azaña utilizó la razón para transformar la realidad por medio del Estado y al final la realidad se impuso, como se impone siempre, a los que han pretendido realizar ingeniería social.
Personalmente, el Azaña que prefiero es el escritor y el ensayista, y de todos sus discursos sin duda el más memorable fue aquel en el que pedía para todos los españoles, una vez finalizase la tragedia de la guerra civil, Paz, Piedad y Perdón. Lástima que estas tres nobles ideas no fueran las que se impusieron en 1939.