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«España ha dejado de ser católica»

La frase de Azaña ha entrado en el reducido elenco de frases históricas populares. Muchísimos podrían citarla, algunos podrían explicarla y unos pocos podrían haberla leído en el contexto en que la dijo: el discurso del 13 de octubre de 1931, para hacer frente al maximalismo socialista —aunque no sólo— que pretendía incluir en la Constitución la supresión de todas las órdenes religiosas y la nacionalización de sus bienes. Su intervención parlamentaria, para algunos la más brillante de las que pronunció, planteó la inutilidad de tal medida.

La postura de Azaña fue de un laicismo distante —Basilio Álvarez, el cura radical lerrouxista, defensor del campesino gallego frente al caciquismo, habló de los políticos de hielo que habían secuestrado la República— pero no menos antirreligiosa que la de los furibundos anticlericales que querían una República regalista que atenazase a la Iglesia.

Azaña, pues, salvó a las órdenes religiosas de la disolución inmediata, pero las dejó maniatadas. De hecho, su argumento fue que tal como iban a quedar en la Constitución no representarían un peligro para la República. «Si unas instituciones a quienes se les prohíbe adquirir y conservar bienes inmuebles, si no es aquel en que habitan, a quienes se les prohíbe ejercer la industria y el comercio, a quienes se les ha de prohibir la enseñanza, a quienes se les ha de limitar la acción benéfica hasta que puedan ser sustituidas por otros organismos del Estado, y a quienes se les obliga a dar anualmente cuenta al Estado de la inversión de sus bienes, si son todavía peligrosas para la República, será preciso reconocer que ni la República ni nosotros valemos gran cosa», dijo, provocando risas en el hemiciclo, a pesar de la tensión con que se desarrolló la discusión de lo que terminaría siendo el artículo 26 de la Constitución.

Que Azaña lograse lo que se vio como el triunfo del mal menor, hizo que fuese felicitado por el nuncio Tedeschini y por el cardenal Vidal y Barraquer. Tenía un cierto fundamento, ya que el texto presentado era mucho más radical. La gran mayoría no lo entendió así, y, de hecho, la frase pronunciada en ese discurso marcaría a Azaña para toda su vida y aun después. En su momento muchos lo entendieron como una afirmación sociológica cuando no una rectificación de la historia de España. Libros como el titulado ¿España, laica?, publicado ese mismo año para refutarlo, son significativos. El libro hacía un recorrido por la historia del arte español para demostrar que España siempre había sido —y seguía siendo— católica.

Claro que eso no lo ponía en duda nadie, porque sería negar los hechos. Lo que Azaña formuló con su frase fue un principio de derecho político. Simplemente que la unión entre el poder político y el religioso había terminado con la monarquía y había que construir un estado laico: «La premisa de este problema religioso, hoy político, yo lo formulo así: España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español». Como muy bien apostillaría Indalecio Prieto posteriormente, quedaría bastante más claro si dijese «España ha dejado de ser oficialmente católica».

El problema fue que muchos entendieron que la República había venido para suprimir todo resto de religión en España. Y esto no sólo entre los católicos antirrepublicanos. También —y quizá especialmente— entre los republicanos anticatólicos. A posteriori, Marcelino Domingo, fundador del Partido Radical Socialista y creador con Azaña de la Izquierda Republicana, reconoció que el artículo 26 había marcado una división. Hasta ese momento cabía la esperanza de una República integradora, pero se optó por una excluyente. Esa opción —querida sin paliativos por las Cortes constituyentes— sirvió, en su opinión, para unir a los antirrepublicanos y para desunir a los republicanos.

El alcance del artículo 26 de la Constitución de 1931 para unos y para otros

Porque lo cierto fue que en los discursos sobre el artículo 26 de la Constitución, socialistas y radicales plantearon la necesidad de bloquear a la Iglesia católica con las leyes que hiciese falta. En el fondo —y en la forma— estaban en línea con la poca sensibilidad que habían mostrado ante las quemas de edificios religiosos de unos meses antes, el 10 y 11 de mayo de 1931. «Han ardido los conventos. Es la repuesta de la demagogia popular a la demagogia derechista», fue la conclusión socialista. La de los radicalsocialistas fue aún menos comprensiva: los incendios habían sido una estupenda muestra «de sana protesta popular». Y la actitud, cuando menos ambigua, de las autoridades ante los atentados antirreligiosos, parecía dar la razón a quienes pensaban que la República era anticatólica per se. Aunque los instigadores de los incendios eran conocidos —Ramón Franco, por ejemplo—, su iniciativa no tuvo consecuencias penales. Y los pocos incendiarios que fueron detenidos, resultaron amnistiados, enseguida, al ser elegido el nuevo presidente de la República. Para no pocos en España y para muchos en el extranjero, los incendios calcinaron definitivamente las alegres esperanzas de la primaveral República.

Una muestra de las tensiones es la larga y significativa lista de protestas diplomáticas presentadas sin solución de continuidad por el nuncio Tedeschini desde los inicios del nuevo régimen: por los incendios de 1931, por la expulsión del cardenal Segura, por la libertad de cultos, por la disolución de los jesuitas, por la expulsión del obispo de Vitoria, por la incautación de edificios, por la obligatoriedad del matrimonio civil, por la secularización e incautación de cementerios, por la supresión de presencia religiosa en instituciones benéficas, por la limitación del sonido de las campanas y los funerales, por los abusos de autoridades locales, por restringir la enseñanza privada…

Eso en cuanto a algunas de las que podríamos llamar protestas positivas. Hubo además otras que no afectaban directamente a la Iglesia católica, pero que revelaban agravios comparativos o un comportamiento sectario por parte de las autoridades. Así, mientras se negaban a los católicos libertades que la Constitución concedía a todos los españoles —de asociación, propiedad o enseñanza, por ejemplo—, se saltaban la Constitución para apoyar a otras religiones. Tal era el caso de la subvención a un centro de estudios israelitas o una escuela talmúdica en Ceuta, que equivaldría, a decir del nuncio, a que el Estado subvencionara los seminarios católicos. Tanto éstos como las escuelas talmúdicas estaban destinados a formar religiosos. La conclusión era demasiado clara.

Todos estos incidentes reforzaron la postura de un buen grupo de católicos —monárquicos e integristas, principalmente— que plantearon como dudosa la aceptación del orden constituido, en contra de la actitud de la jerarquía y de la tradición de la Iglesia. Esa postura la concretó el canónigo Aniceto de Castro en un libro con un título tan poco correcto políticamente como El derecho a la rebeldía. El libro hacía un repaso a la doctrina de la Iglesia tratando desde el origen del poder hasta la resistencia, incluso armada, al poder ilegítimo, sin olvidar la teoría del tiranicidio. Para el autor, en España no se podía aplicar la doctrina de León XIII que aconsejaba a los franceses la incorporación a la república porque en España, según él, la república no existía. El pueblo la había visto llegar con más o menos interés pero no la había asumido y, además, era una república ya jacobina, por lo que participar en ella no evitaba que se radicalizase.

Evidentemente, Aniceto de Castro y los que le respaldaban no eran la Iglesia, aunque sí una parte de ella. Es más, el libro le pareció muy inoportuno al nuncio Tedeschini, que pidió un informe completo sobre sus posibles errores, a pesar de que tenía níhil óbstat, y lo vio como un comportamiento suicida propiciado por quienes querían usar la religión para fines políticos. Pero el escrito reforzó con argumentos las intuiciones de bastantes católicos antirrepublicanos. Entre las élites, claro.

La postura romana

Ciertamente, esa no fue la postura oficial. Desde Roma y desde el episcopado, se aceptó desde el principio el cambio de régimen y se procuró, especialmente en los primeros momentos, facilitar la transición. Y, en los meses iniciales, se esperaba llegar a un acuerdo mutuo. Esa fue la idea que llevó a tejer un pacto entre el nuncio, el ministro Fernando de los Ríos, socialista, el cardenal Vidal y Barraquer y el presidente Alcalá Zamora para ofrecer una solución aceptable a la cuestión religiosa en la Constitución que se estaba gestando. Un pacto que suponía: a) por parte de Roma, anular al cardenal Segura, que había manifestado en una pastoral su agradecimiento —comedido, aunque inoportuno, como él era— a Alfonso XIII, y b) por parte del Gobierno, presentar a las Cortes un proyecto constitucional que asegurase el reconocimiento jurídico de la Iglesia y sus bienes, permitiese la libertad de culto, estableciese algún tipo de convenio con la Santa Sede, aplicase a las órdenes religiosas el derecho común, reconociese la libertad de enseñanza, bajo supervisión estatal o respetase los derechos adquiridos de los perceptores de subvenciones estatales. Esta era la Iglesia que, sin concordato, procuraba un estado de concordia entre ambos poderes.

Conforme al informal y reservado acuerdo, Roma forzó la dimisión del primado Segura, pero el Gobierno no cumplió con su parte. Así, lo que podía haber sido un ajuste, incluso fuerte, de las relaciones entre la Iglesia y el Estado se convirtió en un enfrentamiento directo, hasta el punto de que el papa, en su encíclica Dilectissima nobis, de 1933, dedicada a España y escrita con motivo de la ley sobre congregaciones religiosas, la comparó con Rusia o con México, ejemplos inequívocos de persecución religiosa en el siglo XX. Pío XI, manifestaba precisamente «profunda extrañeza y vivo pesar» ante los que argumentaban que los ataques a la Iglesia eran en defensa de la República. El papa los situaba más bien en la actividad de las sociedades secretas —léase masonería—, como sucedía en otros países con leyes persecutorias.

Sin embargo, en la práctica, la ley de congregaciones religiosas lo único que hacía era desarrollar lo anunciado por Azaña en el debate constitucional: bloquear la actividad de las órdenes. No es extraño, pues, que en 1934, Eloy Montero, catedrático de derecho canónico de la Universidad Central, publicase un libro sobre El porvenir de la Iglesia en España. Se lo dedicaba a Tedeschini y lo escribía, declaraba en el prólogo, tanto para animar a los católicos afligidos y acobardados ante el futuro de la Iglesia como para desengañar a los que, anticatólicos, daban por sentado que la Iglesia iba a desaparecer de España, que no podría resistir la prueba, que sería vencida en la lucha. Realmente, y a pesar de que Montero intentó mostrar que en otros países había pasado lo mismo y que el catolicismo se había reforzado en muchas naciones gracias a la separación de Iglesia y Estado o que, a nivel general, desde la Gran Guerra los pueblos estaban volviendo a la Iglesia, sus esfuerzos tranquilizadores mostraban un panorama que se podía adjetivar de muchas maneras menos de tranquilo.

Era cierto, sin duda, que en otros países, de Europa y de Latinoamérica, se habían producido ataques, separaciones violentas e incluso persecuciones contra la Iglesia y que en algunos —no en todos, en otros quedó triturada— había servido para reforzar la militancia católica con una resistencia creativa. Ahí estaba la clave del problema, que respondía a algo que Azaña daba por supuesto y en lo que no quiso entrar en su discurso constitucional: ¿era España realmente católica? Realmente quería decir sociológicamente, vitalmente. ¿Existía una acción de los católicos fuerte? ¿Había prensa católica? ¿Había una cultura de matriz católica? ¿Los fieles llenaban las iglesias en proporción al número de bautizados? ¿Estaban dispuestos a defender —y a pagar, una vez suprimido el presupuesto eclesiástico— a su Iglesia?

En qué medida España había dejado de ser católica

Probablemente un extranjero que viniese a España en los años republicanos podría constatar que estaba en un país católico, con iglesias numerosas y con abundante clero —al menos en las grandes ciudades que presumiblemente visitaría—, vería —con suerte— mujeres con mantilla que acudían a funciones religiosas y, según la época y visita, también procesiones. Quizá vería menos clero en traje talar en las grandes ciudades que durante la monarquía ya que el natural temor a las agresiones había llevado a muchos a vestir de paisano, a pesar de las reiterada insistencia de que no abandonasen la sotana hecha por los obispos, como en el caso de Madrid. Pero si profundizaba un poco más y viajaba por los pueblos podía encontrar muchos en los que el párroco había sido expulsado o había tenido que huir, incluso con iglesias casi en ruinas, conocería pueblos enteros en que los niños ignoraban el catecismo y familias sin vínculo matrimonial, notaría la fuerza del odio a la religión como una consecuencia lógica de la lucha de clases en los territorios socialistas o del radicalismo utopista en los que predominaba las organizaciones anarquistas. Y en las grandes y pequeñas ciudades podría ver —y comprar— lo que —entonces— se consideraba pornografía. Tanta que, hacia 1935, la Acción Católica había iniciado —animada por Roma, a consecuencia de los informes alarmistas de Tedeschini— una campaña para restaurar la moralidad pública. No era uno de los menores objetivos que empresas con accionistas católicos, como la Librería de Ferrocarriles, se hiciesen con los quioscos de prensa en las estaciones de tren. Pero el visitante podría constatar que en la católica España había una «invasión verdaderamente aterradora» de pornografía, como escribía Herrera, presidente de la Acción Católica, al nuncio, en el caso de que uno y otro supiesen realmente lo que había en los quioscos.

En un nivel más general, y quizá con más conocimiento de causa, ya a principios de siglo, Maximiliano Arboleya, prototipo de «cura social», una denominación entonces muy usada y bastante precisa, había alertado sobre la apostasía de las masas, que veía imparable si no se ponía remedio eficaz mediante una acción incisivamente evangelizadora y de apoyo a las reivindicaciones sociales obreras legítimas. En plena República, publicó su opinión en un folleto titulado precisamente La apostasía de las masas. El prólogo lo hizo un experto sociólogo, Severino Azar, de la Academia de Ciencias Morales y Políticas y uno de los iniciadores de la democracia cristiana en España. Para él, la apostasía probablemente se había producido ya, a falta de estudios más aquilatados de tipo sociológico. Aunque tenía datos. Años antes ya había estudiado las grandes periferias de Madrid, con poquísimas parroquias, algunas con más de cincuenta mil teóricos feligreses, en las que había, decía Aznar, menos formación cristiana que en los aduares marroquíes.

Pero no sólo en Madrid o en los cinturones obreros de las ciudades industriales. Manuel González —un obispo de pluma muy fácil y de originales iniciativas, que había construido en su diócesis de Málaga un seminario con estructura arquitectónica de pueblo andaluz y había lanzado la asociación de las Marías de los Sagrarios, con cientos de miles de asociadas durante la monarquía— también explicó en 1935, en la Semana pro-Seminario que se organizó en Toledo, su visión de la realidad desde el punto de vista de las vocaciones eclesiásticas. Las estadísticas eran dramáticas. En los cinco años de República los seminaristas habían caído en un 30% (aun así eran 34.000 en total) y el número de nuevos alumnos había bajado un 48%. En Toledo, en 1935 habían fallecido trece sacerdotes y se habían ordenado cinco. Y en Málaga, de donde venía González, ya que había tenido que refugiarse en Madrid tras la quema de su palacio episcopal, la situación no era mejor. Más bajas que altas, pueblos muy grandes, al estilo andaluz, con un solo sacerdote, a veces compartido, poco aprecio hacia la vocación religiosa… En su visita pastoral a un pueblo que llevaba treinta años sin párroco se extrañó de no ver la iglesia. «“¿Y la iglesia?”, pregunto. “¿La iglesia?”, me respondieron unos vecinos extrañados de mi pregunta y de mi presencia. “Como nos habían dicho que ya no se estilaba eso, cada uno se llevó lo que pudo y entre todos nos repartimos los materiales”». Es una anécdota de un autor muy aficionado a ellas, y un tanto efectista en sus exposiciones, pero significativa. La España republicana era una realidad plural: núcleos muy fuertes de catolicismo y, consecuentemente, numerosas vocaciones hacia el norte, frialdad en el centro, fuerte peso institucional, no social, en Cataluña —educaba tantos niños como en el resto de España— y grandes carencias en el sur, a pesar de su fuerte religiosidad popular. Una España muy diversa que, además se había radicalizado durante la República. Si quisiéramos simplificar podríamos decir que sí era católica una parte de España, al estilo de esos países que habían sabido sacar partido de las persecuciones. Pero no era mayoritaria. Eso se notaba también en los resultados electorales, lógicamente. Y también en la calle. En el País Vasco, a pesar de la fuerte presencia de inmigrantes y de organizaciones socialista en las cuencas obreras, no eran pensables incendios de iglesias. Si esa realidad social de las zonas más católicas se extrapolara a todo el país, podría —entonces sí— hablarse de una España católica. Pero no parecía ser el caso.

Y a esa debilidad social en muchas zonas habría que añadir la desunión de los mismos católicos, endémica en España. Los enemigos principales de la Acción Católica eran, según el nuncio… los católicos integristas. El problema que se planteó al tener que hacer política católica fue precisamente distinguir entre ambos términos. Y la confusión se mantuvo durante toda la República. Unos a otros se acusaban de hacer política con la religión o de querer usar la religión a favor de su opción política. Así pasaba el tiempo.

 

La violencia

Pero, además, no era sólo que la España sociológica oscilase entre la frialdad y el fervor. Más agresiva que la pornografía —al fin y al cabo, un síntoma— era la larga tradición de libros anticlericales muy abundantes desde principios de siglo —folletos, revistas satíricas, novelones populares— lanzados por los, al decir de alguno, sembradores del odio, y cuya cosecha se recogía ahora. Novelas y folletones con frailes orondos y rijosos, ambiciosos de poder y ansiosos de riquezas, en estrecha connivencia con las clases altas, enemigas del pueblo. Una alianza odiosa, —presentada con gruesos trazos, que la hacían más vendible— y que penetró la percepción popular frente a los religiosos. Probablemente en su haber hay que colocar la explosión sangrienta de los primeros meses de la Guerra Civil. Y los desórdenes antirreligiosos que se dieron en los últimos meses de la República, tras el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936. Recientemente se han publicado abundantes estudios sobre la represión en la zona franquista, usando en muchos casos los procesos de los tribunales militares. Aunque no se han utilizado en este sentido, es muy llamativo constatar en todos ellos la abundancia de testimonios que refieren cómo los acusados interrumpieron una función religiosa, dispararon un tiro dentro de la iglesia cuando se celebraba misa o quemaron la puerta de la parroquia.

La hoja de ruta se había trazado ya en la revolución socialista de octubre de 1934 contra el Gobierno centroderechista de la República. En Asturias casi sesenta iglesias destruidas, más de treinta eclesiásticos asesinados —algunos brutalmente— y la cámara santa de la catedral, una joya artística de primer orden, hecha pedazos por los dinamiteros. Cada vez más, la crispación social y política tenía su válvula de escape en la violencia religiosa.

Violencia que, con el paso de los meses, se veía como imparable. En marzo de 1936 el embajador Chilton envió un telegrama cifrado al ministerio británico de Exteriores. Informaba que el nuncio había establecido contacto con la embajada. Estaba muy alarmado porque consideraba que la situación, tras la victoria del Frente Popular en febrero de 1936, era mucho más preocupante que en 1931. Y solicitaba asilo en la embajada británica en caso de que su vida se viese amenazada por elementos comunistas, ya que era la única representación diplomática que le ofrecía garantías. Muy diplomáticamente el embajador inglés le aseguró que si, llegado un caso tan extremo, llamaba a su puerta se la abriría, pero que él tampoco podía garantizar que su residencia fuese respetada si se producía una revuelta, aunque dudaba, quizá con poca información, que se produjese. Los responsables del Foreing Office, escribieron escuetamente al margen del informe llegado a Londres: «se aprueba su actuación». El ejemplo puede servir para mostrar una situación que se había deteriorado muy rápidamente. De la tranquilidad y aceptación inicial, buscando año tras año una concordia con las autoridades republicanas, Tedeschini había pasado a temer por su vida. Como muestra, y muestra cualificada, parece contundentemente significativa. ¿Cuántos católicos sentían lo mismo cuando empezaba el verano de 1936?

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Historiados. Titular del CSIC (Instituto de Estudios Gallegos P. Sarmiento)