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Flannery O’Connor (Savannah, Georgia, 1925-1964) ha pasado la historia de la literatura norteamericana como autora de libros de culto como Sangre sabia (1952) o Un hombre bueno es difícil de encontrar (1955). Pero su diario de formación en sus años universitarios proporciona claves esenciales de su obra madura.

Muy útiles para entender unos relatos que estremecen e intrigan al lector más contemporáneo, al que sitúan frente a las distorsiones y las extravagancias de la existencia, para permitirle atisbar (tras una última vuelta de tuerca) los sinuosos caminos de la gracia.

Entre enero de 1946 y septiembre de 1947, una jovencísima Flannery O’Connor escribe Diario de oración, un dietario en la forma de cartas a Dios. O quizá al revés: escribe cartas a Dios con la cobertura formal de estar llevando un diario. La editorial Encuentro lo ha (el diario) o las ha (las cartas) publicado con exquisito cuidado y afinada traducción de Isabel Berzal y Guadalupe Arbona, añadiendo de regalo el facsímil del cuaderno original con la cuidada caligrafía de O’Connor.

La versión inglesa salió a la luz en 2013, a cargo de William Sessions, amigo personal de la autora. El pequeño volumen es un tesoro tanto para conocer a Flannery O’Connor como para asomarse al fenómeno de cualquier vocación literaria auténtica.

Puesto que Diario de oración es un libro vocacional en toda la extensión de la palabra y por partida doble, literaria y cristiana, es importante deslindar su campo y aclarar los conceptos. Flannery O’Connor, joven escritora católica, inquieta, talentosa, ha dejado por primera vez su Savannah natal para irse a estudiar a Iowa City.

En la universidad, al contacto con otros compañeros que quieren ser escritores y que no tienen fe, se despiertan a un tiempo sus ansias y sus dudas literarias y religiosas. El diario lidia con ambas. Pero su vocación cristiana no es a la vida consagrada, que es la vocación que se suele ver desde fuera, sino a consagrar su vida a la literatura.

Consecuentemente, la materia de sus oraciones suele ser muy literaria, hasta los extremos más prácticos: «Ayúdame, amado Dios, a ser una buena escritora y a que me publiquen algo». Impacta este cóctel de lo teológico con lo literario y con lo puramente comercial o editorial. La oración de O’Connor no es vaporosa. Ella concreta hasta el extremo de pasar de la fe y la piedad, a través del arte, a las inseguridades típicas de todo escritor inédito, y vuelta. Curiosamente, en otro diario de juventud, Evelyn Waugh recoge sus fervientes oraciones de escritor novel por encontrar un editor competente.

Estas peticiones no son egoístas o egocéntricas porque, como hace constar O’Connor, «incluso si Te rezamos eres Tú el que reza en nosotros». El interés literario es mutuo e imbricado con el teológico. Como la misma escritura: «Querido Dios, esta noche no es decepcionante porque me has regalado un relato». Llega incluso a escribir: «Si alguna vez consigo ser una buena escritora, no será porque sea una buena escritora, sino porque Dios me ha echado una mano en algunas cosas. Amablemente Él escribirá por mí. Así, en cada bloqueo recordaré Quien hace el trabajo cuando el trabajo es hecho y Quien no lo está haciendo en ese momento».

La ganadora del último premio Adonáis, Marcela Duque, recoge en su libro Bello es el riesgo (Rialp, 2019) un poema, «Don y oficio», basado en la misma concepción. La poeta se dice: «Es bueno que se te resistan las palabras […]/ Es bueno que te canses,/ que se te oponga tozuda la materia/ y a veces sufras/ la monotonía de labrar en vano./ Así cuando el poema, ligero, emprenda el vuelo/ y lo veas palpitar, sabrás que en él/ está presente un soplo que no vino/ de la sola pericia de tus manos».

Borges: “Lo que los clásicos llamaron Musa (…) nuestra triste mitología lo llama el subconsciente”

 

Ambas autoras alegrarían a Jorge Luis Borges que, en el prólogo de La rosa profunda (1975), comentó que lo que los clásicos llamaron Musa y los hebreos y cristianos se atrevieron a llamar Espíritu, nuestra triste mitología lo llama el subconsciente. Ya vemos que la mitología de todos, no: nuestras escritoras comparten sus derechos de Autor gozosamente. Como ha subrayado Angela Alaimo O’Donnell, O’Connor en este libro «teme la tiranía de su intelecto, la pérdida de la fe y la amenaza de una mediocridad literaria y espiritual, pero más que de miedo estas cartas son el testimonio de su deseo».

Las angustias de Flannery O’Connor y su paralelo sentido del humor destrozan cualquier atisbo de noñería. Esperanza Ruiz ha escrito: «Maravillosa forma de acabar algo que se titula Diario de oración: “Hoy he descubierto que soy una glotona de galletas escocesas y de pensamientos eróticos. No hay nada más que decir de mí”». Ruiz hace en su glosa un elegante uso de la doble ironía, porque, en una primera instancia, quiere que nos choque o nos sorprenda, pero en una segunda vuelta viene a destacar que es lo más natural de un diario de oración, sobre todo si lo ha escrito Flannery O’Connor.

“Veo mi ridiculez gradualmente”

 La aprendiz de escritora se toma sus angustias y sus limitaciones con humor. «Soy demasiado perezosa para desesperarme», reconoce. Todo el Diario hace gala de una persistente introspección irónica. También cuando confiesa que todos los días dice cosas muy poco caritativas sobre otra gente «porque me hacen aparecer inteligente. Por favor, ayúdame [pide a Dios] a darme cuenta de lo barato que es este truco». No se da un respiro: «Mi mente está metida en una caja pequeña, querido Dios, que a su vez está dentro de otras cajas, y esas dentro de otras y así sucesivamente. Hay muy poco espacio en mi caja. Por favor, dame espacio, tanto como sea posible pedirte sin llegar a la presunción». O: «Estoy desechando ciertos hábitos adolescentes y mentales. Hace falta poco para que nos demos cuenta de lo tontos que somos, pero ese poco tarda en llegar. Veo mi ridiculez gradualmente».

Virtud principalmente es vigor, anota Flannery O’Connor para darse ánimos. Los necesita porque: «Qué duro es mantener una sola intención, una sola actitud hacia una pieza de trabajo, y un solo tono, y un solo lo que sea». Ha de concentrarse porque no se permite concesiones: «He roto lo último. Estaba, desde luego, a mi altura, pero no a la altura de lo que tengo que ser».

Sorprende, en una autora tan compleja y sugerente como Flannery O’Connor un afán tan marcado por la claridad: «Por favor, no permitas que tenga que desechar el relato porque su significado sea equívoco o contenga equívocos». Su lucha contra las distracciones es constante: «Pierdo fácilmente la atención. De esta forma [escribiendo] estoy atenta todo el tiempo».

En su etapa de formación lee a Kafka, Freud, Proust, Bernanos, Péguy y Bloy

En esta lucha a brazo partido por la concentración y por acendrar sus escritos, se encuadran sus lecturas. La de Kafka, con humor y distancia. La de Freud, desde el interés crítico por los mecanismos del deseo (omnipresente en el libro). La de Proust, con una melancólica y profunda comprensión. Con muchas más complicidades, las de Bernanos o de Péguy. Pero sobre todas las lecturas destaca la de León Bloy.

El encuentro con el autor de El mendigo ingrato tiene ecos de choque casi físico: «Me he topado con Bloy». El francés se convierte en un instrumento de su formación como cristiana y escritora. Al leerle, reconoce que «los demás hemos perdido el don de vomitar». Añade: «Soy tan frívola que necesito que Bloy me haga tener pensamientos graves, e incluso entonces no los tengo mucho rato».

En el análisis que Thomas Joseph White hace de la literatura de O’Connor recalca con admiración: «Es muy extraña. Es muy provocativa. Es católica pero con un toque raro. […] Deja al lector con preguntas y lo lleva a preguntarse muchas más cosas sobre Dios».

El Diario de oración nos permite asistir a la forja de esa escritora que describe White. ¿Acaso no son ya raras en una católica y bien provocativas frases como «Sólo Dios es ateo» o «El pecado es algo muy bueno siempre que se reconozca como tal. Lleva a Dios a muchas personas que de otro modo no llegarían» o «El acto sexual es un acto religioso y cuando ocurre sin Dios es una burla o, como mucho, un acto vacío. Proust tiene razón en que solo perdura el amor que no satisface»?

Quien en sus obras de madurez será capaz de mirar sin apartar la vista al sufrimiento y al sinsentido (y de vivirlos: estuvo muy enferma los últimos 13 años de su vida) está creciendo ante nuestros ojos en estas cartas sobre la mesa. Hablando de los diarios de Andrés Trapiello ya señalábamos la importancia instrumental del género en la creación del carácter del escritor contemporáneo. Vivisecciona su propio proceso de madurez. Rodeada de un ambiente alérgico a lo religioso en la universidad, se acostumbrará a una rocosa soledad intelectual, que más tarde será la posición ante el mundo y la cultura sobre la que construya su obra. En estas páginas busca su sitio: «Dame un lugar, no importa lo pequeño que sea, pero haz que lo conozca y lo mantenga. Si tengo que fregar un escalón todos los días, házmelo saber y deja que lo friegue y que mi corazón rebose de amor al fregarlo».

No caerá en la autocompasión ni en la queja. En su último libro, La imaginación conservadora (2019), Gregorio Luri cuenta que O’Connor había subrayado en The Conservative Mind de Russell Kirk la siguiente frase: «El sentimentalismo abstracto conduce a una brutalidad real». Lógico, en una autora que consideraba que «el sentimentalismo es el pariente pobre del deseo de redención». Su rechazo de todo sentimentalismo será, por tanto, la manera de apartar de un manotazo cualquier obstáculo, por atractivo o confortable que parezca, a lo salvífico.

La falta de compensaciones y de autoengaños en el diario de una chica de ventipocos años nos sitúa en la senda. Flannery amará al prójimo y al personaje como se ama a sí misma. A pesar de su edad, abomina del «asqueroso romanticismo» y suplica «Dios mío, arranca estos forúnculos, ampollas y verrugas del romanticismo enfermo».

El género epistolar es uno de sus puntos fuertes, como demostrará ‘The Habit of Being’, su imprescindible colección de cartas

Diario de oración expone de forma extraordinaria el proceso formativo de O’Connor, porque el género epistolar es uno de sus puntos fuertes, como demostrará años después en The Habit of Being (1979), su imprescindible colección de cartas.

En un diario escolar, recientemente encontrado, se había reconocido con humor: «Mis poderes epistolares me estremecen. Es una pena que no pueda recibir mis propias cartas. Si produjesen tanta aprobación sincera en sus destinatarios como lo hacen en su origen, podrían mantener mi memoria viva y saludable» (22 de enero de 1944).

Este libro hace más que mantener viva la memoria de Flannery O’Connor: nos ayuda a entenderla en su madurez, cuando su destino de cristiana y de escritora se fundan y sean uno. Tan fundidos empiezan a estar ya en Diario de oración que, incluso cuando parece que ha cometido un exceso devocional, ella se recrimina un flagrante error literario: «El pecado es inmenso y está rancio. No puedes comértelo entero, ni tampoco digerirlo. Hay que vomitarlo. Pero quizá esta afirmación es demasiado literaria y [estas páginas] no deben ser artificiales».

Hasta qué punto cumplirá los deseos y las aspiraciones, puede comprobarse, respecto a la necesidad de fundir sus dos vocaciones, en el ensayo de 1957 La Iglesia y el escritor de ficción, milimétricamente medido. Y, en cuanto a su importancia como escritora, puede admirarse en sus propios relatos. Del final rotundo, irónico, de este libro, ya nos hemos fijado en las galletas escocesas y en los pensamientos eróticos, pero la última frase es una declaración de intenciones y una poética: «No hay nada más que decir de mí». A partir de entonces, de Flannery O’Connor (y de todos nosotros) hablarán sus personajes.

Poeta, crítico literario y traductor.