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Primero hay que aclarar qué se quiere decir con libertad de expresión. En la tradición norteamericana suele entenderse que la libertad de expresión exige la completa ausencia de límites. Limitar el discurso de cualquier modo sería un ataque contra el ideal. La razón es clara: ¿cómo asegurarse de que los límites no se irán extendiendo cada vez más lejos?, ¿que no coartarán la libertad de todos? La libertad de expresión total incluye escuchar el discurso de los intolerantes, de los antidemócratas o de los contrarios a la misma idea de libertad de expresión. Se supone que por medio del diálogo es como se irá logrando que esas posiciones extremas queden aisladas.

«La esencia de la libertad ha radicado siempre en la posibilidad de elegir, porque así se desea, sin coerción, sin presiones, sin verse engullido por un vasto sistema; y en el derecho a oponerse, a ser impopular, a defender las convicciones propias simplemente porque son tus convicciones. Esa es la verdadera libertad, y sin ella no hay libertad de ningún tipo, ni siquiera la ilusión de ella». Así se expresaba Isaiah Berlin, el gran filósofo de la libertad en el siglo XX, en 1952.

Sin duda parece un ideal atractivo. Así al menos lo entendía en 2016 John Ellison, decano de estudiantes de la Universidad de Chicago. En una carta dirigida a los alumnos recién incorporados a ese centro educativo les recordaba «algunas de las características definitorias» de su universidad. En concreto, «nuestro compromiso con la libertad de investigación y de expresión». Este debía conducir al civismo y al respeto, evitando cualquier tipo de acoso. «Nosotros queremos que todos los miembros de nuestra comunidad se involucren en rigurosos debates, discusiones e incluso desacuerdos. Aunque en alguna ocasión puedan suponeros un reto o causaros malestar».

Recordaba el decano Ellison que «nuestro compromiso hacia la libertad académica implica que no podemos apoyar los llamados trigger warnings (avisos de peligro), que no cancelaremos las conferencias de oradores que hayamos invitado porque traten de asuntos que puedan considerarse controvertidos, y que no aprobamos la creación de safes spaces (espacios seguros) intelectuales donde las personas se puedan refugiar de aquellas ideas o perspectivas que choquen con las suyas».

Con estos párrafos Ellison abrió una encendida polémica: ¿eran correctas sus críticas y sus pretensiones?

Como en toda cuestión en debate, el problema depende de las fuentes a las que uno acuda a informarse. Algunos autores (Haidt, Lukianoff, las revistas Quillette o Aero, Heterodox Academy, Fire) denuncian una situación de peligro real y grave contra la libertad de expresión en el ámbito de la educación superior norteamericana. El éxito de The Coddling of the American Mindde los citados Haidt y Lukianoff (tanto del artículo de 2015, como del libro de 2018), habla en este sentido.

Isaiah Berlin: «La esencia de la libertad ha radicado siempre en la posibilidad de elegir (…) y en el derecho a oponerse, a ser impopular»

¿HAY MOTIVOS PARA LA ALARMA?

¿Pero es así? Algunas voces críticas señalan que quizá esos autores y publicaciones han caído en lo mismo que critican en muchos momentos: el tribalismo. Cuando una comunidad se cierra demasiado en sí misma tiende a convencerse de manera cada vez más profunda de sus propias creencias, y ve en los demás a colegas o a enemigos. Esta crítica (planteada por primera vez por Bill Bishop en su libro de 2009 The Big Sort) la aplican Haidt y Lukianoff a los que defienden la corrección política en la academia. Sin embargo, los defensores de ciertos límites en la expresión también ven esa característica en sus contrarios.

Así lo defiende Zack Beauchamp (Vox, agosto de 2018). Cita un estudio (reconociendo lo limitado en sus fuentes) que publicó el director del Proyecto Libertad de Expresión de Georgetown University. En él se afirma que «la crisis parece algo más que hinchada». Y las razones son estrictamente numéricas: entre 2016-2018 se produjeron noventa denuncias por motivos de libertad de expresión en EEUU. Solo sesenta (treinta cada año) tuvieron lugar en campus universitarios. En ese país hay un total de 4.583 colleges y universidades.

¿No sería claramente exagerado hablar de toda una generación de estudiantes temerosa de la libertad de expresión?

Beauchamp indica además cómo los «desinvitados» son casi siempre las mismas personas (solo Yiannopoulos acumuló catorce de las cuarenta y dos retiradas de invitaciones a hablar en universidades de 2017). Si son siempre los mismos, y estos son trolls profesionales, se entiende que «estudiantes conservadores invitan a oradores famosos a causa de su discurso ofensivo o cargado de prejuicios raciales en un intento deliberado de provocar a la izquierda del campus. Cuando estos estudiantes reaccionan protestando o molestando en las conferencias, los conservadores lo usan como una prueba de que hay verdadera intolerancia contra las ideas conservadoras».

En el fondo, son invitados para lograr una protesta que suficientemente aireada en medios y redes sociales generará alarma y publicidad. Buscan el efecto bola de nieve.

Sin embargo, ¿es siempre así? La retirada de invitaciones ha afectado también a figuras públicas tan destacadas como Condoleezza Rice (secretaria de Estado en EEUU) o Christine Lagarde (directora del Fondo Monetario Internacional). En España se pueden recordar los boicots sufridos en aulas magnas universitarias por Felipe González o Rosa Díez. Y aunque siempre fuera así, ¿se puede justificar la violencia para evitar un discurso?

¿POR QUÉ SE NECESITA SEGURIDAD?

En respuesta a la carta del decano Ellison de Chicago, Morton Schapiro, rector de Northwestern University, defendía en un artículo la conveniencia de los safe spaces a partir de una propuesta que le hicieron miembros de la asociación de antiguos alumnos. Resulta que en el campus de Nortwestern existe The Black House, un pequeño edificio al que solamente acceden estudiantes de color. Con cierto afán integrador, desde la administración del campus se propuso instalar allí una oficina multirracial. Pero los alumni se opusieron. «Una estudiante de los ochenta dijo que ella y sus compañeros habían luchado para lograr una casa propia dentro del campus», y sugería que se pusiera esa oficina en cualquier otro lugar, «dejando esa pequeña casa con su orgullosa historia como un lugar seguro (safe space) solo para negros».

Solo 60 denuncias por motivos de libertad de expresión se hicieron en los campus de los 4.583 colleges y universidades de EEUU, en 2016­-2018

Schapiro accedió a la petición. A fin de cuentas, escribía otra graduada, «todo el mundo necesita un espacio seguro como el que para ella, como judía, había sido la Hillel House. Ella sabía que cuando estaba allí se podía relajar sin preocuparse porque no judíos le preguntaran sobre política israelí y otros problemas». ¿Qué diferencia hay entre una casa para negros, un centro judío o un centro católico?, deduce Schapiro. Y concluye: «tenemos una gran esperanza de crear una comunidad inclusiva, y eso exige primero espacios en los que los miembros de cada grupo se sientan seguros». Es decir, para que todo el mundo se integre primero es necesario que cada individuo (negro, latino, lgtb, católico, judío…) tenga un lugar donde ser él mismo.

Rebecca Zanitsky, en The Georgetown Voice (el periódico de esa universidad), ofrece un argumento cercano. Considera Zanitsky que los avisos de peligro pueden preparar al estudiante cuando se tenga que enfrentar a un contenido potencialmente complejo, bien por su propio pasado, bien por las heridas sufridas por los de su clase o minoría. Considera que, a fin de cuentas, el esfuerzo de anunciar que un contenido puede generar problemas no supone nada para el profesor. Y avisar, asegura, no significa prohibir.

Sin embargo, además de las de Haidt y Lukianoff, existen otras voces contra los safe spaces y los trigger warnings. Por ejemplo, Alan Levinovitz (profesor de Estudios Religiosos en James Madison University) explica en The Atlantic (2016) cómo los trigger warnings silencian a los alumnos con convicciones religiosas. Su artículo, escrito también a raíz de la carta del decano Ellison de Chicago, explica el sentido de esos avisos: un profesor prudente debe estar al tanto de los traumas de sus alumnos, y aquellos que pertenecen a minorías es bueno que se vean reforzados por compañeros comprensivos en lugares donde puedan expresarse libres de miedo.

¿PERO NO EXAGERAN?

A Levinovitz no le preocupa la libertad de expresión. Es verdad que entre los profesores, «al presentar asuntos controvertidos, algunos pueden temer por sus puestos de trabajo tras haber visto a otros académicos sujetos a intensas críticas públicas». A los alumnos les puede pesar, sin duda, el modo en que les juzguen sus compañeros. Pero eso no es grave. Lo preocupante, según Levinovitz, es que, «aunque los avisos de peligro y los espacios seguros afirman que crean un ambiente en el que todo el mundo se siente libre para decir lo que piensa, el espíritu de tolerancia y respeto de estas políticas pueden ahogar el diálogo sobre asuntos polémicos, en especial raza, género y, en mi experiencia, creencias religiosas».

Pone el ejemplo de cómo los estudiantes «deberían exponer sus creencias sin miedo a que les tachen de intolerantes o faltos de respeto, aunque piensen que ciertas orientaciones sexuales están prohibidas por Dios, que la vida empieza en el momento de la concepción o que el islam es el único camino hacia la salvación». Levinovitz indica que tampoco es fácil disentir en asuntos de racismo, sexismo o el imperialismo americano. Ya que cualquier toma de posición distinta a la corriente general se tomará como una «fobia», de modo que los estudiantes con convicciones prefieren permanecer en silencio. Concluye citando a S. Prothero (profesor de Religión en Boston University): «Los estudiantes son buenos con el “respeto”, pero parecen alérgicos a la “discusión”».

Recuerda Levinovitz que la universidad no puede ser un hotel, sino un campo de en­trenamiento para en­frentar a los alumnos a sus miedos

¿Cómo exigir a un alumno para el que una parte importante de su identidad es su religión, que acepte que en su universidad sus convicciones se tachen como falsas o malvadas? «Si el respeto exige no atacar la identidad de los demás, entonces la única discusión respetuosa en temas de religión sería aquella en la que todos afirmaran las creencias de los otros, aceptaran esas creencias sin juzgarlas, o mejor permanecieran en silencio».

Recuerda Levinovitz que la universidad no puede ser un hotel. Es un campo de entrenamiento (boot camp). Si enfrenta a los alumnos a sus miedos, la universidad «logrará individuos que han cultivado su inteligencia y aceptado nuevas ideas en una discusión común». Pone como ejemplo la figura de Sócrates, «condenado por tener la temeridad de cuestionar las creencias más profundas de la gente». Eso es algo que no hubiera sucedido si en el ágora hubieran existido trigger warnings safe spaces.

En Psychology TodayPamela B. Pareski (PhD, directora del Aspen Center for Human Developmen y miembro de fire) analizaba un estudio de Harvard sobre cómo los avisos de peligro pueden hacer más débil la mente de los estudiantes. Algunos de sus numerosos argumentos son:

Según el doctor Richard McNally los avisos no arreglan, sino que perpetúan, el desorden de síndrome de estrés postraumático (PTSD, en sus siglas en inglés). Parte de la cura de un PTSD exige enfrentarse a la fuente de su miedo irracional (un ascensor, un espacio abierto, hablar en público…). Si se evita el contacto con el problema, como ocurre en todo caso de ansiedad, el problema se agrava y la imaginación dispara «el cumplimiento de la autoprofecía» anunciando un desastre. Ningún psiquiatra aconsejaría refugiarse en espacios seguros a un paciente con PTSD.

Recuerda también Pareski cómo los trigger warnings han terminado en situaciones tan surrealistas como la denunciada por Jeannie Suk Gersen, profesora de Derecho Penal en Harvard, cuando informó de cómo distintas organizaciones de alumnos (y algunos profesores) pedían dispensa de materia cuando había que estudiar las leyes sobre la violación por ser ese tema una causa potencial de malestar.

Los avisos de peligro pueden ser una muestra de desconfianza en la resiliencia (la capacidad de rehacerse) de los alumnos que han sufrido traumas. También pueden ser causa del aumento de la vulnerabilidad de los estudiantes no traumatizados, porque vi- ven dentro de una cultura de peligro que incluso «afirma que las palabras hacen daño». Concluye Pareski que quizá lo que habría que hacer es «avisar del peligro de los avisos de peligro» pues «es la creencia de que las palabras pueden hacer daño lo que causa daño, no las palabras por sí mismas».

¿Quién tiene autori­dad para decidir que un orador es de «poco valor»? ¿O para ase­gurar que se aplica el mismo criterio con to­dos los oradores, sean del lugar del espectro político que sean?

¿ES NECESARIO RETIRAR LAS INVITACIONES?

Otros consideran que retirar la invitación no es un problema de libertad de expresión. Aaron Hanlon, profesor de Literatura en Colby College que actualmente investiga en Cambridge, desarrolla su argumentación para The New Republic (2017). Primero desenmascara el proceso por el que se invitan a los ponentes en un campus. Un club de estudiantes propone el invitado a un comité administrativo, presentando el presupuesto y el plan. Solo cuando el orador ya ha sido invitado salta su nombre a la luz pública. De ese modo «el debate ocurre después de la invitación». Basta con que a un grupo se le haya aprobado un orador polémico para que el éxito esté asegurado: cualquier valoración contra el invitado, por muy razonable o prudente que sea, será acusada de censura y de intento de la izquierda del campus por proteger con un escudo a los estudiantes de ideas que asustan. Y los oradores agraviados denunciarán la «violación de sus derechos constitucionales».

Hanlon da la vuelta al argumento. Retirar una invitación, o no permitir que ciertas personas participen de la vida educativa y cultural de los campus, es un ejemplo de aplicación de los ideales de la educación en artes liberales. En la educación liberal, desde Grecia y Roma, los profe- sores decidían qué era necesario para que el alumno «se preparara para participar eficazmente en la vida cívica. Y eso siempre ha incluido elegir qué es lo que la gente necesitaba conocer, y también lo que no necesitaba conocer».

Así le ocurre —sigue Hanlon— a cada profesor cuando tiene que preparar el programa (syllabus) de su asignatura, que da en apenas catorce semanas: pone y quita, y no por eso se le tacha de censor. Al contrario: procurará dar los contenidos más significativos para entender algún campo de la realidad, de la filosofía o de la historia.

En una universidad no hay tiempo para oradores de poco valor, y por eso tampoco debería haber espacio (tarima) para ellos. «Es necesario entender que la libertad de expresión indica el derecho a hablar, no el derecho a harcerlo desde la tarima de un centro de educación superior». A pesar de todo, la postura de Hanlon presenta problemas. A fin de cuentas, sí que todo profesor tiene algo de censor, y elegir estudiar a Descartes antes que a Pascal, por poner un ejemplo, ya supone un cierto sesgo sobre la Filosofía Moderna, aunque en este ejemplo los dos sean autores de primer nivel. Dicho de otro modo, ¿quién tiene autoridad para decidir qué orador es «de poco valor»? ¿O para asegurar que se aplica el mismo criterio con todos los oradores, sean del lugar del espectro político que sean?

Se puede comprobar que, con los mismos principios, con frecuencia se llega a conclusiones muy distintas en sedes prestigiosas como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Señala Francisca Pérez de Madrid (catedrática de Derecho Eclesiástico del Estado en la Universidad de Valencia) cómo ese tribunal condenó por delitos de odio en Suecia a unas personas que repartían folletos a la salida de un colegio explicando la incidencia de la homosexualidad en el aumento de casos de VIH (Vejdeland vs. Suecia), a la vez que consideraba no punible una performance no autorizada y nada respetuosa con la religión dentro de la catedral de Moscú que realizaron las Pussy Riot. «Es el doble rasero: según el grupo perseguido, es mayor o menor la sensibilidad para protegerlo».

Algunos autores, como Robert Spaemann, se­ñalan que precisamen­te son los límites los que permiten la convi­vencia cívica. Sin ellos todo está permitido

Si eso pasa en instituciones de prestigio, ¿no podría ocurrir algo parecido en cualquier universidad? ¿Quién vigila al vigilante? ¿No sería más prudente —como postulaban Mill o Berlin— evitar cualquier tipo de límite para así también imposibilitar cualquier posibilidad de censura? El jurista británico Paul Coleman defiende esta posición en su libro La censura maquillada (2018). Pero cabe hacer dos objeciones a estas tesis. Primera, es un planteamiento que cierra la posibilidad de queja por acciones que ataquen directamente a una religión, una identidad sexual o una raza. Segunda: algunos autores, por ejemplo el filósofo alemán Robert Spaemann, han señalado que precisamente son los límites los que permiten la vida ética y la convivencia cívica. Sin ellos, «todo está permitido» y se hace imposible convivir.

La argumentación de Hanlon recuerda a lo que escribe Neil Levi, historiador en la Universidad de Sidney, para la revista digital Aeon (2019). Levi indica que el hecho de hablar en una universidad añade un áurea de prestigio (la denomina evidencia de orden superior), pues se da por supuesto que para intervenir en una institución de educación superior es necesario tener algo razonable que decir. Por eso, sostiene, no bastaría con invitar también a alguien de la posición contraria para asegurar el equilibrio: el hecho de que le den micrófono ya se puede considerar una victoria «porque el campus hace al ponente creíble, competente y sincero». No tiene el mismo respaldo de seriedad publicar una entrada en un blog personal que un libro en Oxford University Press; no tiene la misma credibilidad lo que diga un youtuber en su canal que lo que exponga alguien que se presenta como «conferenciante en Berkeley, Harvard y Yale». La evidencia de orden superior, el prestigio prestado por el entorno académico, es un marchamo de calidad que no habría que dar a cualquiera.

Sin embargo, Levi sigue sin proporcionar respuesta a esta pregunta clave: ¿quién decide qué oradores no merecen el respaldo de la academia? Puede pensarse en algunos que fueron censurados por motivos que al final se demostraron erróneos (Galileo). Otros son rechazados más por sus opiniones en asuntos candentes que por problemas de currículo. Por ejemplo, tal y como cuenta Toby Young, columnista de The Spectator, «la vergonzosa decisión de la Universidad de Cambridge de rescindir la estancia de investigación de Jordan Peterson» a causa de las protestas de algunos alumnos en Varsity («el diario de estudiantes de Cambridge, que es tan cobarde en sus reverencias hasta el suelo en homenaje a los que se quejan, que hacen que Pravda parezca una obra de John Milton»). Añade Young que los estudiantes declaran que Peterson no es bienvenido porque Cambridge tiene un «ambiente inclusivo», «es decir, un ambiente en el que todo el mundo tiene apariencia distinta pero piensa exactamente lo mismo». Otro caso llamativo sería el del prestigioso profesor emérito de Oxford, John Finnis, al que algunos alumnos piden que se expulse del claustro por sus estudios sobre la doctrina acerca de la homosexualidad en Platón, Aristóteles o Plutarco.

La filósofa Elisabeth Anscombe protestó por la entrega de un docto­rado honoris causa al presidente Truman con un texto que se ha con­ vertido en un clásico sobre la guerra justa

 

¿OTROS MODOS DE ENFRENTARSE AL PROBLEMA?

Quizá no exista un problema de libertad de expresión. Quizá sí, y los campus hayan sido conquistados por la corrección política. Quizá también haya otros modos de enfrentarse a la crisis, distintos y más inteligentes que la violencia y los altercados. La periodista Katie Herzog propone en su periódico de Seattle, The Stranger (septiembre, 2018), una medida pragmática, algo humorística y probablemente muy eficaz: en vez de enfrentarse a los oradores que para ganar protagonismo quieren actos violentos, bastaría con «asistir al acto, dejarle empezar y entonces levantarse y largarse lejos de allí». Es decir, dejar al orador con la palabra en la boca, lograr que su presencia deje de ser noticia.

Otra posibilidad de respuesta ante alguien o algo que ofende o disgusta ocurrió en 1956 en la Universidad de Oxford. Ese año la universidad decidió otorgar un doctorado honoris causa a Harry S. Truman, trigésimo tercero presidente de los EEUU, que autorizó la orden de arrojar las bombas atómicas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Una profesora de Filosofía de 34 años, Elisabeth Anscombe (1919-2001), discípula de Wittgenstein y su albacea, elevó una enérgica protesta al considerar que Truman era un ejemplo de asesino de masas de carácter mediocre que no se merecía ese reconocimiento.

Anscombe defendió su opinión de un modo universitario: escribiendo un texto que, pasadas décadas desde la ceremonia en cuestión, es un clásico del pensamiento ético del siglo XX sobre «la guerra justa». En Mr. Truman’s Degree dice la autora: «En el caso de Hiroshima y Nagasaki no nos enfrentamos a un caso límite. El bombardeo de estas dos ciudades se hizo claramente con la decisión de matar al inocente como un medio para un fin» y «elegir matar al inocente como medio para lograr los propios fines es siempre un asesinato, y el asesinato es la peor de las acciones humanas».

Se desconoce si el texto llegó o no a las manos de Truman. Si le hubiera llegado, y él lo hubiera leído, seguro que le habría hecho preguntarse con inquietud si esa profesora podía tener razón. Y, por cierto, por su escrito Anscombe no vio amenazada en ningún momento su carrera académica. Anscombe se limitó a argumentar, utilizar las herramientas de su forma analítica de pensar, abrir un debate de altura académica.

Términos de una neolengua

El debate sobre la libertad de expresión ha dado lugar a un nuevo vocabulario, del que se desprenden las motivaciones de quienes defienden la libertad absoluta y los que piden limitaciones. Estos son algunos de sus términos.

  • Trigger warnings«avisos de peligro». Empezaron en Internet para indicar que una determinada página, fotografía o vídeo podría dañar la sensibilidad del espectador por contener violencia, pornografía, cadáveres, etc. En universidades avisan de que una lección o lectura podría reactivar posibles traumas en algunos alumnos, o contienen lenguaje racista, contrario a una minoría, etc.
  • Safe space«espacio seguro» dentro de un campus específicamente dedicado a un grupo identitario vedado a los que no pertenecen a él o quienes puedan ser contrarios. Por ejemplo, clubes de latinos, negros, judíos, católicos, lgtb, etc.
  • Desinvitation, término creado por Lukianoff, presidente de la plataforma fire y coautor de The Coddling of the American Mind (La mimada mente americana), para referirse a la acción de retirar una invitación ya confirmada a un orador debido a quejas de alumnos o profesores.
  • No-platform Deplatformacción de no invitar a alguien a una universidad, de negarle el espacio de la tarima o de imposibilitarle exponer su mensaje en la universidad.
  • Left (izquierda) students. En ee uu, estudiantes progresistas, que votan al Partido Demócrata, anti-Trump, a favor de causas como género, aborto, matrimonio homosexual, minorías y a favor de la corrección política.
  • Right (derecha) students. En EEUU, estudiantes conservadores que votan al Partido Republicano, pro-Trump, contrarios a la teoría de género, provida, contra el matrimonio homosexual, defensores de la libertad de expresión.
  • Troll, término tomado de Internet que indica a alguien que se introduce en algún lugar (en este caso la universidad) con la intención de reventar un debate desde dentro, bien por lo exagerado y ácido de sus expresiones, bien por la radicalidad de las mismas. En el caso de la polémica sobre la libertad de expresión se considera que buena parte de los problemas de reacciones violentas en las universidades se han debido a oradores que responden a esa descripción. El más conocido es Milo Yiannopoulos con su Dangerous Faggot Tour (La gira del maricón peligroso). Otros son Ben Shapiro, Charles Murray, Ann Coulter, etc. Se les critica por estar más interesados en generar polémica que en dar un mensaje intelectualmente profundo.
Doctor en Filosofía. Universidad Francisco de Vitoria. Madrid.