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La última vez que hablé con Juan Pablo fue el pasado 29 de octubre, cuatro días antes de su fallecimiento. Ese día un grupo de amigos de don Antonio Fontán íbamos en el AVE camino de Sevilla para encontrarnos con él en Guadalcanal, referencia familiar de los Fontán y apelativo del marquesado otorgado por la Casa Real a don Antonio, como reconocimiento por su larga y leal trayectoria al servicio de la Monarquía y de España.

Durante el viaje rondaba en la atmósfera una preocupación coincidente y recurrente entre nosotros sobre el estado de salud de nuestro amigo Juan Pablo. Pensé que era un buen momento para llamarle, pues en otras circunstancias hubiera hecho el viaje con nosotros y estaba seguro de que le alegraría saber que íbamos a Guadalcanal y que nos acordábamos mucho de él. La sensación que tuve al despedirnos y, pasar el teléfono a otros amigos, fue la de un hombre que se enfrentaba a la enfermedad con la normalidad, la fortaleza y la confianza tan habituales en su comportamiento. No percibí ningún rastro de abatimiento, ni de miedo al acercarse a la gran hora; quizás sólo un cierto cansancio del exhaustivo tratamiento médico que recibía.

Conocí a Juan Pablo hace veinte años, y siempre fue un hombre pulcro, digno, de entusiasmo contenido pero evidente, conversador y conciliador, prudente y mesurado en el juicio, que amaba la vida y la honraba como regalo divino. Juan Pablo con su aire bonachón, tranquilo y un tanto eclesiástico, siempre tenía algo entre las manos. Reunía condiciones de hombre de pensamiento, enraizado en la fortaleza de sus convicciones y en su sentido patriotismo, y de acción, como demuestran sus continuas iniciativas empresariales en torno a proyectos periodísticos; siempre con la firme idea de influir en la sociedad y de difundir los valores que fueron el motor de su actividad humana.

Recuerdo que era habitual oírle hablar con altura y firmeza sobre los temas que le importaban: la unidad de España, Navarra, la educación, la justicia, la economía, y lo hacía siempre con cordialidad, cercanía y profundidad pero con el deseo ferviente de conocer la opinión de los demás para corregir, ampliar o ratificar su juicio. Era un hombre sensible, abierto y flexible, que en las reuniones en las que coincidíamos nunca pontificaba ni limitaba el debate, sino que galvanizaba adecuadamente la discusión y, sin que los interlocutores lo percibieran, obtenía un juicio útil y ponderado sobre las diversas cuestiones que podían interesar.

Juan Pablo de Villanueva era una persona con la que siempre se estaba cómodo, porque aun siendo muy claro en sus opiniones, no tenía un sentido imperativo de las mismas. Le recuerdo muchas veces, en cualquier restaurante, acompasando su opinión con la utilización de los cubiertos a modo de improvisada batería, que para sí quisieran los últimos grupos pop. Había una felicidad innata en él.

Nueva Revista fue el origen y el motivo de nuestra creciente amistad. Coincidimos habitualmente, desde 1990, en las cenas-coloquio que se celebraban en el restaurante La Dorada, después de las reuniones del Consejo Editorial. Pero nuestra relación se intensificó a raíz de la adquisición, en 1996, del Grupo Negocios propietario a la sazón de La Gaceta de los Negocios. Colaboré activamente con él en la obtención del capital necesario para afrontar ese reto empresarial y posteriormente me encargó que me hiciera cargo del Consejo Editorial, como coordinador del mismo.

Durante cerca de diez años, aparte de las cotidianas llamadas telefónicas, nos reuníamos todos los meses con Juan Pablo en el restaurante Arturo de la calle Sagasta un grupo de personas, entre las que se encontraban Sucre Alcalá, Salvador Bernal, Álvaro Delgado-Gal, Fernando Méndez, Rafael Puyol, Antxón Sarasqueta, y también en su época de director Fernando Rayón. Entre todos pasábamos revista a las materias de actualidad y sobre todo a los temas de fondo que afectaban al futuro de España.

Para Juan Pablo, como dijo Ortega, «la vida era un quehacer». Tenía unas dotes excepcionales como periodista y ese fue su destino. Se entregó en cuerpo y alma a su profesión, inspirando múltiples iniciativas empresariales en el campo periodístico, como la mejor vía para trabajar por un fin superior: el construir una España mejor sustentada en los principios a los que siempre fue fiel. Se puede decir que Juan Pablo de Villanueva fue el creador e impulsor de la prensa económica en España. No sé si fue el primero, pero sí el que le dio la dimensión actual. Así, contribuyó a través de la información económica a la modernización económica de nuestro país.

No todo fueron éxitos, tuvo también Juan Pablo decepciones y fracasos. Pero desde su fortaleza moral, el sentido trascendente de la vida en la que firme y fielmente creía, un fair play irreductible y una fe incansable en los proyectos que emprendía, y cuya característica más notoria era su proverbial terquedad, le ayudaron a que su buen corazón y su nobleza de espíritu nunca se enturbiaran.

Siguió siempre adelante, tenía la misma ilusión de siempre por los nuevos proyectos. Nunca perdió la iniciativa, ni abdicó en el combate. Nos deja un recuerdo imborrable, e inevitablemente le echaremos de menos.

Presidente del Consejo de Administración de Telemadrid. Del Consejo Editorial de Nueva Revista