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El sistema sanitario español se encuentra en una fase de cuestionamiento, debido al déficit que año a año genera, que contrasta con la eficiencia que aducen aquellos que entienden que esa palabra debe calificar una asistencia universal, integral y casi gratuita.

El gasto sanitario en España alcanza una cifra aproximada de 67.000 millones de euros, el 6,5% del PIB, si se agrega el gasto sanitario privado llegaríamos a un 8,2%. En cualquier caso, un punto menos que la media de la Unión Europea y casi dos con países como Francia, Alemania o Dinamarca, que marcan el liderazgo en cuanto al porcentaje de gasto sanitario sobre su PIB.

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Si señalamos el gasto sanitario per cápita, España tiene una de las inversiones más bajas en salud, poco más de 1.500 euros por habitante y año, tan solo superado a menos dentro de la Comunidad Europea por Grecia y Portugal. En estas cifras hay enormes desigualdades entre CCAA, puesto que Extremadura y País Vasco gastan casi un 50% más que Baleares, y comunidades como la de Madrid se encuentran a casi 30 puntos de las autonomías que ostentan el liderazgo al respecto.

Si analizamos el gasto medio en medicamentos per cápita en España, se produjo un incremento considerable en el periodo 1996-2002, produciéndose un punto de inflexión en el 2003, con un incremento del 12,2%, disminuyendo hasta un incremento de tan solo el 3% en el año 2009, y decrecimientos en 2010 del 2,6% y casi once puntos en el primer semestre de 2011.

En general, los países europeos que gastan menos en sanidad pública muestran un mayor gasto público en medicamentos. Es decir, a medida que aumenta el nivel de renta de los países disminuye el gasto farmacéutico en general y el gasto farmacéutico per cápita, a pesar de que aumentan los gastos sanitarios per cápita totales y públicos. Esto quiere decir que cuando hay pocos recursos sanitarios se produce un efecto sustitutivo entre gasto sanitario farmacéutico y no farmacéutico.

La utilización de medicamentos ahorra costes en otras áreas del sistema sanitario, de forma que un análisis parcial de una partida del gasto sanitario puede esconder implicaciones relevantes en forma de ahorro de costes en otras partidas. Básicamente en asistencia sanitaria y hospitalaria pero también en asistencia primaria. De ahí que hay una primera recomendación a ofrecer: una mayor inversión a nivel de atención primaria implicaría más recursos y tiempo de atención al paciente racionalizando, por tanto, en la prescripción, lo que tendría un efecto de disminución del gasto farmacéutico.

Sentadas las bases de que la financiación del sistema sanitario español es insuficiente, tenemos que pasar a analizar cuáles son las fórmulas que se utilizan.

En el gasto farmacéutico, la fórmula utilizada es el coseguro, que es un sistema de coste compartido, en el que el paciente asume un porcentaje del coste del medicamento prescrito. Esta fórmula la utilizan un alto porcentaje de países de la Comunidad Europea, pero en el caso español su resultado está siendo muy pobre —año a año baja el porcentaje del coste del medicamento que asume el paciente—, porque el escalado que marca el porcentaje de pago por el usuario solo está vinculado al tipo de enfermedad, y a la condición de trabajar o estar jubilado. De esta forma, se pierde la virtualidad que tendría el establecer distintos porcentajes según las terapias fueran para enfermedades crónicas o agudas, o la posibilidad de establecer categorías de medicamentos, en base a su utilidad terapéutica o su coste/efectividad, o la posibilidad de establecer un gasto anual del beneficiario en medicamentos.

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En definitiva, una asunción de responsabilidades dinámica por parte del paciente que genera el gasto, que obviamente siempre tendría que estar condicionada por su situación económica y su edad biológica.

El gasto farmacéutico hospitalario supone otro elemento digno de reflexión. A medida que las autonomías se han ido haciendo cargo de las competencias de sanidad, una de las primeras políticas que han desarrollado ha sido la construcción de hospitales de una forma extensiva, ya sean hospitales comarcales o grandes hospitales de cabecera, que han ido gestionando su gasto farmacéutico interno de forma individualizada, sin apenas vinculación unos con otros y, en muchos casos, a través de sistemas ligados a los propios desarrollos del servicio asistencial de farmacia del hospital de que se tratase. Esto ha hecho que en muchas autonomías el gasto farmacéutico hospitalario alcance actualmente cifras próximas al 50% del gasto farmacéutico ambulatorio. Esto es, del que utiliza el ciudadano corriente cuando va a su consulta de atención primaria o especializada.

No es posible seguir por ese camino, las CCAA tienen que controlar su gasto farmacéutico hospitalario a través de la creación de centrales de compras y la externalización de la gestión de los stocks de sus farmacias hospitalarias. Hay que desvincular las actividades asistenciales farmacéuticas que se realizan en un hospital, con la provisión de medicamentos y productos sanitarios, que debe ser una tarea a realizar por empresas del sector privado, que tienen una gran experiencia en la provisión de estos servicios, en colaboración con las centrales de compras que se constituyan a nivel nacional y autonómico. Una de las parcelas en las que afloraría de una forma más rápida el ahorro de costes en el sistema sanitario público sería precisamente esta.

El sistema de salud no es eficiente. Aunque lo pudiera parecer a primera vista, no se puede calificar así esta gestión. Cuenta, en efecto, con el apoyo de una gran parte de los ciudadanos porque dispone tanto de un gran cúmulo de recursos humanos y financieros como de agentes. No supone, en cambio, la provisión de servicios a un coste razonable como consecuencia de una gestión ordenada de sus recursos, que es lo que lograría un coste sostenible.

Esta es la base del problema. Existe un consenso de que la sanidad pública necesita al menos un punto más del PIB unos once mil millones de euros anuales para cuadrar sus cuentas. Probablemente es así, pero si no solventamos los problemas de ineficiencias que se manifiestan en su gestión, en pocos años estaremos analizando las mismas carencias. No ha habido un solo país entre los desarrollados que haya conseguido disminuir jamás su porcentaje de gasto sanitario sobre el PIB.

Imaginémonos qué sucederá si no corregimos esta tendencia desmesurada a la construcción de hospitales, al equipamiento de los mismos con todo tipo de sistemas y tecnologías que trabajan durante cuatro horas al día cinco días a la semana, a la existencia de servicios de urgencia de diversas terapias, duplicados y triplicados en todas las capitales de provincia, a la barra libre que supone la utilización de las urgencias como elemento para obviar las listas de espera o la atención de cualquier dolencia por leve que esta sea. En definitiva, además de poner más recursos a disposición del sistema, tenemos que trabajar para que todas las ineficiencias que se manifiestan en el mismo se vayan corrigiendo con cambios muy profundos en los modelos de gestión, tanto en la asistencia hospitalaria como en la atención primaria y la especializada.

Las competencias de financiación que asumen las CCAA y la provisión de recursos que vienen de la Administración central es otra de las disfunciones que está presionando sobre la buena gestión del sistema. La sanidad se debe financiar con impuestos que pueden ser o no finalistas pero que, desde luego, no pueden estar al albur de que en épocas de bonanza económica el sistema sea sostenible y en épocas de declive económico se demuestre que esto no es así. La situación actual en las que muchas CCAA no pueden hacer frente ni al gasto en medicamentos, nos sitúa ante el peor de los escenarios en el que el ciudadano puede pensar: que nuestro sistema sanitario público solo es sostenible en épocas de bonanza económica.

El otro gran pilar del Estado de bienestar, la educación, no tiene estos problemas porque se financia; sí con impuestos, pero también con tasas que se revisan anualmente, a cargo del usuario del sistema educativo y, por tanto, no se producen las tensiones financieras que se aprecian en el ámbito de la sanidad. La creación de tasas por la utilización de algunos servicios sanitarios al modo en que se realiza en el consumo de medicamentos, tarde o temprano tendrá que imponerse no como elemento disuasorio de la utilización de los mismos, sino como método de coadyuvar a su financiación.

El realismo en el análisis me hace pensar que España tiene recursos suficientes para hacer de su sistema sanitario público un ejemplo de eficiencia y sostenibilidad. El crecimiento de las inversiones en sanidad que se ha producido en los últimos quince años, tiene que venir acompañado por una modificación de la gestión, en la que muchos de los paradigmas que se han utilizado vinculados a la acumulación de recursos como método de dar respuesta a la demanda, sin contrastar la rentabilidad de esa inversión y la gestión de la misma, tienen que modificarse.

Hay que hacer una labor pedagógica con el ciudadano, haciéndole ver que en nuestro sistema sanitario no puede ser todo casi gratuito y que hay que hacer pequeños esfuerzos en beneficio de aquellos que más lo necesitan y menos recursos tienen y, sobre todo, para dejar a las próximas generaciones una sanidad eficiente, medida por factores de coste/eficacia.

Este no puede ser un proyecto ideológico ni de partido. Tiene que ser un objetivo nacional con consensos básicos en el que los datos objetivos sean el primer parámetro para tomar decisiones. Si estableciésemos estas premisas no estaríamos lejos de ir solucionando poco a poco el problema, porque los recursos implementados en los últimos años y la calidad de la formación de los agentes del sector me permiten aventurar que en ese camino vamos a encontrar complicidades muy positivas.

Presidente del Consejo Rector de COFARES