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De manera más impresionista y subjetiva, quiero reconocerlo desde ahora, que cuantificada y objetivable —producto en parte de mi experiencia directa en el proceso que se valora aquí—, en esta reflexión intentaré mostrar que, más allá de las obvias diferencias en cuanto al valor concedido en las Humanidades al principal soporte de resultados de la investigación (libros versus artículos, como asimismo sucede en parte de las Ciencias Sociales), obviando la incipiente y escasa representación de nuestras revistas en los repertorios JCR (Journal Citations Report para la medición del factor de impacto, o WoS (Web of Scienceque son tareas en proceso), tanto las presuntas virtudes del sistema como sus deficiencias obedecen a un patrón común; y que sus efectos prácticos —positivos y también negativos— son, en lo que actualmente se llama «Área de conocimiento E. Arte y Humanidades», visiblemente similares al resto de los ámbitos de conocimiento sometidos a consideración.

Hay que aclarar también que otra serie de indicadores de calidad existen, como es el caso de dice, por ejemplo, para Humanidades y Ciencias Sociales, o que la incorporación a SciELO (plataforma integrada a su vez en WoS) es cada vez más abarcadora, también para revistas del campo humanístico. No obstante, la aplicación determinante para acreditar o no ha sido, en este ámbito, el número de sexenios obtenidos, junto a la suficiente aportación en el resto de los apartados. Ante todo, hay que considerar que bajo el rótulo general de «Humanidades» se encuadran materias muy di- versas —y algunas de tan larga andadura en el entorno cultural de Occidente, pero no solo en este, como son la Filosofía y la Historia—, las cuales se ven agrupadas a su vez en tres bloques para la evaluación del profesorado: Historia, Filosofía y Geografía; Filología y Lingüística; y, respectivamente, Historia del Arte y Expresión Artística. Los dos primeros bloques, sometidos a criterios de evaluación muy similares, con exigencia simétrica en número de aportaciones e indicadores específicos, contienen a su vez las siguientes especializaciones por orden alfabético: Análisis Geográfico Regional, Arqueología, Ciencias y Técnicas Historiográficas, Filosofía, Geografía Física, Geografía Humana, Historia Antigua, Historia Contemporánea, Historia de América, Historia de la Ciencia, Historia Medieval, Historia Moderna, Lógica y Filosofía de la Ciencia, además de Prehistoria, todas ellas incorporadas a la construcción disciplinar en momentos históricos y situaciones muy distintas, con inspiraciones teóricas y marcos metodológicos muy variados, pero agrupadas ahora todas en el primero de esos bloques.

Son, como bien se ve, las «áreas de conocimiento» que quedaron definidas por el legislador en los años ochenta del siglo XX, y que enseguida sirvieron para la configuración de los departamentos como unidades de docencia e investigación por vez primera en nuestro país, ya que su definición como tales no es nada antigua en nuestro panorama académico, pues data solamente de la aprobación de la Ley de Reforma Universitaria, LRU, en el año de 1983.

En el segundo de esos grandes bloques, Filología y Lingüística, se agrupan a su vez los Estudios Árabes e Islámicos, los Estudios de Asia Oriental, los Estudios Hebreos y Arameos, la Filología Alemana, la Catalana, la Eslava, la Francesa, la Griega, la Inglesa, la Italiana, la Latina…, más la Filología Románica, la Vasca, la Gallega y Portuguesa, la Lengua Española, la Lingüística General, la Indoeuropea, la Literatura Española, la Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y el área de Traducción e Interpretación. Como puede observarse ya solo con la enumeración del repertorio, se trata de disciplinas en su mayoría de larga tradición en cuanto a estudios y publicaciones, unas mucho más nuevas que otras (aunque estas ya tampoco lo sean tanto, como sucede con la Lingüística, disciplina estrella en la primera mitad del siglo XX en cuanto a innovación).

La aplicación determinante para acreditar o no, en el caso de Humanidades, ha sido el número de sexenios obtenidos

En cualquier caso, se trata de materias sometidas a reglas  de comportamiento y tradiciones investigadoras de distintas matriz y perspectivas, al tiempo que de expectativas escasas muchas veces, o incluso interés nulo, en cuanto a avenirse a sumarse a la difusión de resultados en lengua inglesa en revistas consideradas internacionalmente de alto impacto, tal y como parecería ya obligado con carácter unánime, y como ya se ha hecho realidad en las últimas décadas en muchas otras áreas, incluso en algunas de las propias materias de Humanidades, abiertas progresivamente a la digitalización. Sucede, sin embargo que incluso acudiendo a esa llamada del inglés, de potente resonancia y contagio juvenil, nada o muy poco va a añadir ese esfuerzo a la calidad intrínseca de la investigación que se realiza en otras lenguas, las oficiales en España y, en especial el castellano, que sigue teniendo obviamente un mercado académico ultramarino amplio y acogedor. La polémica en torno al uso de las lenguas en estas materias, que aflora de vez en cuando entre nosotros, no ha tenido sin embargo el eco social —ni siquiera académico, estrictamente hablando— que el mismo asunto tiene, sobre todo, en Francia. Y hay que reconocer que el reconducir hacia esos parámetros, propios de las ciencias experimentales y sanitarias, a las Humanidades no mejora por fuerza la investigación. Sí aporta en cambio activos, de manera obvia, para su difusión.

Finalmente, en el bloque tercero, de Historia del Arte y Expresión Artística —que, en función de su dualidad constitutiva ofrece resultados internos de lectura diferenciados de manera clara y transparente en cuanto a los conceptos y usos del término «investigación»—, se contienen, para su evaluación por parte de ANECA, las áreas de Dibujo, Escultura, Estética y Teoría de las Artes, Historia del Arte, Música y Pintura… Así pues, ¡todo un universo de lo que en otro tiempo considerábamos cultura!, la alta cultura o cultura a secas, en una aplicación del término ciertamente reduccionista porque dejaba fuera el interés sociocultural por la ciencia, aparecería subsumido en lo que, según las últimas instrucciones de ANECA en 2017, se consideran los apartados E.19, E.20 E.21, con sus requisitos mínimos específicos para lograr la acreditación a distintas figuras de profesor.

El debate sobre el sentido y el futuro de las Humanidades en la educación superior, que especialmente en ciertas universidades y contextos norteamericanos tanta tinta hizo correr hace unas cuantas décadas, no ha tenido en España un eco suficiente, a mi modo de ver. Ha habido, sí, escritos más o menos afortunados —quizá más lo segundo que lo primero— lamentando la pérdida de valores humanistas en el medio social, una pérdida que vendría dada como consecuencia parcial del declive de la universidad, del descenso o incluso el hundimiento de su prestigio y su valor social, de su falta de conexión con el entorno, del ensimismamiento narcisista de su profesorado, del talante acomodaticio e inmovilista y, últimamente, con la perversa caja de resonancia de los medios de comunicación, de mecánicas internas de corrupción. Una corrupción de la que no estarían libres los responsables ni políticos ni gestores, sin que ello parezca irse a arreglar.

El desánimo evidente de muchos de los docentes sin embargo, más transparente y al descubierto en los ámbitos humanísticos quizá, no parece proceder exacta o principalmente de ahí, sino de un factor más interno: una proyección retrospectiva melancólica que ejemplifica, por no citar más que un texto que fue en su momento muy aplaudido (sin que deje de suscitarme a mí, personalmente, reparos e inquietud), el libro del catalán Jordi Llovet, catedrático de Literatura, Adiós a la universidad. El eclipse de las Humanidades (Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2011). Claro está que la universidad que conocimos —y habría que decir que, casi sin duda alguna, idealizamos o estereotipamos— ya no está aquí ni va a volver a materializarse; y es incluso penoso argumentar —en un contexto como el español— que su vuelta fuera deseable. Sea como fuere, lo que consideramos como «efecto Bolonia», el impacto emocional y práctico descargado como un flagelo sobre la función docente al modo clásico, ha sido, y está siendo, demoledor.

Como uno de sus efectos indirectos más lamentables, efecto no pretendido seguramente pero pronto visible, podríamos entender acaso que, de manera indirecta, estorba en muchos casos la relación entre maestro y discípulo. George Steiner, en sus jugosas Lecciones de los maestros (Madrid, Siruela, 2004), escritas al borde de su jubilación, no nos avisó sin embargo con suficiente fuerza de que un mal como este se extendería rápido, incluso sin necesidad de caer en la lectura depresiva que él mismo ofrece de la crisis de la «profesión del profesor», de sus terribles dudas y vacilaciones al respecto. Un asunto complejo el de esa relación estructural, en cuyo diagnóstico certero es difícil convenir francamente, tan grande y tan difusa como es entre nosotros la disparidad de criterios sobre lo que es (y lo que debería ser) un profesor o profesora adecuados al máximo al oficio.

No opino ya, para no dificultar el acuerdo, sobre la praxis docente óptima diseñable, aquella a la que deberíamos aspirar. Anteponiendo la investigación a la docencia por un imperativo científico generalizado, la ANECA ha fijado sin embargo igualmente unos criterios mínimos para la segunda a través del programa Docentia, un mecanismo de evaluación a mi modo de ver imperfecto y frío, que ritualiza, cristalizándola y convirtiéndola en un trámite burocrático más, la interacción científica y el ejercicio de guía y transmisión de experiencias para el aprendizaje que caracteriza tanto a la enseñanza universitaria como, en el fondo y según el objeto y el nivel, a todo esfuerzo de estimulación cognitiva. Sin embargo, los gestores se muestran optimistas en cuanto a la mejora de resultados en la docencia (véase La Universidad Española en cifras, 2015- 2016. CRUE, 2017).

Modelos de enseñanza y de preparación de los docentes universitarios hay, a estas alturas de una profesión que lleva más de ocho siglos de rodaje —aun con cambios evidentes—, más de uno. Y son modelos bien distintos a veces, muchos los que han mostrado —y todavía siguen mostrando— su eficacia. Me limito ahora a señalar unas cuantas de sus notas básicas más comunes. Así, para la selección del profesorado, se propugna una alta exigencia en la preparación y actualización de quien a ella opta (tan- to preparación científica, con alto peso de la originalidad y la constancia en el esfuerzo, pero también preparación didáctica, primando en este aspecto no tanto las esquemáticas y escleróticas instrucciones normativas, como las aptitudes naturales de comunicación y, no lo olvidemos, siempre pulsándola a través de entrevistas personales, la vocación del candidato o candidata). Curiosamente, las universidades privadas, en las que mínimamente se realiza investigación, arrojan resultados más positivos en la valoración docente. No conozco ninguna exploración a fondo de sus posibles causas.

Estabilización y promoción se han convertido, en menos de dos décadas, en las máximas obsesiones de la mayoría de los equipos rectorales y de los sindicatos

Como corolarios del principio de reducción ideal del número de alumnos, hay que señalar dos: una consideración corporativa elevada del profesorado universitario, en el mejor sentido de la expresión, con la remuneración adecuada y muchas veces diferenciada según una valía objetivable (tambaleándose sin embargo aquella consideración cada vez más, hay también que decirlo). Y, sobre todo, el someterse a la evaluación periódica —y obligatoria— del desarrollo de su doble función. Pocas veces la estabilización de por vida, en un mismo puesto académico y lugar, ha sido origen de una producción fructífera y constante, si no en cuanto a docencia —que ahí sí es posible lograr una continuidad cualitativa con más facilidad—, sí en cuanto a la (más que necesaria, imprescindible) innovación periódica en objetivos y líneas de investigación. Las excepciones a esta regla, claro está, son y serán sin duda más de una.

Es cierto que hasta los modelos más sólidos, o las culturas académicas más exitosas, han sufrido y están sufriendo deterioros visibles desde hace unas cuantas décadas; y que esto es perceptible hasta en aquellas pocas universidades que, para muchas especializaciones o modos de articular los conocimientos humanistas, han sido posiblemente míticas (Oxford y Cambridge desde luego, tanto como muchas de las norteamericanas más prestigiosas, aquellas en las que el debate sobre el canon de saberes establecido, puesto en peligro desde los años sesenta del siglo XX por la proliferación de corrientes teóricas anticanónicas o ideas antisistema, más se habría dejado sentir). Pero siempre prevalece un principio fundamental que ha sido clave, históricamente hablando, en la objetivación de la calidad educativa —la educación a todos los niveles, y no menos que en los más básicos y precedentes, en la propia educación superior—, un principio que consiste tan solo en que el número de alumnos a enseñar, el colectivo de estudiantes que corresponda atender a un profesor, sea un número abarcable, incluso reducido. Las cifras oficiales, sin embargo, esconden tras las medias estadísticas diferencias enormes en cuanto a reparto de estudiantes por profesor.

Una receta al parecer infalible por tanto, la del ajuste óptimo del número de estudiantes por curso, que por razones económicas además de una escasa consideración social del profesor, se aplica muy poco en la enseñanza pública en España, excepto en aquellas universidades y nuevos títulos —¡tenemos tantas, y tantas titulaciones sin futuro, y sin la calidad media imprescindible en nuestro país, que es difícil en este punto generalizar!— amenazados de supresión, aunque quizá no suficientemente por miedo a la respuesta. Quienes disfrutando de un grupo reducido de estudiantes no obtienen de ellos resultados de excelencia, resultados que a la vez reviertan como abono en la propia calidad del profesor…, me atrevería a decir, y perdóneseme la licencia, que no merecerían ningún esfuerzo de sus superiores de cara a la estabilización o promoción.

No puede alimentarse ningún conflicto entre investigación y docencia, aunque es posible que haya quien abandone aquella bajo el peso de esta

Como ha sucedido más de una vez en una estructura universitaria que funciona bajo imperativos no estrictamente científicos, estabilización y promoción se han convertido en fin, en menos de dos décadas, en las máximas obsesiones (combinadas) de la inmensa mayoría de los equipos rectorales y los sindicatos, que operan de consuno en cuanto a las políticas de profesorado, evitándose de hecho verdaderas proyecciones académicas de alcance, o por lo menos el intento de algo que se le pudiera parecer. Lo hacen espoleados, es verdad que de modo comprensible, por el creciente deterioro de las plantillas que ha venido produciéndose, en perturbadora combinación, por diversos factores combinados: así, la paralización impuesta legalmente desde Hacienda hace una década, a partir de la crisis económica de 2008, tomada como hándicap o pretexto más o menos real; más el envejecimiento y las constantes jubilaciones del profesorado —ya sean obligatorias o bien anticipadas, irresponsablemente incentiva- da sin mucha previsión de sus efectos a medio plazo— y, en fin, con la presencia de una apabullante cantidad de componentes de las diversas plantillas que, en poco más de una década, han recibido la acreditación positiva, esa «bolsa» que, bien sea para una plaza de ayudante doctor o de contratado doctor, o para las dos figuras funcionariales que siguen existiendo, profesor/a titular y catedrático/a, pesa determinantemente sobre el conjunto.

Lejos de haberse abolido la relación administrativa entre la docencia superior y la función pública, aquella inserción obligatoria en el aparato del Estado que ya establecieron a lo largo del siglo XIX los legisladores liberales, y que, mucho más recientemente, a partir de los cambios de normativa democráticos amparan las comunidades autónomas —con el temor de algunos por verla desaparecer—, lo cierto es que la propia lógica interna del proceso de acreditación, tal y como se han venido aplicando sus efectos, ha asegurado la reproducción de la funcionarización. La acreditación es, de hecho y simplificando sus virtualidades, una maquinaria de puesta en el «mercado» científico de profesionales dotados sistemáticamente de unos certificados del reconocimiento oficial de unos estándares medios en sus disciplinas respectivas. Está por ver en qué queda, en la práctica, la modificación reciente de jerarquización de evaluaciones que ha sido recientemente introducida. En definitiva, e incluso con sus interrupciones de funcionamiento —lógicamente deploradas por quienes se veían obligados a esperar—, la ANECA casi no ha dejado de volcar, mes a mes, sistemáticamente, resultados. Y resultados que, como puede verse con todo tipo de pormenores en la web, son mayoritariamente positivos, y que en los primeros dos años de funcionamiento del sistema, tanto en nuestro marco amplio de las Humanidades como en Ciencias experimentales o Ciencias de la Salud, arrojaron cantidades muy altas de acreditados, hasta ahí no integrados en el funcionariado con el sistema anterior. Progresivamente se han perfilado las herramientas de autoevaluación, y ello hace ya menos imprevisible el resultado.

Alcanzar la evaluación positiva, más de una vez, ha sido solo cuestión de paciencia, de manera que son la desgana y la prisa por terminar las que rigen el concurso-oposición

Ese mismo funcionamiento casi constante de las comisiones de evaluación (en el programa Academia, con dos comisiones por cada gran área, una para titulares y otra para catedráticos, además del PEP, para contratados laborales), junto a la decisión de las universidades (una opción claramente política), de «sacar» una plaza por candidato o candidata acreditados antes o después —las diferencias de ritmos son en este punto y a esta hora muy visibles—, desvirtuando el sentido original del modelo (un modelo de «mínimos», frente al anterior de habilitación, que lo era de máximos y soportaba, con acierto o sin él, la selección pública y competitiva a cargo de una comisión de siete miembros sorteada el escalafón de la misma categoría); todos esos factores, juntamente, han reconducido la posibilidad legal de agotar los amplios márgenes de contratación laboral que se contenían en la ley de diciembre de 2001 y que, desde entonces hasta hoy, si corren algún riesgo de superarse, ello se debería al abuso de la figura contractual del asociado.

Por razones de ahorro presupuestario, lamentablemente, se ha eludido del todo otra figura que también aparecía en principio en la ley: la del ayudante, a secas. Sin precisar acreditación ni doctorado previos, como en los tiempos en que se consideraba que su preparación como docente, en las clases prácticas, iría de la mano y correría a cargo de quien lo tutelara e impartiera a su vez la docencia teórica, normalmente su director de tesis doctoral. Hoy esa ocupación de impartición de prácticas —no siempre, pero sí muchas veces— corre a cargo de los contratados predoctorales FPU y FPI (antes «becarios»), al menos en las Humanidades, y según la observación directa que aquí puedo aportar, se halla muy distanciada de aquella, a mi modo de ver necesaria, tutela: las prácticas se imparten muchas veces de manera inconexa, como uno más de los requisitos necesarios para ya, en su momento, una vez concluida y defendida la tesis, optar a la acreditación de ayudante doctor.

En resumidas cuentas, las figuras funcionariales siguen vivas, y posiblemente se haya perdido la ocasión de haber procedido a la implantación de un sistema que ordenara los tiempos de un modo más congruente en la combinación, absolutamente imprescindible, entre docencia investigación (o si se quiere, poniendo el acento en la primera). En los últimos días, una vez más, se habla de modificaciones en la carrera docente, el siempre aplazado «Estatuto del profesor». Ojalá pueda verse, alguna vez, una secuenciación en esta trayectoria que, dentro de las proyecciones humanísticas, entiendo que debería ser también un modo de crecimiento personal, y que sin asfixiar la investigación  —como ahora ocurre circunstancialmente allí donde la ocupación docente es extrema o excesiva—, o en sentido contrario, sin permitir que haya en las universidades quien apenas dedique tiempo y esfuerzo a la investigación —cosa que es asimismo posible, aunque nos avergüence confesarlo y sacarlo a la luz— ocupe una de las escasas plazas que se ofrecen. Lo mismo cabría decir para quienes, obsesionados por el continuum acreditativo, desprecian la docencia y la maldicen, porque… ¡quita tiempo!

Hacer investigación, indagar con metodologías avanzadas y ofrecer resultados —transferirlos también, en la medida en que cada especialización lo permite o exige— es imprescindible en la docencia universitaria. Así sigo creyéndolo tras algo más de cuarenta años de enseñar, o al menos intentarlo… No hay una disyunción entre la una y la otra, no puede alimentarse ningún tipo de conflicto intrínseco entre investigación y docencia, aunque es posible que haya quien abandone aquella bajo el peso de esta, si es que llega a trascender sus fuerzas o su capacidad. De hecho, incluso en las «listas» de prelación para «sacar» las plazas de catedrático/a en algún área de conocimiento, al menos en Letras, se introdujeron correctivos para asegurar que el candidato o candidata seguía haciendo investigación.

La necesidad absoluta de la investigación es, así, en las Humanidades tanta, y tan constante, como en cualquier otra área o campo de conocimiento, igual que en cualquier otro saber teórico o aplicación científica. Y lo es en permanente interacción con la docencia, no como a veces se cree —y como se denuncia cuando nos quejamos de la escasa elasticidad de los nuevos programas y de la corta duración de los cursos—, para que, como autores de las mismas, podamos «explicar» y dar a conocer en las clases investigaciones concretas (aunque eso también, siempre que se adapten a los niveles correspondientes, y siempre que no eviten tratar otros asuntos más relevantes, según acuerdos y consensos científicos…). Sino que la investigación es importante de manera sustantiva porque nos ayuda a conocer con más exactitud aquello que, en cada momento, podemos y debemos enseñar. Por eso, la creciente contratación de profesores asociados en áreas de conocimiento en las que esa figura representa no el aporte técnico que prevé la ley, sino un verdadero nicho de subcontratación que, muy posiblemente, estorba las potencialidades investigadoras de quienes lo sustentan y lo sufren, no tiene a mi entender justificación, y de no ponerse suficiente remedio podría pasar factura a los departamentos —¡ojalá me equivoque!— en un tiempo inmediato. Tampoco es fácil que de un profesor o profesora que no investiga nazcan a su vez vocaciones investigadoras, y es que sigo creyendo a pie juntillas en algunas de las Reglas y consejos para la investigación científica que nos legó, como «tónico de la voluntad», Santiago Ramón y Cajal.

De cuál sea la actitud o posición relativa de un candidato o candidata acreditados a una plaza, ante cuestiones como esta y otras más específicas, apenas es posible saber nada con el procedimiento actual de estabilización y/o promoción. Por lo menos en estas circunstancias, y siempre que lo permitan los estatutos de las universidades, se mantienen uno o dos ejercicios presenciales que dejan a la comisión juzgadora la posibilidad, si lo desea, de establecer una interacción científica discrecional, que acaso resulte estéril a pesar de todo, toda vez que no se realiza dentro de un marco de competición. La desgana o la incuria en este tipo de actos, tan frecuentes en la última década, son en el fondo una desatención a la dignidad profesional, y quizá una innecesaria flagelación en la estima corporativa, si se vieran las cosas desde fuera. Se insiste muchas veces en que el concursante, o la concursante, ya han recibido previamente esa sanción, a la que, por el contrario, está precisamente optando en ese momento. La propia autodefinición, más de una vez, como «catedrático acreditado» —algo que comenzó ya a extenderse con la habilitación—, entraña para quien pudiera rectificar ese concepto, inexistente, el riesgo de pecar de insolidaridad.

Lo que consideramos “efecto Bolonia”, el impacto emocional y práctico descargado como un flagelo sobre la función docente al modo clásico, está siendo demoledor

¡Y es que se tarda tanto en llegar a ese punto —no hay más que ver las edades medias de acreditación que, para ambos sexos apenas sin distinción de relevancia, ofrecen las estadísticas anuales de aneca —. Alcanzar la evaluación positiva, más de una vez ha sido solo cuestión de paciencia, de aguante y de perseverancia, y de ir sumando los sexenios debidos, de manera que, también más de una vez, son la desgana y la prisa por terminar las que rigen el concurso-oposición. El círculo vicioso de la endogamia no es sin embargo consecuencia de esta situación, sino su origen mismo, difícil de evitar llegados a este punto o de rectificar. Y aunque quiero aclarar que no toda endogamia —si es temporal, mientras funcionan equipos o sinergias o se realizan las transmisiones de escuela necesarias— me parece personalmente nociva, sino más bien incluso lo contrario, pero es cierto que el bloqueo producido, especialmente acaso en muchas subáreas de las Humanidades —donde como asimismo sucede en alguna de las Ciencias Sociales— la tarea investigadora es todavía predominantemente personal o individual, la endogamia no sería otra cosa que una expandida rémora.

En resumidas cuentas, vista en perspectiva, la Acreditación, de cuyo formato y resultados para Humanidades puede dar cuenta mínima la gráfica respecto a catedráticos que se incorpora más abajo, fue ciertamente bienvenida entre los profesionales universitarios en general, en aquel marco de angustia colectiva que había presidido previamente el desarrollo de los ejercicios y las varias (y a veces arbitrarias) convocatorias anuales que fueron propias del proceso de selección y promoción anterior, puesto en marcha a partir de diciembre de 2003, en cumplimiento de la Ley de Ordenación Universitaria, LOU, de 21 de diciembre de 2001, aquel sistema que se denominó Habilitación. (Contextualicé este otro proceso en «Tres décadas de educación superior en España. Universidades e Investigación», CIAN 11/1 (2008), pp. 101-134).

Desdramatizaba la acreditación, ciertamente, la antes accidentada trayectoria de la carrera docente, la orientaba en direcciones precisas según los baremos acordados, y en definitiva la hacía más previsible —en el sentido de que normalizaba los estándares medios de cada figura y cada área—, convirtiendo el recorrido profesional en una necesaria acumulación de méritos e indicadores de calidad, objetivables según acuerdos de los expertos implicados. Los «sexenios» o complementos por investigación que dieron estabilidad a la tarea investigadora, incentivándola desde finales de los años ochenta, más bien fáciles que difíciles de conseguir salvo excepciones; las citaciones y publicaciones de prestigio que permitan juzgar externamente la calidad de los trabajos de investigación, con la inserción progresiva de los mismos en SCR y JCR; y la gestión —también en parte la gestión de proyectos, algo bien sorprendente para aquellos investigadores que nos contemplan desde fuera—, últimamente más controlada en cuanto a su peso en el total, han sido los elementos determinantes del éxito o fracaso de los solicitantes.

Como ilustración gráfica, valga esta pequeña muestra de la acreditación, tan solo para el cuerpo de catedráticos en Humanidades, entre 2008 y 2015.

Acreditación del profesorado de humanidades

Fuente: Elaboración propia según datos anuales publicados por ANECA.

Los datos correspondientes a 2016, que no hemos incorporado a la ilustración para no distorsionar en exceso la secuencia, arrojan un resultado mucho más reducido globalmente, en virtud del cambio de sistema que se anunciaba: 52 acreditados/as para cátedra y 48 expedientes resueltos negativamente. No habiendo datos para 2017, reemprendido el proceso en este mismo año de 2018, ya con la nueva plantilla de evaluación, tenemos hasta el momento estos resultados: 29 acreditados y, exactamente, otros 29 no acreditados, en una ralentización evidente del acceso, posiblemente momentánea, al sistema. Otro tanto podría establecerse, como correlación, para el cuerpo de titulares, aunque en este otro caso, sus ritmos y sus peculiaridades, exigiría un análisis más detenido que el que podemos ahora ofrecer aquí.

Catedrática de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Ha sido vicerrectora de la UCM y ha formado parte de diversas comisiones de evaluación de la ANECA desde su creación.