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JUAN PABLO II

Fue muy notorio, desde el primer momento de su pontificado, el interés de Juan Pablo II por la liberación de los países católicos centro europeos. En este contexto se inscribe su convencimiento de que tanto el atentado que sufrió en la plaza de San Pedro, el 13 de mayo de 1981, como la posterior consagración de Rusia al Corazón Inmaculado de María, el 25 de marzo de 1984, fueron dos momentos previstos por Dios en el itinerario hacia la disolución de la tenaza comunista.

Con todo, no fue fácil implicar a la Iglesia universal en esa consagración, que debía nombrar específicamente a Rusia. Ni Pío XII, ni Juan XXIII, ni Pablo VI lograron realizar la consagración del modo en que lo había pedido Nuestra Señora. Juan Pablo II afrontó este obstáculo, pero se vio obligado a recurrir a estratagemas complicadas e indirectas para poder nombrar a Rusia. Envió una carta a todos los obispos, invitándoles a unirse a él en la solemne consagración del mundo que se realizaría el 25 de marzo de 1984. En la carta, no citó a Rusia pero adjuntó la fórmula de consagración que leería, basada en la pronunciada por Pío XII en 1952, que nombraba explícitamente a Rusia. Los obispos, al leer la misiva papal y la fórmula de consagración, comprendieron que era la consagración solicitada por la Virgen a sor Lucía y que, por tanto, incluía expresamente a Rusia.

Juan Pablo II fue muy valiente. Su actitud decidida transmitió siempre esperanza. Su frase «no tengáis miedo», repetida con frecuencia, resumía a la perfección su talante. Se enfrentó en solitario al imperio comunista, sólo con la fe y su confianza en Dios.

Se celebró la ceremonia. Y como por encanto, en apenas seis años, hubo un drástico cambio del mundo: fin de la guerra fría, caída de varios regímenes comunistas, derrumbe del muro de Berlín, disolución del imperio soviético y libertad religiosa en Rusia y en todos otros países del antiguo imperio comunista. Y todo se realizó sin derramamiento de sangre. El proceso de desintegración comenzó formalmente en noviembre de 1989, con la caída del muro de Berlín, y continuó en los meses siguientes, en que desaparecieron los regímenes comunistas en Europa. Poco a poco se cerraron también muchas heridas en América Latina (el sandinismo, la guerra civil de El Salvador y otras más). Con todo, poco después de la caída del muro, todavía murieron en vil atentado seis jesuitas de la UCA de San Salvador, entre ellos el conocido teólogo Ignacio Ellacuría.

Juan Pablo II fue muy valiente. Su actitud decidida transmitió siempre esperanza. Su frase «no tengáis miedo», repetida con frecuencia, resumía a la perfección su talante. Se enfrentó en solitario al imperio comunista, sólo con la fe y su confianza en Dios. Para infundir aliento a los cristianos, recordando que la santidad es también posible en nuestra época, llevó a cabo sesenta y una canonizaciones durante su largo pontificado, como no lo había logrado otro pontífice desde que rigen las estrictas normas canónicas que regulan estos procesos. Muy significativas fueron las canonizaciones de Maximiliano María Kolbe (1982), mártir de la caridad en Auschwitz; Edith Stein (1998), hebrea católica y destacada intelectual, también martirizada en Auschwitz; Josemaría Escrivá (2002), sacerdote español, fundador del Opus Dei; el padre Pío de Pietrelcina (2002), místico estigmatizado italiano; y el indígena mexicano San Juan Diego Cuauhtlatoatzin (2002), vidente del Tepeyac, donde se apareció la Virgen de Guadalupe.

Entre 1989 y 2005, año de su fallecimiento, el Papa publicó cinco libros como autor privado, algo inusual en la historia del pontificado moderno: Cruzando el umbral de la esperanza (1994), Don y misterio (1996), Tríptico romano (2003), ¡Levantaos! ¡Vamos! (2004) y Memoria e identidad (2005), concedió entrevistas a la prensa y se dejó biografiar. Esta actividad literaria, aunque no magisterial en sentido propio, resultó de una eficacia catequética extraordinaria, porque sus libros, traducidos a muchas lenguas, se difundieron con suma facilidad.

Su cercanía a los fieles en los innumerables viajes pastorales avaló su perfil paternal y sacerdotal, y contribuyó a fortalecer la fe de muchos y preparó la conversión de otros. El cariño del pueblo fiel quedó demostrado por las multitudinarias concentraciones que acudieron a verle y a acompañarle en sus frecuentes viajes apostólicos y, sobre todo, por las impresionantes colas, de varios días, para rezar unos momentos ante sus restos mortales. En vista de lo cual, Benedicto XVI, acogiendo el clamor popular, verdadera «apoteosis de los santos», se apresuró a dispensar el lustro de espera establecido por la legislación canónica para el inicio de la causa de beatificación de Juan Pablo II.

Recordemos ahora algunos actos de especial relieve en la segunda etapa de su pontificado. En diciembre de 1990 publicó la encíclica Redemptoris missio, en que aclaraba, con la autoridad de su supremo magisterio, un tema discutido y mal enfocado por la teología de la liberación. El Reino de Dios, que conocemos por revelación -enseña en su encíclica-, es inseparable tanto de Cristo como de su Iglesia, y no coincide con el reino en el que sólo cuentan los programas y luchas por la liberación socioeconómica. No obstante, la realidad escatológica no es un fin remoto del mundo, aplazado indefinidamente, sino que se ha hecho próxima y ha comenzado ya a cumplirse en Jesucristo que es personalmente la Buena Nueva. Estas ideas ya habían sido desarrolladas por Pablo VI en su exhortación Evangelii nuntiandi, de 1975, pero entonces no se tomaron en cuenta. Ahora, en un marco sociopolítico muy distinto, esta encíclica supuso el fin de la teología de la liberación de carácter confrontativo.

El cariño del pueblo fiel quedó demostrado por las multitudinarias concentraciones que acudieron a verle y a acompañarle en sus frecuentes viajes apostólicos y, sobre todo, por las impresionantes colas, de varios días, para rezar unos momentos ante sus restos mortales.

También el Papa tuvo que vérselas con los momentos más agitados de la teología feminista. En sus formas más extremas (el ecofeminismo, por ejemplo), estas propuestas teológicas dieron lugar a las tesis teológicas más radicales de los últimos siglos. Juan Pablo II no rehuyó el reto y emanó tres importantes documentos, que constituyen el corpus doctrinal feminista católico: la carta apostólica Mulieris dignitatem (1988), la Carta a las mujeres (1995) y, sobre todo, la carta apostólica Ordinatioc sacerdotalis (1994), en que declara de modo definitivo e irreformable que «la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a mujeres». Esta carta no se limita al tema señalado, de una enorme trascendencia, como puede adivinarse, sino que aborda otras cuestiones relativas a la situación de la mujer en el designio general salvífico.

En 1992 se publicó la primera edición del Catecismo de la Iglesia católica, que había sido una petición unánime de los padres sinodales reunidos en la asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos de1985. Cinco años más tarde, en 1997, recogiendo muchas sugerencias y propuestas de los obispos dispersos por el mundo en comunión con la Santa Sede, apareció la edición típica del Catecismo, verdadera joya entregada a la Iglesia para la formación de los fieles y la predicación de los pastores. Téngase en cuenta que sólo dos veces, a lo largo de su bimilenaria historia, la Iglesia ha publicado un catecismo oficial: después del Concilio de Trento, en 1567, y al poco del Vaticano II. Cuando ya estaba en su lecho de muerte, pudo entregar a la Iglesia el Compendio del Catecismo, que sería editado oficialmente por su sucesor, Benedicto XVI.

La historia de este Compendio es aleccionadora, porque revela cuán difícil es el gobierno de la Iglesia universal. La Santa Sede había determinado que se hiciesen adaptaciones del Catecismo a la idiosincrasia de las diferentes latitudes, extractando los puntos principales de la doctrina. El Papa deseaba que esas adaptaciones sumarias sirviesen para la instrucción de los niños y de los cristianos menos formados. Pasó, sin embargo, más de una década y no hubo ninguna respuesta. Por esta causa, la Santa Sede tuvo que ponerse mano a la obra. La confección del Compendio se encuadra, por consiguiente, en el marco de la función subsidiaria de la Santa Sede. En todo caso, el Compendio no es, en sentido propio, un catecismo «minor», sino sólo una síntesis que se preparó con bastante rapidez.

En la década de los noventa, en el marco del diálogo interreligioso y de la inculturación de la fe, algunos teólogos discutieron -con mucha polémica y actitudes desafiantes- la mediación salvífica definitiva, plena y completa de Jesucristo. Esto era muy grave, porque suponía considerar limitada, incompleta e imperfecta la revelación de Cristo, «que sería complementaria a la revelación presente en las otras religiones». Para salir al paso, la Congregación de la Fe publicó en septiembre de 2000, con el total apoyo del romano pontífice, la declaración Dominus Iesus.

Fue Juan Pablo II muy sensible también a los errores cometidos por los católicos, en nombre de la fe. Prestó especial atención al «caso Galileo», que mandó se revisase, creando para ello una comisión. El comité estudió a fondo el asunto, aunque sin llegar a resultados significativos, salvo, quizá un libro primerizo editado por el profesor Walter Brandmüller, miembro del grupo creado por Juan Pablo II. Los estudios histórico-doctrinales más interesantes sobre el tema fueron publicados años más tarde por el profesor Mariano Artigas, con una excelente acogida en todos los sectores, tanto católicos como de otras confesiones religiosas.

El Papa no se limitó al caso referido. Durante el gran jubileo del año 2000, Juan Pablo II promovió una impresionante ceremonia de petición de perdón por los errores y pecados cometidos por los católicos en nombre de la fe. Fue un acto muy solemne de «purificación de la memoria», que tuvo lugar al comienzo de la cuaresma, el 12 de marzo. En su mente estaban, entre otros temas, la cruel trata esclavista, especialmente desde 1450 y, cómo no, la cuestión de la Inquisición.

La entrada en el nuevo milenio, preparada por tres años dedicados a cada una de las tres Personas de la Santísima Trinidad y por la convocatoria de un gran jubileo, provocó una avalancha de peregrinaciones a Roma, fortaleciendo afectivamente la unidad de la Iglesia. No obstante, el Papa no ocultó su desilusión, al comprobar que el cambio de milenio no supuso una mejora de la situación geopolítica mundial y que incluso surgieron nuevos problemas en el seno de la misma Iglesia:

«Hace diez años, con la Tertio millenio adveniente [10 de noviembre de 1994], tuve el gozo de indicar a la Iglesia el camino de preparación para el Gran Jubileo del Año 2000. Consideré que esta ocasión histórica se perfilaba en el horizonte como una gracia singular. Ciertamenteno me hacía ilusiones de que un simple dato cronológico, aunque fuera sugestivo, comportara de por sí grandes cambios. Desafortunadamente, después del principio del milenio los hechos se han encargado de poner de relieve una especie de cruda continuidad respecto a los acontecimientos anteriores y, a menudo, los peores. Se ha ido perfilando así un panorama que, junto con perspectivas alentadoras, deja entrever oscuras sombras de violencia y sangre que nos siguen entristeciendo. Pero, invitando a la Iglesia a celebrar el jubileo de los dos mil años de la Encarnación, estaba muy convencido -y lo estoy todavía, ¡más que nunca!- de trabajar -a largo plazo- para la humanidad» (Carta apostólica Mane nobiscum, de 7 de octubre de 2004).

Negros acontecimientos, en efecto, se habían destapado en último lustro, sobre todo en los Estados Unidos (escándalos provocados por un cierto número sacerdotes, muy aireados por los medios) y en algunos institutos religiosos. Con sentido de reparación y de purificación de la Iglesia, y como vehículo privilegiado de unidad, en la carta que acabo de citar declaró un año dedicado a la Santísima Eucaristía.

En esos mismos años, concretamente el 14 de septiembre de 1998, después de una elaboración muy larga y compleja, salió a la luz la encíclica Fides et ratio, sobre las relaciones entre la fe y la razón. En un mundo que se dice postmoderno, que desconfía un tanto de la capacidad de la razón para construir un mundo más humano y mejor (después de la traumática experiencia de las dos guerras mundiales, de una magnitud como nunca se había visto), el Papa ofrecía una apuesta decisiva a favor de las posibilidades de la humana inteligencia, no sólo para ordenar de modo mejor el mundo, sino sobre todo para conocer las riquezas de la Revelación divina. Además, y sin agotar el misterio revelado, la razón puede decir muchas cosas verdaderas sobre él. La incomprehensión del misterio divino (de las verdades que son sobrenaturales en sí mismas) es compatible con un conocimiento verdadero de algunos aspectos de ellas. La teología es verdadera ciencia y es posible. La encíclica termina con un epígrafe titulado «Cometidos actuales de la teología». De estas materias ya había tratado el Concilio Vaticano I (1870) contra cierto clima fideísta y frente a las exageraciones racionalistas. Ahora el mismo tema se contemplaba desde otra vertiente, en el marco de la denominada filosofía débil.

En el ámbito de la piedad popular, a la que siempre se mantuvo tan atento Juan Pablo II, destaca la promoción del rezo del Santo Rosario, siguiendo los pasos de sus predecesores Juan XXIII y Pablo VI, y la invención de los cinco misterios de luz, que acentúan el carácter cristológico de la preciosa corona mariana. La novedad de los cinco misterios luminosos fue una sorpresa, anunciada a la cristiandad por medio de la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, de 16 de octubre de 2002.

Mientras tanto, la salud del pontífice se había deteriorado mucho. Los signos de su enfermedad eran patentes, hasta el punto de que apenas se le entendía cuando leía sus discursos. A pesar de la fuerte presión para que dimitiera, decidió mantenerse al frente de la nave de Pedro, ofreciendo un testimonio heroico de una ancianidad llevada con entereza, fe y esperanza cristianas. Dios se lo llevó a su seno el 2 de abril de 2005.

BENEDICTO XVI

El 19 de abril de 2005, dos semanas después del fallecimiento de Juan Pablo II, fue elegido pontífice máximo el cardenal Joseph Ratzinger, que tomó el nombre de Benedicto XVI. Su elección en el conclave de cardenales no fue una sorpresa, como sí lo había sido la elección de su antecesor. Ratzinger llevaba casi un cuarto de siglo en la curia romana (desde noviembre de 1981), al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y era, sin discusión, uno de los teólogos de mayor prestigio.

Benedicto XVI ha abierto nuevas perspectivas a la misión de la Iglesia, superando, de una vez por todas, la dicotomía entre tradición y progreso.

Las grandes prioridades pastorales del Benedicto XVI fueron, desde primera hora: China, Brasil, Estados Unidos y Centroeuropa. Las relaciones con el gobierno chino y con la Iglesia patriótica china empezaron bien, pero ahora no van por buen camino. A Brasil viajó a mediados de mayo de 2007, para inaugurar la Conferencia General del Episcopado de América Latina, que tuvo lugar en Aparecida. En su discurso previo a los obispos brasileños, en la catedral de São Paulo, el Santo Padre abordó dos cuestiones que lleva muy dentro de su corazón: la santidad de los sacerdotes y religiosos (y la consiguiente responsabilidad de los obispos en la selección de candidatos idóneos para las órdenes  sagradas), y el tema del sincretismo religioso, que echa raíces en la denominada teología india. Al año siguiente, y por las mismas fechas, Benedicto XVI viajó a los Estados Unidos. Fue un viaje para infundir esperanza al episcopado norteamericano, enfrentado a una opinión pública recelosa y adversa, por los escándalos de los ministros sagrados tan aireados por los medios; situados, además, en un clima de deterioro «silencioso» de la práctica cristiana y de minoración de las vocaciones sacerdotales. A Centroeuropa ha realizado varias visitas pastorales: a Alemania (dos veces), Austria, Polonia y Chequia. También ha visitado España y Francia.

En el contexto pastoral de estos viajes es preciso aludir, aunque sólo de pasada, a la actitud del romano pontífice frente al mal que ha irrumpido en algunos sectores de la Iglesia. Como su antecesor, se ha propuesto la tolerancia cero con la corrupción. Su principio de gobierno es que ni el Papa, ni los obispos pueden tolerar el mal, aunque deban cultivar siempre entrañas de misericordia para con el pecador. Pactar con el mal, ignorándolo y disimulándolo, constituiría una falta gravísima, que escandalizaría a los católicos y desedificaría a los hombres de buena voluntad. Por ello mismo, ha exigido con gran firmeza, lealtad y fidelidad a sus colaboradores en todos los asuntos de gobierno, lejos de cualquier doblez y engaño, y ha activado algunos procesos canónicos que estaban retrasados o paralizados.

Durante su segundo viaje a Alemania, en septiembre de 2006, pronunció una lección académica en la Universidad de Ratisbona, el último centro académico al que estuvo vinculado. En ese discurso, que levantó mucha polvareda, abordó una tesis importantísima: la capacidad de la razón para alcanzar la verdad. Era el tema de la encíclica Fides et ratio, de 1998. Las críticas le llovieron por un pasaje en que recapitula una discusión entre un musulmán (un persa culto) y un cristiano (el emperador Manuel II Paleólogo). Es muy posible que el Papa tuviese a la vista, no sólo el triste itinerario de la filosofía musulmana, desde que se apagó el influjo de Aristóteles en ella, sino muy especialmente la actitud antirracional (o, mejor dicho, antimetafísica) de Martin Lutero. En cualquier caso, al comienzo de la lección declaraba que siempre le había fascinado la libertad del acto de fe y que desconfiar de las posibilidades de la razón es una ofensa a Dios mismo:

«El emperador [Manuel II Paleólogo], después de pronunciarse de un modo tan duro [contra las disposiciones del Corán sobre la guerra santa], explica luego minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es algo insensato. […] En esta argumentación contra la conversión mediante la violencia, la afirmación decisiva es: no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios».

Benedicto XVI ha publicado tres encíclicas, hasta la fecha: Deus caritas est (diciembre de 2005), sobre el amor cristiano; Spe salvi (noviembre de 2007), sobre la esperanza cristiana, y Caritas in veritate (junio de 2009), sobre el desarrollo humano en la caridad y en la verdad. Falta, pues, una encíclica sobre la fe, para completar la trilogía acerca de las virtudes teologales. Caritas in veritate analiza la vida económica y social, en el contexto de la gran crisis económica que nos azota. Esta encíclica es relevante, porque, además de ofrecer pistas interesantísimas para el análisis de la crisis económica actual, insta a la colaboración interdisciplinar. Expresamente recuerda que no pueden dejarse al margen las aportaciones de la filosofía y, sobre todo, de las ciencias teológicas.

Uno de los discursos más importantes del Santo Padre fue pronunciado en diciembre de 2005, dirigido a los cardenales y prelados que trabajan en la curia romana. Es un texto precioso, en que, después de felicitar la Navidad a los colaboradores más próximos de la curia, aborda una cuestión fundamental para el desarrollo eclesiológico e histórico teológico. Se pregunta sobre la continuidad o discontinuidad entre el antes y el después del Vaticano II. La tesis del Papa, que debe ser leída con mucha atención, establece la continuidad de la Iglesia, antes y después del Concilio (pues la asamblea conciliar no ha supuesto un ruptura), y, al mismo tiempo, la novedad (y por ende una cierta discontinuidad) entre el antes y el después. Quisiera citar dos ejemplos a los que se le aplica la armonía tradición/novedad: las negociaciones de la Santa Sede con la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, surgida del movimiento cismático del arzobispo Marcel Lefevbre (†1991), se inscriben en este marco; y también la proclamación de un año paulino, superando los temores de los padres tridentinos.

Por último, una breve referencia a las iniciativas ecuménicas: primero con los luteranos, con quienes continúan las conversaciones, después de los acuerdos sobre la noción cristiana de justificación; también con los anglicanos que han decidido pasar a la Iglesia católica, decepcionados por la ruptura de la Comunión anglicana con algunos presupuestos básicos de la tradición cristiana; y finalmente conversaciones con los ortodoxos, que avanzan más bien despacio, a pesar de ser tan poco lo que nos separa. No ha descuidado tampoco las relaciones con el judaismo, con resultado desigual, y con el mundo musulmán, más bien con escaso fruto.

Asimismo ha continuado Benedicto XVI la iniciativa inaugurada por su predecesor, de publicar como autor privado. En 2007 dio a la prensa la segunda parte de su curso de cristología, dictado varias veces en la universidad alemana. La monografía se titula Jesús de Nazaret. En ella, Benedicto XVI reivindica la posibilidad de alcanzar muchas verdades sobre Cristoa partir de la historia de Jesús de Nazaret, y discute -y acepta, cuando es el caso- los logros de la crítica histórica.

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Desde 1523 no había habido ningún Papa no italiano. Los dos últimos, sin embargo, han nacido fuera de Italia: el primero en Polonia y el segundo en Alemania. Esta ha sido otra novedad importante en el cambio de siglo. Por ser obispo de Roma, el Papa es vicario de Cristo y cabeza del colegio episcopal. La ciudad de Roma y la suprema potestad primacial quedaron ligadas para siempre con san Pedro. Pablo VI firmó muchas veces como «Obispo de la Iglesia católica», en el contexto de las enseñanzas del Vaticano II. Juan Pablo II se congratulaba de ser obispo de Roma: era polaco de nacimiento, pero romano por elección. Benedicto XVI echa de menos una mayor comprensión teológica del primado romano, sobre todo, en relación con los grandes patriarcados ortodoxos, asunto pendiente desde el cisma de 1054.

En todo caso, la experiencia de dos papas no italianos, tan temida por algunos, ha sido muy positiva, como no podía ser de otra manera. Uno de ellos, con sus santidad y su celo pastoral, merecío de Dios la caída de los regímenes comunistas. El otro, felizmente reinante, ha abierto nuevas perspectivas a la misión de la Iglesia, superando, de una vez por todas, la dicotomía entre tradición y progreso.