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Si hemos de creer a los historiadores (a Hobsbawm, por ejemplo), el siglo XX finaliza en 1991, con el colapso de la URSS, acontecimiento que repercute de manera trascendental sobre la reflexión filosófica posterior y sobre el pensamiento en general. De ahí que decidamos denominar a todo lo pensado con posterioridad a esa fecha «pensamiento actual» para diferenciarlo del pensamiento contemporáneo que, constituyendo el marco general de interpretación, se ve modulado en determinadas direcciones a partir del momento señalado.

La introducción de un acontecimiento de carácter histórico como el colapso de la URSS en medio de una reflexión como la presente, de naturaleza teórica, lejos de significar una interferencia, o la irrupción de un elemento heterogéneo en relación con las cuestiones que se están planteando, afecta de lleno al corazón del asunto. En el fondo, cuando, todavía en pleno siglo XX, Ferrater Mora proponía hablar de tres imperios filosóficos (ruso, europeo y angloamericano) estaba señalando la profunda conexión entre los diversos tipos de discurso filosófico y las sociedades concretas en las que se producen, vínculo del todo evidente cuando pensamos, por ejemplo, en la forma en la que, de manera explícita, los países socialistas defendían, para justificar su proyecto de transformación social, que estaban llevando a la práctica las ideas del marxismo.

Manuel Cruz: Ser sin tiempo. Herder, 2016. 136 páginas.

Pero resultaría erróneo interpretar que solo uno de los presuntos imperios filosóficos se ha visto afectado por el acontecimiento en cuestión. El hecho de que haya desaparecido del planeta cualquier otro modo de producción que pueda presentarse como alternativa al capitalismo realmente existente en este momento tiene consecuencias directas no solo en el imaginario colectivo, sino también de carácter práctico en la sociedad (que terminan repercutiendo de nuevo, a su vez, en el imaginario colectivo). Por lo que respecta al primer tipo de consecuencias, la desaparición del único modelo de sociedad alternativo al capitalismo, el llamado «socialismo real», que permitía mostrar el carácter contingente de aquel, ha reforzado la percepción de lo que ha quedado como algo necesario, ineludible, poco menos que fatal. A una percepción así le correspondería, en la esfera de lo teórico, ese peculiar producto intelectual denominado en su momento «pensamiento único» (casi un oxímoron para quienes crean que el pensamiento ha de ir indisolublemente ligado a la crítica). Por lo que respecta a las consecuencias del tipo práctico, qué duda cabe de que el auge de las políticas neoliberales y el consiguiente aumento de las desigualdades se encuentran íntimamente ligados a un modelo de sociedad en el que todas las esferas de la vida colectiva aparecen regidas por la misma lógica: la de la rentabilidad, el beneficio y la competitividad.

Esta universalización casi absoluta de la lógica del mercado ha afectado también a la filosofía y al pensamiento en general. La práctica extinción de las facultades de filosofía (poco rentables y generadoras de especialistas en un saber inútil desde el punto de vista que acabamos de señalar), y su sustitución por facultades de humanidades, más generalistas, cuya única función sería la de formar graduados polivalentes o proporcionar, como segunda carrera, cierto barniz de cultura general humanística, afecta de lleno a la producción filosófica. En cierto modo, la distinción entre filosofía académica y filosofía mundana, en la que a la primera le correspondía el rigor, la seriedad, la profundización en problemáticas complejas y exigentes, mientras que a la segunda le incumbía la divulgación o, en su caso, la elaboración de unos productos teóricos ligeros y de fácil consumo para cualquier tipo de lectores (con el consiguiente peligro de incurrir en la más frívola de las banalidades), ha mutado de signo. Cabría decir, pues, que en cierto sentido ha ocurrido que el discurso filosófico más serio y riguroso se ha visto expulsado del ámbito académico y ha encontrado refugio en esos otros ámbitos externos a la academia considerados tradicionalmente como mundanos, sin por ello —matiz muy importante— verse necesariamente contaminado de frivolidad. Ya hace un tiempo que es extramuros de la universidad (revistas culturales, suplementos literarios, medios de comunicación, redes sociales…) donde se plantean los debates de mayor trascendencia y repercusión públicas. Tal vez constituyan buenos ejemplos de lo que estamos diciendo —y no de ayer mismo, precisamente— tanto la enorme polémica suscitada por el famoso artículo de Francis Fukuyama acerca del final de la historia como la polvareda levantada a raíz de la aparición del libro de Alain Sokal Imposturas intelectuales, ambas generadas y desarrolladas absolutamente al margen del mundo académico.

La práctica extinción de las facultades de filosofía, afecta de lleno a la producción filosófica

Este cambio obligado de escenario afecta de manera necesaria y decisiva al contenido del pensamiento que se produce a partir de un cierto momento. Podríamos decir que varía de manera sustancial la naturaleza del encargo que recibe el filósofo. Este ya no procede de sus colegas o de especialistas análogos, que le pueden reclamar una profundización en determinadas problemáticas, la clarificación de ciertos conceptos o el desarrollo discursivo de ciertas cuestiones, sino, si se puede hablar así, de la propia sociedad, a la que, por más de un motivo, el quehacer filosófico ha pasado a preocupar particularmente en los últimos tiempos.

Nos encontraríamos entonces ante la paradoja de que, a la vez que la filosofía desaparece del currículo de las enseñanzas medias (o preuniversitarias) y su presencia en la educación superior mengua en el sentido que acabamos de indicar, en la esfera pública los filósofos son convocados de manera creciente a expresar sus puntos de vista. Se trata de una demanda muy significativa, que estaría revelando precisamente la existencia de una necesidad generalizada en materia de ideas muy característica de nuestra actualidad.

Lo que desde la misma sociedad se le reclama ahora a la filosofía es que dé cuenta del mundo, de un mundo que de manera creciente se les aparece a sus habitantes como absurdo, sin sentido o, peor aún, como dotado, si acaso, de un sentido literalmente insoportable (el que le proporciona la hegemonía absoluta de lo económico sobre nuestras vidas). Es en esta clave no solo de demanda de otras formas de ver y representar lo existente, sino también de cuestionamiento radical del régimen de la existencia misma tal y como lo conocemos y nos viene impuesto, en la que se tiene que interpretar la inflexión que ha tenido lugar en la filosofía actual a partir de que comienza el nuevo siglo, hace ya veinticinco años.

No se trataría, de ser cierta la hipótesis que estamos planteando, de una inflexión menor. La naturaleza de la demanda ya no permite seguir pensando de la misma manera que antaño. Aunque hayamos heredado de la contemporaneidad herramientas valiosísimas (las grandes corrientes filosóficas que recorrieron el siglo XX: marxismo, hermenéutica y analítica), hoy, la manera de pensar, las categorías, los desarrollos y, sobre todo, los objetos del pensamiento ya no son los mismos. Por lo pronto, el «dar cuenta» que se le pide al filósofo no responde a la misma temporalidad que caracterizaba en otras épocas el ritmo del trabajo filosófico. Es un «dar cuenta» en el modo de la urgencia y con el menor grado posible de mediaciones.

Por ello, se puede afirmar que en este momento el orden de los discursos filosóficos no tiene tanto que ver con las ideas filosóficas en cuanto tal (por más revisadas, criticadas o actualizadas que pudieran estar) como con esas urgencias que la sociedad plantea a los filósofos, con su demanda de que la filosofía proporcione claves para interpretar lo que sucede. Aunque sobran ejemplos de estas preguntas que hoy dirige la sociedad a ese filósofo obligado a proseguir su tarea extramuros de la academia (preguntas por las diferentes regiones de nuestra experiencia tanto personal como colectiva, por el signo de muchas de las transformaciones que tienen lugar en nuestras sociedades, etc.), lo que conviene destacar, antes de proporcionar ninguna de ellas, es que nos encontramos ante un auténtico «giro copernicano» en filosofía, un giro que trastoca por completo la relación que esta había mantenido con lo real y que obliga a pensar de nuevo, desde otra perspectiva, el locus clásico de la «responsabilidad de la filosofía». ¿Qué queremos decir con «responsabilidad» en este contexto? Fundamentalmente, un replanteamiento del papel del intelectual en la actualidad, en la medida en que la filosofía es interpelada hoy, como se acaba de señalar, de un modo diferente al del pasado. Esta interpelación apunta hacia un problema de enfoque: una cosa es que lo real nos plantee desafíos inéditos y otra cosa son las categorías con las que los enfrentamos. El tradicional (y confortable) convencimiento de que, a pesar de que alrededor de nosotros se puedan producir incesantes transformaciones de todo tipo, las herramientas teóricas con las que las analizamos permanecen idénticas a sí mismas casi desde siempre ya no resulta sostenible. Es cierto que en filosofía existe una poderosa inercia, de signo inequívocamente conservador, que prioriza el empleo de las categorías heredadas a la hora de confrontarse con lo real. Ahora bien, dicha inercia no es aceptable, en la medida en que da por descontado que el pensamiento es algo ajeno e independiente de la realidad y que, por tanto, no se ve afectado por las transformaciones que en ella se puedan producir.

Se trata de un supuesto que no se sostiene. El pensamiento forma parte del mundo (en realidad, constituye uno de sus elementos), de modo que cuanto suceda en este acaba impactando directa o indirectamente sobre las categorías con las que el pensador intenta abordarlo.

En todo caso, el reto fundamental que se desprende de todo lo precedente es el de ser capaces de responder a la pregunta: ¿de qué manera y en qué aspectos el cuarto de siglo XXI que llevamos vivido ha obligado a modificar no solo las categorías, sino también los cauces discursivos (las corrientes antes mencionadas) contemporáneos? O, si se prefiere decir así: ¿respecto de qué elementos teóricos de la herencia recibida no queda otra que someter a radical reconsideración a la vista de lo sucedido?

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Su ultimo libro publicado es «El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual» (Galaxia Gutenberg).