Desde hace un siglo y medio, la pregunta que no ha dejado de martillar las cabezas de los pensadores políticos, desde Karl Marx a Hannah Arendt, desde Hilaire Belloc a Theda Skocpol, es: ¿cuáles son las verdaderas causas de una revolución? La respuesta, evidentemente, no es sencilla; pero si hacemos un repaso general a los diversos intentos realizados, encontramos que las explicaciones puramente objetivistas -la conjunción de determinadas «condiciones reales» produce, sin que medie voluntad política ni acción deliberada ninguna, el estallido revolucionario- han perdido terreno frente a la respuesta ideológica: aquella que cuenta, entre las causas principales de la revolución, con la presencia de un sistema de ideas que concibe un orden político, social y económico alternativo, y que se conoce usualmente como ideología. La ideología, de ese modo, ha devenido inspiradora de la acción política revolucionaria. Si es cierto que no hay revolución sin un mínimo de condiciones «objetivas», también lo es que no hay revolución sin «sujeto revolucionario» -sin personas o grupos que deliberadamente operan en el sentido de una transformación revolucionaria-.
CRÍTICA Y REVOLUCIÓN
Pero si toda revolución, entendida como cambio violento y acelerado de estructuras sociales, necesita de la ideología, no es menos cierto que toda ideología necesita de la crítica. En efecto, si no se sometiera el orden político y social vigente a un profundo y radical enjuiciamiento, no habría posibilidad de formular una idea de orden alternativo. En su deslumbrante estudio sobre la Ilustración francesa, Paul Hazard explicó la revisión crítica a la que fue sometido el Antiguo Régimen como un gigantesco proceso judicial en el que comparecieron todas las ideas, creencias, instituciones, leyes, costumbres y tradiciones del orden establecido.
Parece imposible desentrañar la identidad de la izquierda (que es, como se sabe, la que más acabadamente refleja y sintetiza la modernidad política) prescindiendo de estos tres conceptos fundamentales: revolución, ideología, crítica. En estos tiempos en que las revoluciones parecen cosa del pasado, quizá haya quien no reconozca la componente revolucionaria de la izquierda. Sin embargo, es claro que la idea de la transformación radical de las estructuras está más presente en el imaginario de los militantes de izquierda de lo que ellos estarían dispuestos a reconocer. Aunque también debe reconocerse que el inhibidor principal del impulso revolucionario es que ya no se niega (ni se está dispuesto a asumir como coste) el carácter violento de esa transformación.
VIDA Y MUERTE DE LA REVOLUCIÓN
Si se observa el itinerario crítico y el itinerario revolucionario de la izquierda en sus dos siglos de existencia, se advierte que se trata de dos recorridos dispares, que sólo guardan un curso paralelo en los primeros tiempos.
La revolución siempre tiene un carácter integral, totalizador: si no fuese así, no sería una auténtica revolución. Sin embargo, es posible señalar rasgos dominantes en los procesos revolucionarios. Así, si la Revolución Francesa fue predominantemente política, la Revolución Rusa lo fue socioeconómica. Es posible trazar un crescendo progresivo e incesante desde 1789 hasta 1917. La empresa revolucionaria se fija metas cada vez más ambiciosas y las va cumpliendo, casi inexorablemente. La burguesía triunfante del 89 cede las posiciones de vanguardia al proletariado, que se convierte en la nueva amenaza al orden existente. Crítica y revolución van de la mano (al menos tanto como lo permite toda relación entre idea y realidad), hasta que al fin, Stalin muestra la verdadera cara del nuevo régimen.
Puede decirse que, a partir del triunfo del marxismoleninismo en Rusia, la izquierda comienza a desembarazarse progresivamente del socialismo, y también de la revolución. Crítica y revolución no son lo mismo, o lo que es igual: es posible hacer una crítica de la revolución. La izquierda advierte que la revolución en los hechos traiciona invariablemente a la revolución en teoría, que las transformaciones nunca son todo lo radicales que ella quisiera, que la organización partidaria reproduce a escala las formas de dominación del Estado. En definitiva: que no es posible acabar con las jerarquías y los límites restrictivos del orden social.
Desde la consolidación de los bolcheviques en el poder hasta fines de la década de los sesenta, la izquierda buscará desesperada y obstinadamente conciliar otra vez la crítica con la revolución. Serán cincuenta años de intentos inútiles, que terminan con un estallido de insatisfacción e impotencia -mayo de 1968-. Este estallido marca un punto de inflexión decisivo en la historia de la izquierda occidental. Se produce el divorcio definitivo: la crítica liquida definitivamente a la revolución como praxis transformadora. El 68 es, a la vez, cúspide y declinación del sueño prometeico de la modernidad. La revolución como praxis política suprema y el orden social al que aspiraba -el socialismo como supresión definitiva de conflictos- había sucumbido al propio embate destructivo de la crítica.
LA DUREZA DE LO REAL
La influencia del 68 fue efímera, casi imperceptible, en las principales organizaciones partidarias de la izquierda europea. Ya a principios de los setenta, la crisis del Estado de bienestar obligaba a los partidos socialdemócratas a renunciar definitivamente a la vía democrática y reformista al socialismo. El socialismo francés pudo mantener en alto las banderas de la propiedad colectiva durante una década más, sólo porque no se enfrentó antes a la realidad del poder. El gobierno de François Mitterrand depararía a la izquierda francesa la más amarga de las decepciones.
A principios de la década de los ochenta estaba bastante claro que el capitalismo poseía una capacidad de adaptación infinitamente mayor que la que le asignaban los teóricos marxistas, y que no habría un futuro socialista. La abstrusa expresión «socialismo realmente existente» para referirse al sistema soviético, ocultaba la auténtica realidad de un «capitalismo monopolista de Estado».
El posicionamiento de la mayoría de los intelectuales orgánicos y de los pensadores relacionados con los partidos era categórico: en el plano económico, la socialdemocracia debía aspirar a una economía de mercado que tolerara algún tipo de regulación estatal, y que sirviera de sustento a los sistemas de redistribución y asistencia conocidos como Estado de bienestar. La realidad del sistema capitalista había mostrado su materialidad contundente frente a los etéreos y nebulosos sueños de la sociedad sin clases y la propiedad colectiva: no habría economía moderna posible fuera del capitalismo.
Los partidarios de la democracia radical tardarían algunos años más en reconocer que su proyecto tenía tan pocas oportunidades como el socialismo. Después de soñar con una revolución tecnológica que traería los medios materiales aptos para convertir a los países enteros en asambleas deliberativas y legislativas virtuales, de concebir ámbitos ideales de comunicación libres de dominio, de imaginar una reconciliación entre los poderes separados por el liberalismo y de esperanzarse en la democracia como vía natural hacia al socialismo, tuvieron que rendirse ante la evidencia de que no habría democracia moderna posible que no fuera liberal.
De este modo, el orden político y económico mostraba su elasticidad máxima al ímpetu transformador de la izquierda. Democracia liberal y capitalismo marcaban dos límites infranqueables, reforzados por una firme solidaridad recíproca que provenía, tal como mostró Joseph Schumpeter, de responder a lógicas similares. Es claro que la izquierda no había estado ausente en la génesis de los sistemas políticos y económicos del mundo moderno; después de todo, ni el capitalismo ni la democracia liberal fueron obra del Antiguo Régimen, de la aristocracia o de los pensadores contrarrevolucionarios, sino de la primera izquierda política de la historia -la burguesía-. Sin embargo, ta] como explicó Jean-Christian Petirfils, la cristalización del nuevo orden había transformado a las viejas izquierdas en las nuevas derechas.
LA CRÍTICA COMO PRAXIS SUSTITUTIVA
Apenas diez años después, muchos intelectuales de izquierda europeos se preguntaban qué había quedado de las esperanzas del 68. El reclamo era muy comprensible, porque si el espíritu de la revuelta estudiantil se mantenía vivo en algún sitio, era entre los espíritus ilustrados, en los claustros universitarios y en el mundo de la cultura en general. Pero el divorcio entre crítica y praxis era casi radical, definitivo.
El proceso había comenzado mucho antes, con el conflicto entre marxistas y anarquistas. Años más tarde, la polémica entre Lenin y Rosa Luxemburgo mostraba las líneas fundamentales del enfrentamiento: praxis revolucionaria versus crítica ideológica. En 1931, Walter Benjamin componía un breve pero magnífico escrito sobre la melancolía de la izquierda: un estado anímico abúlico, abismado en una invencible e interminable cavilación, motivada por una experiencia de pérdida irreparable (y mayormente imaginaria), que nacía de no poder obrar la transformación radical de la realidad que se había propuesto como meta.
El alma oscurecida del izquierdista melancólico se desbordaba en negros ríos de tinta, en críticas acerbas a la realidad en su conjunto, al orden existente y a las miserias de la revolución en la práctica. Contemporáneamente, un brillante ideólogo marxista italiano concebía una forma alternativa de praxis política: Antonio Gramsci mostraba la vía cultural de revolución social. El redescubrimiento de Gramsci por parte de la izquierda tendría que esperar no sólo a la muerte de Stalin, sino también a la liquidación de su herencia ideológica. Por su parte, los izquierdistas radicales franceses de la década de los cincuenta, con Henri Lefebvre a la cabeza, creaban la Internacional situacionista e inauguraban el movimiento de critica de la vida cotidiana.
Tanto el gramscismo como el situacionismo francés -movimientos de izquierda política de orientación cultural- aún mantenían como punto de fuga la ansiada revolución social. Pero el derrumbamiento del ideal revolucionario tiene un efecto verdaderamente liberador en la izquierda. Ya no está obligada a concebir un orden social alternativo ni a definir una praxis política transformadora. Se desembaraza definitivamente del comercio con la realidad. Liberada del confinamiento de la acción política, la crítica sigue hacia arriba (o hacia abajo, según se mire), en su espiral destructiva y desenmascaradora.
DESDE LA CULTURA CONTRA TODO ORDEN
Se inaugura así una nueva fase de la izquierda. A partir de este momento, su praxis se desarrolla en el plano de las ideas, los símbolos, las creencias y las tradiciones: la cultura. Cubre un espectro de propósitos que va desde el desengaño y la denuncia respecto de la situación insuperable del oprimido -la «conciencia de las cadenas», como ha explicado Bernard Henri Lévy- a la corrosión por vía crítica de toda institución, costumbre, ley o jerarquía que implique cualquier forma de sumisión, exclusión, obediencia o desigualdad. En una palabra, el orden social en general: familia, Estado, empresa, iglesia, sociedades intermedias, etc.
La acción de la izquierda cultural contemporánea opera sobre un presupuesto implícito que está en el origen de la izquierda histórica, pero que sólo actualmente ha sido llevado hasta sus últimas consecuencias. Sólo después de comprobar que todo orden alternativo al dominante, por muy promisorio que sea y bien concebido que esté, es ante todo y fundamentalmente orden -y por ello perpetúa formas de opresión y sumisión- la izquierda mantiene sus ideales libertarios e igualitarios luchando contra la idea misma de orden, de cristalización de un sistema rígido de relaciones sociales compuesto por instituciones, hábitos y jerarquías.
La izquierda del siglo XXI se ha hecho fuerte en los ámbitos propiamente culturales: instituciones educativas (colegios y universidades) y medios de comunicación y prensa. No exagera Kenneth Whitehead cuando explica que vivimos en una cultura hegemónica de izquierdas. Ha abandonado la idea de partido, movimiento o sindicato, la formación de organizaciones fuertes y disciplinadas que luchan contra un sistema poderoso y opresivo. El compromiso que se exige a la militancia es cada vez más hábil, provisional y flexible, y se expresa mejor en términos de disolución que de activismo.
Instalada en el poder, la izquierda contemporánea practica un intervencionismo estatal no socialista, ni siquiera redistributivo. El Estado benefactor puede mantener, e incluso incrementa moderadamente, sus prestaciones y servicios. Pero la acción del Estado como vector de reforma social se orienta fundamentalmente a asumir como sustituto, con las consecuencias que cabe esperar, las diversas formas de mediación social que realizan las instituciones erosionadas o debilitadas por la crítica cultural.
LOS COMPAÑEROS DE RUTA
A principios de la década de los noventa, con el colapso de los regímenes soviéticos de Europa oriental, una derecha occidental eufórica se jactaba de haber derrotado de una vez por todas a su enemigo -la izquierda-. El capitalismo había vencido al socialismo, y la democracia liberal había hecho lo propio con la dictadura del partido único. Las apariencias, sin embargo, eran engañosas. Interpretando mejor el proceso, Jürgen Habermas explicaba que la izquierda occidental no debía asumir una derrota que no era suya.
Mientras los partidos de derecha en el poder se han recostado indolentemente en las realidades, consolidadas y venturosas, aparentemente indestructibles, de la democracia liberal y el sistema capitalista, la izquierda cultural no se ha detenido un solo día en su labor metódica de zapa de las instituciones, las tradiciones, las creencias y las costumbres. Un análisis atendible, pero más bien superficial, podría concluir que la izquierda está socavando las bases culturales que sustentan la democracia liberal y el capitalismo. Esto es cierto, pero no es toda la verdad.
Capitalismo y democracia liberal constituyen, respectivamente, órdenes bien definidos de la vida económica y política, y han constituido un freno eficaz y decisivo al embate revolucionario del colectivismo y el totalitarismo. Pero su configuración es esencialmente dinámica. No sólo eso: como se ha visto en los últimos dos siglos, se trata de sistemas expansivos por naturaleza, que tienden a la totalidad y que han avanzado incesante e inexorablemente sobre los diferentes «mundos de la vida».
Se ha hablado mucho sobre las consecuencias culturales del sistema capitalista. Todo parece indicar que en el futuro se hablará cada vez más de ello. Basta pensar en los procesos de disolución cultural motivados por el consumismo creciente, en los que el tan humano e imprescindible hábito de cuidar se sustituye por el de usar y tirar. La velocidad en aumento de los cambios dificulta cada vez más las relaciones humanas, el crecimiento normal de las personas y la educación. Afecta decisivamente a los vínculos interpersonales basados en la confianza que, como se sabe, reposa sobre la permanencia y no sobre la ruptura. Los procesos simultáneos de fragmentación e integración en la sociedad actual hacen perder las referencias más elementales a sus integrantes.
Se afirma que la base del capitalismo es la propiedad privada. Es hora de revisar ese postulado, al menos en parte. La conversión fundamental de la propiedad inmueble en propiedad mueble, hito fundamental en la formación del surgimiento del capitalismo, no ha dejado de avanzar, hasta el punto de que ha sumido a la institución de la propiedad en una profunda crisis, que se puede observar en la imposibilidad de determinar la propiedad efectiva de las grandes empresas o en el incesante acoso de los poderes públicos sobre la propiedad de los particulares. La consigna, tan común en los siglos XVIII y XIX, de la lucha contra la propiedad privada, parece no haber surtido el efecto deseado; pero la erosión de la propiedad es causada actualmente por quienes en su día se erigieron como sus más decididos defensores. El resultado no es el comunismo de bienes ni la sociedad sin clases: la decadencia de la institución de la propiedad se resuelve en la desaparición de su función social correspondiente,,que se ha considerado (con razón) como imprescindible.
La democracia liberal es asimismo arrastrada por una similar corriente de transformación y aceleración, plena de incertidumbres. Los más lúcidos observadores han señalado que el precario (y milagroso) equilibrio entre democracia y liberalismo se inclina resueltamente hacia el lado democrático, incluso en países políticamente tan balanceados como los Estados Unidos. Como podría haber explicado Alexis de Tocqueville, el espíritu democrático avanza arrollador sobre las fuentes de autoridad tradicionalmente reconocidas y sobre las instituciones regidas por formas no democráticas -impone su ley a las diversas formas de mediación social-.
El horizonte de esta democratización invasiva no es, sin embargo, ni la añorada democracia directa de los ideólogos soñadores, ni la tiranía de las mayorías de los pensadores reaccionarios, sino el dramático descenso de la gobernabilidad de las sociedades modernas.
Quizá sea exagerado calificar a este vertiginoso proceso como una revolución. Por otra parte, se han explicado formas alternativas de revolución tales como las que identificó Jules Monnerot: es el caso de las revoluciones en flujo. También es interesante recordar las afirmaciones de dos famosos discípulos del pensador marxista Gyórgy Lukács: Agnes Heller y Ferenc Fehér han sostenido que en los regímenes democráticos, la praxis revolucionaria no solamente deja de tener sentido, sino que incluso se transforma en reacción, puesto que la dinámica política y social es inmanente al sistema.
Si no es una revolución, se le parece mucho. Este panorama obliga a ser muy cauto respecto de la decadencia de algunas de las categorías más caracterizadas de la modernidad política. Mientras que las formas de racionalización económica y política de la vida social van arrollando a su paso las instituciones, costumbres, ideas, creencias, leyes y tradiciones que podrían contener (o moderar) tal avance, la izquierda obra a su vez una lenta labor de corrosión y debilitamiento. Ha encontrado, en los enemigos que odia, unos formidables e insospechados compañeros de ruta.