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Estadísticas recientes permiten romper una lanza por la buena salud del teatro en nuestra sociedad. Crece, al parecer, el número de sus espectadores mientras que disminuye el de los del cine. Muchos profesionales desconfían (¿Se deberá solo al boom de los musicales en régimen de franquicia?). Con ese dudoso optimismo como telón de fondo y explotando la polisemia de «representar», la pregunta del título afronta el panorama problemático que presenta el teatro actual: en el campo literario parece pintar cada vez menos; en el más amplio de la ficción o de la diversión choca con la competencia desigual del cine y se enfrenta casi inerme al desafío de las nuevas tecnologías. Para colmo, parte del teatro más renovador o vanguardista pretende no representar nada. Y, por fin, el que no renuncia a representar, ¿qué es lo que representa?

1. Durante mucho tiempo y hasta hace muy poco se ha venido encuadrando el teatro en el campo de la literatura. Pues bien, si nos preguntamos qué representa hoy en ese campo, o sea, qué lugar ocupa en el canon de los géneros literarios, la respuesta será desoladora. Y más aún si se compara con la posición privilegiada que ha ocupado en el pasado, durante siglos.

En la larga y fecundísima tradición clasicista, esto es, de la Antigüedad grecolatina hasta bien entrado el siglo XIX, y a partir sobre todo de la Poética de Aristóteles, el teatro se considera el género literario por excelencia, la manifestación más alta, exigente y perfecta de la «poesía». No sólo las poéticas clásicas, renacentistas o neoclásicas, de la de Aristóteles a la de Martínez de la Rosa (1827), centran en el teatro su doctrina, sino que las revoluciones más o menos anticlasicistas, como la de Lope de Vega o la de los románticos alemanes o franceses, o el Discurso de Durán (1828) entre nosotros, se plantean sobre todo también en el ámbito del drama. Hasta el siglo XIX la polémica literaria por antonomasia es en nuestra cultura la polémica sobre el teatro.

El muy profundo cambio de valores que se produce a partir del Romanticismo, y en el que seguimos todavía inmersos, conducirá a la pérdida de la hegemonía del teatro como género literario, en beneficio de la lírica y de la novela. La poesía será a partir de entonces el modelo sublime de la dicción literaria y la narrativa el prototipo de la literatura de ficción. El teatro no ha dejado de perder terreno desde entonces. Es cada vez más raro, por ejemplo, encontrar en las convocatorias de premios literarios una modalidad de teatro: o desaparece en beneficio de los dos géneros canónicos o, lo que es todavía más significativo, resulta desplazado por nuevos géneros emergentes, como el ensayo o el periodismo.

Lo sorprendente es que el teatro mismo parece tan empeñado en renegar de la literatura como la literatura en desembarazarse de él. Y es que durante el siglo XX la puesta en escena conquistó, en una auténtica guerra de liberación, su plena autonomía como arte, frente a una concepción que reduce el teatro a una forma de literatura y considera el espectáculo un arte auxiliar e híbrido. Se entiende que para combatir el prejuicio literario hubiera que afirmar, sin pararse en matices, los principios opuestos. Pero se entiende menos que, a estas alturas, muchos escritores de teatro —y escritores hasta la médula: pienso en Javier Daulte o en Rafael Spregelburd— afecten desdeñar el carácter literario de sus textos y los presenten como meros «guiones» para la representación. Yo creo que hay mucho de pose; aunque sea cierto que casi todos ellos son a la vez directores, actores, hombres de teatro.

¿Y no lo eran acaso Shakespeare o Molière?
Entiendo, en fin, que una vez ganada esa guerra justa, el teatro no tiene por qué optar entre ser literatura o espectáculo; puede reconocerse en la realidad más compleja y completa de ser espectáculo y literatura. Ciertamente, el teatro no es sólo literatura, pero es literatura también. Y la reconquista del terreno perdido en ella debiera ser una de las tareas pendientes para el teatro del siglo XXI.

2. ¿Cabe esperar, para no sucumbir al pesimismo, que el teatro disfrute de una posición más desahogada en el ámbito menos estrecho y sacralizado, más popular, del mercado de la diversión, de la industria del entretenimiento y, en particular, de la que ofrece representaciones de mundos imaginarios? También en este espacio de la ficción cuenta la literatura con su parcela, sin duda minoritaria, dentro de la cual el teatro ocupa una exigua celda (basta pensar en el lema de la Feria del Libro Teatral: «El teatro también se lee»). Pero es la ficción audiovisual la que proporciona en nuestra sociedad la mayoría de esas incursiones en paralelos universos de irrealidad que al parecer necesitamos. ¿Y qué papel representa en ella el teatro, considerado ya como espectáculo?

De nuevo, la situación actual contrasta con la del pasado, en este caso inmediato. Es sintomático que pueda extrañarnos tanto el lugar sobresaliente que ocupaba el teatro hace poco más de medio siglo en el mercado de la diversión. En tiempos de la Segunda República y hasta bastante después era todavía el más habitual entretenimiento de las masas. Y los dramaturgos han sido hasta hace muy poco los escritores que más rendimiento económico sacaban a su obra, los que más espléndidamente han vivido de su pluma.

Es esto lo que ha cambiado de raíz en las últimas décadas. Y es este concepto de teatro como suministrador de experiencias de evasión imaginaria el que ha sufrido el impacto, real, de los cambios producidos durante el siglo XX en el universo de la comunicación; el que vive por eso una crisis nueva, histórica, no esa supuesta eterna crisis del teatro que suelen esgrimir los optimistas… o los inmovilistas. Sin duda el cine ha venido a ocupar ese lugar del que ha desalojado al teatro. La televisión no hace, en el terreno de la ficción, sino ofrecer un canal más accesible al con- sumo de productos que son en definitiva cinematográficos, ya sean películas, series, culebrones, comedias de situación, etc.

La presión del cine empuja al teatro, desde el centro, hacia dos extremos capaces de proporcionarle una cierta supervivencia, aunque precaria: el de la ópera y el de las catacumbas. De una parte, el teatro opulento, de presupuesto astronómico, de repertorio clausurado, engolfado en el círculo de las diferentes interpretaciones; teatro necesariamente subvencionado, conservado como bien cultural, en peligro permanente de extinción; teatro de museo, con cierto tufo de necrofilia; teatro necesariamente público, pero cerrado al público, al gran público, por naturaleza antipopular, elitista, etc. De otra parte, y enfrente, el teatro menesteroso y casi mendicante, subprofesional, alternativo (¿a qué?), casero (ya literalmente realizado como teatro a domicilio), siempre incipiente; teatro puro a veces, que bebe en las fuentes del rito, de la palabra esencial, de la presencia real; otras, simplemente pobre, etc. Estos dos modelos opuestos comparten al menos la debilidad que los hace incapaces de procurarse el sustento (uno por exceso, el otro por defecto de producción), de competir en el mercado abierto del ocio, del entretenimiento, de la ficción.

Es fácil, por otro lado, comprender las decisivas ventajas prácticas que comporta el hecho de que el cine sea algo escrito, enlatado, transportable y reproductible hasta el infinito —basta pensar en las posibilidades de amortización prácticamente ilimitadas con que cuentan sus gas- tos de producción, por descomunales que sean—; frente a la desventaja inversa que supone para el teatro el ser actuación, pues «no se puede tener al mismo tiempo una actuación en vivo y una distribución barata y fácil», en palabras de J. M. Coetzee. Basta pensar en esto: puedo ser espectador del cine que se produce en todo el mundo; pero solo del teatro que se representa en mi ciudad. ¿Será esta situación desfavorable susceptible de modificación gracias a las nuevas tecnologías? ¿Y a costa, o no, de renunciar el teatro a ser lo que es, actuación en vivo y en directo?

3. Porque ya no es tanto el cine, que empieza a sonar a cosa del pasado, el que desafía al teatro, sino las nuevas tecnologías las que los desafían a los dos. Y la primera impresión es que el teatro ha sido hasta ahora casi impermeable a las innovaciones técnicas. Sin menospreciar la importancia de los cambios que jalonan su historia, tanto la representación teatral como los textos dramáticos permanecen sustancialmente idénticos en los últimos dos mil quinientos años, de los griegos a hoy mismo. Así, y muy particularmente, la escritura, el cambio cultural más decisivo en la historia de Occidente y quizás de la Humanidad, de su cuestionamiento en Platón al hito definitivo de la imprenta, no acabó con la representación teatral, no redujo el teatro a libro, como sí hizo con la épica y su recitado o con la lírica y su canto.

Tampoco da la impresión de que la aparición de nuevos medios espectaculares como el cine y la televisión haya propiciado que el teatro se vacíe —desapareciendo y descansando— en ellos; al contrario, el teatro parece empeñado en distinguirse, reclamando su propia identidad, afianzándose en el hecho diferencial de ser eso, teatro: pureza o tozudez que implica dureza, resistencia, pero también quizás fragilidad.

Llegamos así al planteamiento de la cuestión. Las nuevas tecnologías, de naturaleza informática o digital, ¿suponen una amenaza o una ayuda para la pervivencia del teatro como tal? ¿Presagian el comienzo de un nuevo teatro, capaz de explotar esas tecnologías en su propio beneficio, como hizo en su momento con la luz eléctrica, por ejemplo? ¿O anuncian el final del teatro como teatro, su con- versión en otra cosa?

No me refiero aquí a un grado de permeabilidad que doy por amortizado para la discusión, el de la incorporación instrumental de las nuevas tecnologías, como en el caso de la luz eléctrica. Es ya muy notable, por ejemplo, el aprovechamiento que grandes teatros, como el Metropolitan, hacen de la red para la difusión de sus espectáculos. Y en no mucho tiempo tendremos seguramente toda la cartelera teatral del planeta al alcance de nuestra conexión.

Pero de momento la distancia entre asistir en vivo a una representación y seguir ante la pantalla su transmisión en directo es tan considerable que pone en evidencia la frontera entre lo que es teatro, lo primero, y lo que no lo es. Con el tiempo, esa distancia se podrá acortar por el doble camino de poder mirar el espectáculo como si lo viera con mis propios ojos y de poder establecer un contacto comunicativo con los actores y con los demás espectadores como si yo mismo estuviera allí presente (y ellos también), es decir, por el camino de la inmediatez tanto de la visión como de la interacción. ¿Hasta llegar a anular esa distancia, a reducir a cero la mediación perceptiva y comunicativa?

Los medios habrá que buscarlos en las nuevas tecnologías y quizás en las menos relacionadas a priori con el mundo del espectáculo. Para calibrar la dificultad que entraña basta caer en la cuenta de lo que implica esa doble inmediatez: la actuación teatral tiene que producirse sin que exista mediación alguna entre el mundo ficticio y el espectador, que asiste a él, que lo ve con sus propios ojos, de una parte; y de otra, mediante el contacto directo, vivo y cercano entre actores y espectadores, que deben estar siempre al alcance de la mano, en interacción constante y abierta, espontánea, no canalizada de ninguna forma; lo que exige hoy por hoy la presencia real de actores y espectadores, la necesidad de que compartan un mismo espacio real. ¿Podrán las nuevas tecnologías propiciar un encuentro idéntico o con idénticas consecuencias, pero virtual, en el ciberespacio, a distancia o en ausencia real de los sujetos?

Las vías de realización que puedo imaginar un poco de oídas resultaron confirmadas por el Dr. Guillermo Foladori, que investiga en la Universidad de Zacatecas-Relans en el campo de la nanotecnología (NT). En un encuentro fortuito, tan insólito como interesante y grato, en el que la periodista Lil B. Chouy nos entrevistó al alimón en su programa «Tiempo presente» de Radio Oriental, en Montevideo, el 14 de abril del 2009, tuve ocasión de plantear- le la cuestión y su respuesta fue del todo afirmativa.
No sólo será posible, al parecer, colmar en el teatro la brecha que separa todavía la presencia real y la virtual, sino que la tecnología necesaria está casi al alcance de la mano. Cuesta imaginarlo. Pero pensemos, por ejemplo, en las operaciones quirúrgicas que ya se realizan a distancia, en las que el cirujano toca —¿realmente?— el cuerpo del enfermo con la máxima precisión requerida. Y si hay un sentido que parece no poder prescindir, como el teatro, de la presencia real es precisamente el tacto…

4. Hasta aquí algunos problemas que comparecen ante la pregunta de qué representa el teatro hoy en el sentido de qué lugar ocupa o qué papel desempeña en nuestra cultura. Es hora de asomarse siquiera a lo que puede remover esa pregunta en el sentido, más literal, de qué es lo que el teatro pone en escena hoy.

Lo más llamativo y chocante en este sentido es que buena parte del teatro actual más renovador o vanguardista (pensemos en Rodrigo García o Angélica Liddell) se identifica con la pretensión de no representar nada. Es lo que Hans-Thies Lehmann ha bautizado como «teatro posdramático», marbete que ha hecho fortuna, quizás por lo confuso del concepto. De lo más claro que dice de él es que «se inscribe en una dinámica de la transgresión de los géneros. La coreografía, las artes plásticas, el cine desde luego, las diversas culturas musicales, lo atraviesan y lo animan». Danza y performance son sus manifestaciones ideales. (¿Y del teatro, qué?)

El problema es la pretensión posdramática de desactivar principios demasiado inherentes al teatro, los de imitación, representación o ficción, en realidad el mismo. La ausencia, literalmente mortal, de estos principios se pretende llenar con la «expresión de la realidad por la realidad misma, no por su imitación», en palabras de Tadeusz Kantor más sugerentes que realizadas en sus espectáculos, en los que el plano dramático o ficticio puede estar debilitado en beneficio de lo plástico y de la ceremonia, pero no ha desaparecido en absoluto. Y lo mismo digo de «Grüber o el eco de la voz en el espacio»; pero voz dramática del personaje dramático en el espacio dramático. Y, en otro sentido, de «Wilson o el paisaje»: si el suyo es «un teatro de las metamorfosis», ¿acaso no es metamorfosis todo teatro, como dijera Nietzsche?

Por otra parte, «la irrupción de lo real» no es rasgo diferencial del teatro posdramático, sino requisito esencial del teatro sin más, de todo teatro y desde siempre. Lo mismo que ser «acontecimiento» o el carácter «concreto» o la «corporalidad», etc. Lo nuevo es, en todo caso, la autonomía de estos principios, o sea, en lugar de qué se ponen; no qué afirman sino lo que niegan, lo que intentan desplazar, que es la otra cara del teatro, la ficticia o «ausente». El énfasis en la presencia del cuerpo real liquida la ficción del personaje ficticio que en el teatro se funde con aquél; lo que conduce a un reduccionismo que es empobrecimiento y simplificación. Es como renunciar a los usos metafóricos y limitarse al uso literal de las palabras. Qué aburrimiento. ¿Autonomía de la puesta en escena (hace tiempo ganada) o puesta en escena de la nada?

Conviene recordar que, llevada a sus últimas consecuencias, esta glorificación de la simple realidad desemboca demasiadas veces en la trivialidad o en el horror: los reality shows o las snuff movies. En arte y en teatro se trata más bien de juegos (de manos) con la realidad, que tienen que ver con «la permutación de la obra en un proceso inaugurado por Marcel Duchamp con lo «real» del urinario». Entre la provocación (tan gastada) y el aburrimiento (siempre renovado).

5. La buena noticia es, para concluir, que el teatro dramático —valga la redundancia— sigue vivo y bien vivo. Es más, otra vuelta de tuerca lleva a pensar que el acelerado desarrollo de la tecnología terminará, de forma paradójica, por acortar la vida de los espectáculos graba- dos, como el cine o la televisión, y por alargar la de las actuaciones en vivo, como el teatro. A lo largo del siglo XXI es más que probable que desaparezca el cine como espacio público y que la televisión sucumba al desarrollo de la realidad virtual; pero el teatro seguirá colmando la necesidad de experimentar sensaciones realmente vivas.

La pregunta de qué representa el teatro actual que representa algo, o sea, el teatro sin más, abre un panorama tan inabarcable que no se puede abordar aquí. Si hubiera espacio suficiente, cabrían solo algunas notas al pie, siempre parciales, al hilo de la propia experiencia; por ejemplo, qué queda del «teatro épico» hoy, o si el teatro sigue, de la forma que sea, siendo espejo de la realidad, o qué vanguardia queda después de las vanguardias… Pero no hay lugar.

Y la única respuesta escueta —cierta aunque imprecisa— a la pregunta es «todo». El teatro sigue dándole vueltas a los temas de siempre, que estrenaron los griegos: la muerte, la familia, el amor, el estado, la libertad, la guerra…; debatiendo la actualidad, reviviendo la historia y hasta anticipando el futuro.

La verdadera respuesta no está flotando en el viento, como cantó Bob Dylan, ni en mis palabras, que no van más allá de amplificar, como ondas expansivas, la pregunta. ¿Qué representa el teatro, hoy? La respuesta genuina y gozosa se encuentra en los teatros: Vayan, pasen y vean.

Dramatólogo. Investigador científico del CCHS/CSIC