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A finales del 2002 quedaban aprobadas las nuevas leyes sobre fundaciones y mecenazgo, un acto legislativo al que siguió un rápido proceso de fusión de las asociaciones de carácter nacional que agrupaban y representaban a las fundaciones españolas. Resultado de ese doble proceso es la Asociación Española de Fundaciones, que en noviembre pasado convocaba su primera conferencia general y proponía a sus miembros, y a través de ellos, a toda la sociedad, una reflexión sobre el destino de las fundaciones. La conferencia inaugural corrió a cargo de Javier Gomá Lanzón, de cuya intervención hemos extractado los siguientes párrafos:

El momento actual es propicio para las fundaciones y estas -así lo creo firmemente- están ya maduras para asumir en España la alta responsabilidad que les corresponde y que históricamente se les ha negado. O dicho Je otro modo: hoy se dan las condiciones parn que los prejuicios sufridos por las fundaciones en los últimos doscientos años queden definitivamente superados. Se podría escribir la historia de las fundaciones desde la perspectiva de estos prejuicios. Como una fundación participa de una naturaleza mixta, una especie de centauro metafísico de cuerpo privado y torso de interés general, la incomprensión ha procedido de las dos partes, de los partidarios del mercado tanto como de los apologistas de extender las prerrogativas del Estado. Más exactamente, la secuencia temporal ha sido primero el prejuicio liberal y después el prejuicio estátalista, que, de forma muy resumida, me propongo exponer a continuación.

ORIGEN DEL PREJUICIO LIBERAL

En el antiguo régimen las formas fundacionales disfrutaron, en toda una variedad de nombres (capellanías, obras pías, patronatos, etc.), de un reconocimiento pleno. En aquella sociedad estamental, no sólo el derecho privado sino también el público, la soberanía y las potestades políticas se asentaban sobre una tupida red de privilegios singulares -ese cosmos de privilegios al que se refirió Max Weber-, perpetuados de una generación a otra a través de vinculaciones y mayorazgos. La fundación, como patrimonio separado con propia personalidad jurídica (universitas rerum), era una forma de vinculación más entre otras muchas.

Las revoluciones burguesas acabaron, no sólo en España sino, en diversas oleadas, también en Europa, con este orden económico y social que suponía, en último término, una preeminencia de los linajes y las casas sobre la libertad individual. Durante la Ilustración, el sujeto moderno, de igual manera que en el plano teórico afirmó, en nombre de la autonomía racional, su derecho a emanciparse del principio de autoridad, así también, en el plano social y económico, se levantó contra el orden anterior y reventó todas las restricciones y limitaciones que la sociedad tradicional había impuesto a la iniciativa individual. La economía de mercado que el ideario revolucionario traía, postula que sólo la competencia entre agentes económicos genera riqueza social y ésta sólo es posible en una situación de libre circulación de bienes.

Congruentemente, en 1820, durante el trienio liberal, en España se aprobó la célebre ley desvinculadora que suprimió todos los mayorazgos, fideicomisos y manos muertas que había mantenido hasta la fecha fuera de comercio a la inmensa mayoría de los bienes patrimoniales del país. Vincular un bien supone suprimir una de las facultades inherentes al dominio, la facultad de disponer y transmitir un bien. Desde 1820 hasta la actualidad, canceladas las vinculaciones, todos los bienes en España se presumen libres y por tanto dentro del mercado.

Este principio, que hoy, corregido, es fundamento de las modernas constituciones, fue formulado entonces con la radicalidad propia de los orígenes y segregó un prejuicio liberal contra las fundaciones que las ha dejado maltrechas y en estado de menesterosidad durante ciento cincuenta años. Para la sociedad burguesa del XIX las fundaciones eran vestigios del absolutismo, expresión de prerrogativas de la nobleza y de la Iglesia. Sólo dos instancias eran admitidas, el Estado, garante del orden público, y el individuo creador, pero todos los cuerpos intermedios estaban proscritos. Unicamente se toleraron aquellas fundaciones que desarrollaran marginales funciones de beneficencia, en auxilio de un Estado que carecía de recursos para socorrer, entre otros, a enfermos, huérfanos, lunáticos, presos y expósitos.

En efecto, la mencionada ley desvinculadora no sólo prohibió la constitución de nuevas fundaciones sino que, de hecho, suprimió las existentes: al convertir en libres los bienes antes sujetos a un fin, enardeció la codicia de los patronos a los que, de pronto, se les permitió apropiarse, consumir o vender los bienes fundacionales que habían estado afectos a fines sociales.

Luego, la Ley General de Beneficencia de 1849 autorizó por excepción aquellas fundaciones asimiladas a los establecimientos de beneficencia particular, sujetos a rígidos controles públicos, ampliamente reglamentados en una Instrucción de 1899. Las leyes desamortizadoras posteriores impusieron unas limitaciones tan hostiles al patrimonio rentable de las fundaciones que hicieron a éstas inviables en la práctica.

El mundo fundacional, perseguido por la ley y abandonado por una sociedad despreocupada, fue languideciendo poco a poco en España al igual que en la Europa continental, mientras en Estados Unidos, sin antiguo régimen, también sin vinculaciones nobiliarias y eclesiásticas, sin revolución burguesa y sin prejuicio liberal contra las fundaciones, éstas empezaron, a comienzos del siglo XX, a emerger con una fuerza extraordinaria a impulsos de familias muy enriquecidas con los nuevos negocios, como el petróleo o el ferrocarril. El conocido individualismo de la sociedad norteamericana ha generado siempre como contrapeso un deseo compensatorio de solidaridad espontánea. Los Rockefeller, los Ford, los Mellon y tantos otros millonarios de la época erigieron sus propias fundaciones en las primeras décadas del siglo pasado, estimulados por un marco jurídico favorable y por la pujanza y decisión de una sociedad civil que quiso asumir directamente y por sí misma, en paralelo a los poderes del Estado, la responsabilidad de los intereses generales de la comunidad, generando con ello hábitos muy arraigados de civismo altruista que siguen vivos hasta hoy como elementos esenciales de integración social.

EL PREJUICIO ESTATALISTA

Cuando el prejuicio liberal contra las fundaciones comenzaba a declinar, le sucedió desgraciadamente, basculando el péndulo de un extremo a otro, el prejuicio estatalista. El modelo de Estado interventor que fue levantándose en los países avanzados de la Europa occidental tras la II Guerra Mundial no favoreció tampoco la creación de fundaciones porque las doctrinas sociales y políticas entonces en boga confiaban al Estado la realización en exclusiva del interés general. La originalidad de la nueva doctrina estribaba en concebir al Estado, no ya como un guardián del orden público en sentido amplio, sino como un agente corrector de los excesos del mercado, distribuidor de riqueza y activo protagonista en la lucha contra las desigualdades sociales.

En el llamado Estado de bienestar cuajó la identificación más o menos explícita entre lo público y lo estatal, de modo que toda demanda social de cualquier género -cultural, educativa, laboral o sanitaria- se tornaba sin discusión en competencia estatal: todo interés público o general era interés estatal, toda acción, intervención, actuación o prestación en la sociedad concernía primeramente, si no exclusivamente, a los poderes públicos y a las administraciones. La justicia social era una cuestión de Estado, pues sólo el Estado disponía del poder para recabar coactivamente, vía impuestos, los recursos necesarios y sólo él estaba investido de la legitimidad y neutralidad indispensables para distribuirlos con suficiente garantía.

¿Qué papel cabe atribuir a las fundaciones en un Estado de bienestar así entendido? Como en Norteamérica el Estado de bienestar es incompleto, la tarea de las fundaciones ha sido siempre incuestionable, pues en la medida en que el Estado no asume la responsabilidad de determinadas políticas -educativas o sanitarias, por ejemplo-, en esa misma medida las fundaciones están llamadas a cubrir esa laguna.

En cambio, si en la Europa continental, allí donde se planteen carencias y necesidades sociales, pesa siempre sobre el Estadoprovidencia el deber público de actuar, ¿qué espacio queda para la iniciativa privada? ¿Cómo no temer que ésta represente un esfuerzo aislado, una mera duplicidad estéril de lo que el Estado ya está realizando antes y de forma más general? El Estado de bienestar es sin duda una de las conquistas más importantes del siglo XX, pero en su formulación más extrema, hoy ya superada, cancela toda posibilidad de participación civil y por eso mismo torna problemática la función de las fundaciones. La solidaridad coactiva de los impuestos no deja espacio a la solidaridad voluntaria de las fundaciones.

RECONOCER UN DERECHO FUNDAMENTAL

Este era el triste escenario de las fundaciones en Europa hasta hace poco: el de una gran precariedad resultado de dos prejuicios sucesivos de procedencia antagónica pero coincidentes en su desvío y animosidad hacia las fundaciones. Dado este clima tan negativo en época tan reciente, asombra mucho más el giro espectacular que el mundo fundacional ha experimentado en los últimos veinticinco años.

Por hablar sólo de España, en este último cuarto de siglo nuestro país ha constitucionalizado el derecho a fundar, ha aprobado en 1994 la primera norma sobre fundaciones con rango legal de toda nuestra historia y después, en el 2002, ha promulgado una nueva Ley de Fundaciones y otra de Mecenazgo que mejoran la anterior. Frente al páramo antes descrito (pocas fundaciones, declinando sin patrimonio rentable y limitadas, de una forma u otra, a la beneficencia), ahora el número de fundaciones no cesa de crecer, contándose por varios miles de ellas, dedicadas a toda clase de fines educativos, culturales, sociales, laborales, sanitarios, deportivos, etc.; todas ellas amparadas por un marco jurídico amistoso y unas Administraciones poco a poco cada vez más compenetradas; con unas dotaciones patrimoniales que pueden ser gestionadas con criterios de mercado en condiciones de igualdad; y que están administrando una parte considerable del PIB nacional. Pero quizá aún más importante sea el cambio del clima moral y social. El país se ha modernizado, la sociedad civil ha recuperado la voz y el protagonismo y hoy los ciudadanos crean fundaciones; las asociaciones, empresas y corporaciones también crean fundaciones privadas; hasta el Estado y las Administraciones autonómicas, en fin, han creado las suyas.

Creo que la mejor manera de describir esta nueva situación es decir que España ha superado definitivamente los prejuicios históricos contra las fundaciones. El prejuicio liberal ha sido pulverizado por el nuevo artículo 34 de la Constitución española, que reconoce el derecho fundamental de todos los ciudadanos a fundar. Desde ese momento, la antigua excepción a la prohibición de vincular patrimonios por medio de una fundación se convirtió en un derecho fundamental de la persona y como tal expansivo en sus efectos y dé interpretación restrictiva en cuanto a sus limitaciones. Los poderes públicos, en lugar de contemplar con recelo el fenómeno fundacional, deben, por mandato constitucional, promover y fomentar el desarrollo de ese derecho inviolable. Y si el artículo 33 de la Constitución proclama la función social del derecho de propiedad, no cabe duda de que una de las realizaciones más nobles y directas de esta función social de la propiedad son las fundaciones, cuyo patrimonio está necesariamente afecto a un fin de interés general.

Ahora bien, el artículo 34 reconoce el derecho de fundación para fines de interés general «con arreglo a la ley». Aunque parezca increíble, la única ley reguladora, aunque tangencialmente, de las fundaciones ha sido durante siglo y medio aquella anacrónica Ley General de Beneficencia de 1849, y la insostenible situación perduró hasta 1994, año en el que el Gobierno socialista aprobó la primera Ley de Fundaciones. Con ella se reunía la dispersa y fragmentaria reglamentación sobre fundaciones en un único cuerpo normativo actualizado con rango de ley; pero el principal mérito de la Ley fue regular las fundaciones desde la perspectiva de su carácter de derecho constitucional, derogando, en consecuencia, toda aquella legislación desvinculadora y desamortizadora que tan asfixiante resultó para esta institución.

Por su parte, el prejuicio estatalista se ha ido desvaneciendo poco a poco durante los años setenta, ochenta y noventa, a impulso de dos circunstancias concurrentes: un cierto retraimiento del Estado asistencial y la nueva pujanza de la sociedad civil.

LO PÚBLICO, MÁS QUE LO ESTATAL

Al producirse en los países desarrollados la crisis del Estado de bienestar, se tuvo la evidencia de que el Estado, al servicio de los intereses generales, no podía, sin embargo, cargar con todo el bien común de un país, que era necesario romper la ecuación que identificaba interés estatal e interés público o general, deslindar entre lo estatal y lo público, para permitir a la ciudadanía participar en la satisfacción de este último y así crear, junto al Estado de bienestar, la llamada sociedad del bienestar. Naturalmente, eso requería una sociedad civil fuerte, madura y rica que se prestara a esta tarea de responsabilidad colectiva.

La sociedad española recuperó la voz con el restablecimiento de las instituciones democráticas y en los años siguientes fue asumiendo un protagonismo creciente en los asuntos públicos, a medida que, dotada de un nuevo dinamismo, iba ocupando con éxito el espacio que el Estado iba abandonando, el espacio del denominado tercer sector. Ya nadie pretende que el Estado sea omnicomprensivo y deba cubrir todas las necesidades sociales, y nadie discute la plena legitimidad de la iniciativa social. Si el prejuicio liberal fue superado por la doctrina de los derechos fundamentales, el basamento intelectual de la superación del prejuicio estatalista es la teoría comunitarista y republicana sobre los deberes públicos.

ÍNDICE DE UNA MAYORÍA DE EDAD

El ámbito público se ha asociado durante demasiado tiempo a la política. Actualmente, ese ámbito público, además de la acción política, comprende la participación de la clase cívica, responsable y emancipada. El ciudadano, además de derechos individuales, tiene el deber de preocuparse por la felicidad colectiva, que ya no es competencia exclusiva del Estado. Debe practicar las virtudes públicas que suponen salir de la esfera privada de la casa, acudir a la plaza pública y asumir un compromiso ético con el bien común, sin confiarlo todo a la acción administrativa.

Utilizando el lenguaje de la filosofía política más reciente, las fundaciones son una de las más altas expresiones de las virtudes y deberes públicos, del compromiso del ciudadano particular con el bien común, y son la confirmación de lo que un autor ha llamado «la hipótesis altruista», aquella que afirma que la única manera de explicar de un modo racional determinados comportamientos del ciudadano es suponer en él una motivación auténticamente desprendida y solidaria, desmintiendo la hipótesis hobbesiana que exclusivamente admite en la conducta del hombre la motivación egoísta.

La mencionada superación ideológica de los prejuicios históricos ha cristalizado felizmente en un nuevo marco jurídico aprobado en el pasado mes de diciembre, la Ley de Fundaciones y la Ley de Mecenazgo. No diré que son leyes perfectas ni siquiera argumentaré que son buenas técnicamente y desde luego no ignoro ciertos vestigios del pasado recelo que, por inercia, todavía ensombrecen algunas partes de las mismas. Pero digo que, a mi juicio, suponen el certificado de mayoría de edad del sector fundacional en España.

Recordemos que la fuente de financiación de una fundación es triple: los rendimientos del propio patrimonio, la explotación de las propias actividades (por ejemplo, la entrada a un museo o un concierto) y las donaciones de terceros. La nueva Ley de Mecenazgo ha mejorado el tratamiento fiscal de las tres y en particular de aquellas dos que se aplican a la fundación misma y no a los terceros. Más en concreto, ha declarado plenamente exenta la primera fuente y, con respecto a la segunda, ha establecido una lista de actividades cuya explotación resulta también exenta, lista que, aunque incompleta, llamada a ampliarse en el futuro, revela un cambio, que hace época, de la mentalidad de los poderes públicos hacia las fundaciones.

Con estas exenciones, se reconoce la plena legitimidad de la acción de las fundaciones en interés de la comunidad, en pie de igualdad con el Estado. Todos los ingresos que recibe una fundación deben estar destinados al interés general. Cuando antes se gravaban los rendimientos del patrimonio o los ingresos derivados de actividades fundacionales, lo que, en la práctica, se estaba consumando era un desplazamiento forzoso de esos recursos desde las fundaciones hacia el Estado: se negaba, en suma, a las fundaciones su capacidad de obrar declarándolas implícitamente sujetos de segundo orden, sometidos, como los menores, a la tutela administrativa. Esas nuevas exenciones, en cambio, proclaman la plena capacidad jurídica y de obrar de las fundaciones y el reconocimiento de su derecho a servir al interés general y público con la misma legitimidad que asiste al Estado.

Ya no tenemos, pues, excusas de ningún tipo. Durante muchos años las fundaciones han levantado justificadamente la voz para reclamar un marco jurídico más justo y un mejor entendimiento de su meritoria labor al servicio de la comunidad. Sin renunciar a seguir reivindicando lo que sea oportuno y beneficie la causa -por ejemplo, los reglamentos que aún faltan por aprobar-, ya disponemos, en lo sustancial, de un marco jurídico suficientemente operativo. Se nos ofrece ahora una gran oportunidad para encontrar y ocupar por derecho propio el espacio de las fundaciones, que hallaremos en el justo medio entre los poderes públicos y las empresas.

ENTRE EL ESTADO Y EL MERCADO

Lo que verdaderamente distingue a las fundaciones de las empresas no es que éstas persigan el lucro en sus actividades y aquéllas no. Como arriba se ha mencionado, una de las fuentes de financiación de las fundaciones son los ingresos procedentes de la explotación de sus actividades, lo mismo, por tanto, que las empresas. Más aún, una utilización eficiente de sus recursos humanos y materiales debería llevar a las fundaciones a maximizar esos ingresos con los que sufragar tantas más acciones y proyectos. Ahora bien, lo específico de las fundaciones que las diferencia esencialmente de las empresas reside en el hecho de que en las fundaciones no se reparten beneficios entre los socios, pues no hay socios, debiendo destinarse dichos beneficios a cumplir los fines fundacionales de interés colectivo. De ese modo, en las fundaciones el lucro, a diferencia de las empresas que funcionan en el mercado, está subordinado a una misión redistributiva de la riqueza. Las fundaciones pueden y deben asumir el riesgo de promover proyectos que supongan una productividad económica diferida o una ausencia de productividad o incluso una productividad negativa, si con ello se cumple el fin fundacional que motivó su creación.

Esa liberación con respecto al legítimo beneficio de los socios acerca a las fundaciones al Estado y a las Administraciones públicas. Unas y otras sirven al interés general. Pero la forma de hacerlo es sustancialmente distinta. Los poderes públicos están llamados a actuar de modo omnicomprensivo, esto es, su competencia comprende potencialmente cualquier necesidad social; y están llamados también a actuar de modo neutral y abstracto, porque es el entero aparato burocrático del Estado el que se pone en marcha para subvenir las necesidades de la sociedad en su conjunto.

En cambio, las fundaciones, primero, son instituciones privadas creadas por persona física o jurídica y por ello reciben el sello o la impronta de la voluntad del fundador. Y segundo, están orientadas hacia unos destinatarios que son los beneficiarios de sus prestaciones previa y conscientemente seleccionados. Por tanto, las fundaciones no son abstractas sino personales como lo son sus fundadores, y no son omnicomprensivas sino específicas como lo son sus estatutos.

Lo propio del Estado es su unidad mientras que a las fundaciones les caracteriza su pluralidad, sus diferentes estilos, la variedad de preferencias de sus fundadores, que es espejo de la polifonía de voces de la misma sociedad a la que pertenecen. Las fundaciones son por su propia naturaleza selectivas y esto hace que lo verdaderamente decisivo en ellas se encuentre en el acierto sobre la elección de objetivos.

Aprovechándose de la cercanía a la sociedad a la que se trata de ayudar y de la flexibilidad operativa propia de los patrimonios privados, las fundaciones cumplen su función cuando se mantienen alertas para identificar las carencias y demandas que se plantean en su tiempo y, una vez identificada una de ellas, preparar una acción innovadora que contribuya a ofrecer una solución práctica. La importancia y la oportunidad de sus fines fundacionales y la aplicación de éstos a objetivos concretos son el test que deben superar cada día las fundaciones y su verdadera razón de ser.

Delimitado el ámbito propio de las fundaciones en la intersección entre el Estado y el mercado, resta señalar las que, a mi juicio, son las tareas que se elevan en el actual horizonte fundacional y que pueden resumirse con tres palabras: profesionalización, especialización y globalización.

EL ARTE DE GASTAR DINERO

¿Cuándo podemos decir que una fundación tiene éxito? ¿Cómo se mide el éxito de una fundación? En el Estado y en el mercado la respuesta es clara: los políticos tienen que ganar elecciones y los administradores de sociedades están sometidos a una junta soberana. Si los electores vuelven a votan a un partido o a un candidato, puede hablarse de éxito de éstos, aunque su gestión de los asuntos públicos haya sido mediocre en opinión de algunos. Igualmente, si la junta de accionistas aprueba las cuentas presentadas por el consejo de administración y renueva el mandato de los miembros de éste, puede también hablarse fundadamente de éxito empresarial.

En las fundaciones, en cambio, no hay elecciones, no hay representación de la propiedad, no hay accionistas, no hay junta general. Esto no quiere decir que esté libre de controles, como supone una nueva versión de los prejuicios históricos contra las fundaciones que se ha extendido difusamente en los últimos años en la opinión más popular. En esta última versión, ciertamente más vulgar que los anteriores, las fundaciones son siempre sospechosas de ser instrumentos de interesadas operaciones de ingeniería financiera. Cuando oyen la palabra fundación, algunos piensan en desgravación, en privilegio. Y lo contrario es lo cierto. No hay una institución del mercado ni del Estado tan transparente como las fundaciones, pues su constitución y su funcionamiento están sujetos a rigurosísimos controles administrativos insólitos en el resto de los agentes del mercado.

Pese a esta última explicación, a mi modo de ver necesaria, subsiste la pregunta formulada: ¿Cómo se mide el éxito de las fundaciones? No se mide por el impacto mediático, por el conocimiento público, por el reconocimiento social, ni siquiera por la concurrencia de interesados a los actos que organiza, las colas y la imagen del salón de actos lleno. Con frecuencia, una fundación renuncia a una programación que de antemano sabe obtendría un gran éxito de público y un amplio reconocimiento a favor de un línea de acción minoritaria pero más digna o necesitada de ayuda. Una empresa puede estar mal organizada, los empleados desmotivados y los gastos ser excesivos, pero si vende su producto lícitamente y cada año vende más y los ingresos crecen y los accionistas se enriquecen, la medición de los resultados es objetiva.

En cambio, el éxito de las fundaciones no puede medirse objetivamente. Una fundación no gana dinero, sino que lo gasta. Ganar dinero es muy difícil, gastarlo muy fácil. El éxito de las fundaciones es el arte de gastar bien el dinero, gastarlo de modo profesional. De ahí que la única manera de medir ese éxito de la fundación es considerar su profesionalización, esto es, la modernización de sus cuadros humanos, la mejor organización y utilización de sus recursos materiales, la permanente evaluación crítica de sus programas, lo que, utilizando los términos de un conocido filósofo danés, podríamos llamar «seriedad en las cosas», aquello que en las empresas es instrumental del fin superior del legítimo beneficio y que en las fundaciones se convierte en esencial.

En los últimos veinticinco años, las empresas españolas se han modernizado extraordinariamente y ahora compiten en pie de igualdad y a veces con ventaja en cualquier mercado del mundo. En cambio, las instituciones del tercer sector en España, y las fundaciones entre ellas, arrastran una cierta existencia decimonónica y no han acometido plenamente todavía ese esfuerzo de profesionalización. Para muchos, el compromiso laboral con las fundaciones permanece dentro de lo puramente amateur, un trabajo para por las tardes, un segundo sueldo, un complemento que no viene mal. Creo que es hora de que las fundaciones sean conscientes de su propia importancia y de la alta responsabilidad social que tienen encomendada. Deben transformarse en instituciones de vanguardia, capaces de atraer y contratar a los mejores profesionales, de incorporar las más modernas técnicas de gestión y de aplicar los recursos tecnológicos más avanzados.

ESPECIALIZACIÓN SIN COMPETENCIA

La profesionalización conduce necesariamente a la segunda de las tareas pendientes arriba mencionadas, la especialización. Hace unos años, no tantos, cuando la sociedad civil se encontraba en España en estado durmiente, casi en un limbo, estaba justificado que las pocas fundaciones que entonces estaban operativas trataran de abarcar en sus programaciones la mayor cantidad posible de áreas, desde la cultura hasta la asistencia social. Pero ahora la tendencia en España será pasar de las fundaciones generalistas a las especializadas. A medida que los países se desarrollan, crece el número de fundaciones que nacen en su seno pero también sus sociedades son más complejas. Más fundaciones en un mundo más complejo exige un reparto racional del trabajo entre las primeras a fin de concentrar el esfuerzo y ganar en capacidad y resultados.

Los riesgos de la especialización se compensan con una tendencia natural hacia la colaboración institucional. Las instituciones sin ánimo de lucro no compiten entre sí en sentido estricto. Quien compra un bien del mercado un día -una vivienda, un automóvil, un televisor-, no se comprará normalmente otro mientras el primero le sea útil, y de ahí que las empresas compitan entre sí para atraer al cliente con sus ofertas, conscientes de que si dejan pasar esa oportunidad no se repetirá otra igual con el mismo cliente en algún tiempo. Pero si alguien acude a visitar una exposición de arte o asiste a un concierto en un centro, no por ello deja de hacerlo la semana siguiente en otro; al contrario, lo que conoce en un sitio despierta el gusto por lo que se hace en otro. En consecuencia, una mayor especialización entre las instituciones lleva por su propia naturaleza a la solidaridad entre ellas, pues se necesitarán mutuamente para complementarse. Fundaciones especializadas pero con hábitos de cooperación será con toda probabilidad el escenario próximo más verosímil.

EUROPA, SOCIEDAD CIVIL

Y finalmente esta última idea de cooperación prepara el terreno temáticamente para la última de las tres tareas, la globalización. Hasta hace poco, en nuestro continente se podían contar tantas sociedades civiles como países componían Europa. Pero ahora, con el euro, el mercado único, la legislación armonizada, las instituciones compartidas, las políticas comunes y una constitución europea en ciernes, es de todo punto incontestable que, además de las Administraciones europeas y el mercado europeo, habrá de organizarse poco a poco una sociedad civil de dimensión europea.

Esta circunstancia altera el tradicional teatro de operaciones de las fundaciones, porque la nueva polis europea está planteando necesidades globales que demandan también respuestas globales. Para proporcionar estas respuestas, será indispensable la cooperación de las fundaciones españolas con fundaciones semejantes de otros países creándose con el tiempo una red de instituciones sin ánimo de lucro de ámbito europeo. Ya no se limitaría, como hasta ahora, a pedir prestada obras de arte a una entidad europea para organizar una exposición o a invitar a un profesor extranjero a que participe en un seminario, sino de un proyecto de ámbito transnacional ideado y ejecutado de forma compartida por dos o más fundaciones de distintos países europeos. Mientras las fundaciones generalistas de antaño podían permitirse sobrevivir en un «espléndido aislamiento» , las fundaciones del futuro, especializadas y cooperativas, tenderán a buscar a sus pares europeos de una forma mucho más frecuente que hasta ahora.

Con este esbozo de agenda para las fundaciones y la propuesta de una nueva fundación española más profesional, más especializada y más cooperativa, terminan estas Aproximaciones a una idea de fundación, título de la conferencia que se me ha asignado y que confío en que hayan en alguna medida servido al propósito de contribuir al debate que seguirá a continuación. Muchas gracias.

Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965) es doctor en Filosofía y licenciado en Filología Clásica y en Derecho. En 1993 ganó las oposiciones al cuerpo de Letrados del Consejo de Estado con el número 1 de su promoción. Desde 2003 es director de la Fundación Juan March. A lo largo de una década publicó cuatro libros en torno a la ejemplaridad: Imitación y experiencia (2003), Aquiles en el gineceo (2007), Ejemplaridad pública (2009) y Necesario pero imposible (2013). Ha reunido su producción ensayística en dos compilaciones: Tetralogía de la ejemplaridad (2014) y Filosofía mundana. Microensayos completos (2016). En 2004, obtuvo el Premio Nacional de Ensayo por su primer libro. Es patrono del Teatro Real y del Teatro Abadía. Miembro del Consejo de Dirección de Nueva Revista.