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En esta ocasión se trata de liberar un discurrir de ideas pretendiendo que la verdad resida en el todo. Como una frase musical, cuyo secreto se esconde en una armonía de varios tonos, o la mezcla de colores de una composición pictórica, aquí lo interesante ha de buscarse en el efecto final producido por una pluralidad de puntos de vista.

LA ESENCIA DEL HUMANISMO

El humanismo es la más elevada dignidad de la raza humana, su prenda más alta y noble. El hombre aspira a una posición única entre las cosas del mundo y el humanismo es como la corona de todo lo creado.

La esencia del humanismo dice como Protágoras: el hombre es el centro de todas las cosas. El hombre es la primera de las cosas terrestres, el príncipe de la tierra. La centralidad del hombre se halla magistralmente representada en el homo quadratus de Leonardo da Vinci: el círculo simboliza el todo y el hombre se sitúa en el centro del todo, con sus extremidades simétricamente distribuidas por una necesidad matemática que el cuadrado evoca.

La centralidad presupone dos extremos, que son dos grados en la escala del ser. Por abajo, la Naturaleza, que se ofrece al hombre para ser dominada. El hombre es su señor, el amo del mundo. La Naturaleza guarda un depósito de energía y la vocación del hombre reside en dominar esta fuerza natural en provecho propio. El homo quadratus se identifica con el homo erectus, lo que designa la elevación del hombre sobre la vida de animales a flor de tierra y la erección de su figura por sobre el horizonte, despejada la mente y libres las manos.

Por arriba, la suprema dignidad del hombre viene de su entronque divino. La metáfora del Génesis expresa un presupuesto necesario del humanismo: el hombre es hechura de Dios, su «imagen y semejanza». Participa de la majestad de Dios.

En el humanismo el hombre es centro; Dios es más elevado en grado de ser, pero es excéntrico. El hombre es microcosmos: todo el orbe se encierra en su mínima figura, incluido Dios. Dios es el fundamento del mundo, su creador, su vértice, manadero de la luz que baña al mundo, pero pertenece al cosmos y el centro del cosmos es el hombre.

El arte, las ciencias, la filosofía, la religión son las producciones del espíritu que asemejan al hombre al ser supremo divino; con la cultura el hombre se diviniza. Por otro lado, el trabajo, la técnica, la empresa, la ingeniería del hombre sobre la Naturaleza manifiestan esa soberanía del hombre, su dominio sobre los bienes de este mundo, su deseo de reinar sobre la Naturaleza y extraer de ella productos y bienes.

Por su cuerpo, el hombre pertenece a la Naturaleza, a la que somete; por su espíritu, se eleva hasta Dios y se diviniza. En la figura del hombre, cuerpo y alma, se halla encerrado el secreto de todo. Su posición central entre dos extremos presta al hombre el privilegio de la síntesis.

En la esencia del humanismo hallamos la presunción de que el orbe en buena medida ha acabado, toda vez que su corona, el hombre, ya ha aparecido. Quedan todavía cosas por hacer, pero son tareas técnicas. El hombre aparece sub specie aeternitatis, ya terminado, ya redondeado, de forma que lo incompleto del mundo se refiere a la Naturaleza. Por ello desarrolla la ciencia y la técnica, para terminar la obra de la creación.

LA CONCENTRACIÓN HUMANÍSTICA

Tomemos la cita del idilio Señor y perro de Thomas Mann: «la ilusión de una vida metódica, sencilla, concentrada, vuelta contemplativamente hacia sí misma, esta ilusión de pertenecerte totalmente, te hace feliz». La autopertenencia es el reconocimiento de que el hombre se reserva la posición central y que experimenta gozo cuando procede a ocuparla. La manifestación tardía y radical del humanismo renacentista la hallamos en la burguesía del siglo xix, cuando ésta, ya dominante como clase, creó un tipo humano y social que se convirtió en paradigma. Para el burgués el hombre debe dominar el mundo mediante el trabajo y honrar a Dios con la piedad. El comercio y la explotación sirven a lo primero y con ellos se proporcionan bienes y productos que contribuyen a su bienestar; la piedad consiste en la observancia de unos ciertos principios morales, la honestidad, la respetabilidad, el crédito. El burgués lleva esa vida metódica, sencilla y concentrada que le permite ser fecundo.

El humanismo burgués guarda perfecta correspondencia con el positivismo decimonónico. El hombre dominador de la Naturaleza –uno de los dos elementos constitutivos del humanismo, según se vio- alcanza ahora una rara perfección con el instrumento de las ciencias: el humanista es ahora el hombre civilizado, el hombre de la civilización científica de la Europa occidental. El laboratorio del profesor encierra toda la cultura y todo la verdad de esta época. El anhelo explotador y dominador del hombre europeo se revistió de matemática y leyes empíricas.

Hacia 1870 el positivismo adoptó en Alemania la forma de una «vuelta a Kant», hastiada la academia de los excesos especulativos de la marea hegeliana y posthegeliana. La escuela neokantiana de Marburgo, que reinó en las universidades alemanas hasta bien entrado el siglo xx, centró su estudio en el rigor de la teoría del conocimiento, entendiendo por tal el que proporcionan las ciencias naturales. La filosofía consistía en una fundamentación teórica de las ciencias positivas. Con su indagación de una «ciencia estricta», la fenomenología de Husserl, que surgió de forma independiente y dentro de una tradición distinta del neokantismo, puede considerarse hasta cierto punto un epígono de éste, lo que explica que Husserl asumiera con naturalidad en una segunda etapa toda la tradición kantiana.

El segundo elemento constitutivo del humanismo es su participación en Dios, quien fundamenta los intentos humanos. Durante el positivismo burgués este segundo elemento llega a su consumación. La vuelta a Kant en religión recibió el nombre de «teología liberal», porque se asienta sobre el concepto de libertad moral de la razón práctica. El fundador de la escuela, Ritschl (1822-99), escribió una obra, enormemente influyente, titulada La doctrina cristiana de la justificación y reconciliación (1870-4).

La teología liberal parte de la crítica de Kant a la metafísica: Dios es una idea metafísica – no empírica- y como el entendimiento teórico, con sus categorías, solo comprende lo sensible, resulta vano todo intento de comprender a Dios con la razón teórica. A Dios solo se le alcanza con la razón práctica, porque es el presupuesto necesario de la libertad y de la moralidad.

Aquí se encuentra la imagen canónica de la religión. Dios es el fundamento de la moral-libertad y por tanto la religión es la corona de la cultura y la civilización. Las artes y las ciencias son plurales y heterogéneas, por lo que la conciencia de la unidad de las partes pertenece a la religión. Se trata de una especie de religiosidad humanista, un deísmo, un cristianismo cultural, un panteismo histórico combinado con un idealismo humanista moderado. El mensaje de Jesús es una cierta moralidad subjetiva, que legitima la sociedad burguesa del siglo XIX. El plan divino consiste en el progreso del espíritu y la moral de la sociedad y en que el hombre perfeccione su naturaleza elevándose hacia un estado de civilización de alta moralidad. Es un Dios que redondea o corona la vida y cultura humanas: la cultura y la civilización son el Reino de Dios en este mundo.

LOS DOS «¡NO!» MÁS FAMOSOS DEL SIGLO

Dos contemporáneos, primero Karl Barth y después Martin Heidegger, pronunciaron sendas condenas definitivas al humanismo moderno. Ellos encontraron su vocación en destruir la metafísica y la religiosidad modernas, que habían desvelado su esencia en la última metamorfosis burguesa. La principal empresa de ambas vidas fue hacer una distinción, marcar para siempre una diferencia radical: Barth distingue entre la religión y la fe, entre los hombres y Dios; Heidegger distingue entre los entes y el ser. Toda la cultura moderna se resume en religión (Barth) y en metafísica de los entes (Heidegger). La destrucción del humanismo traerá el acontecer del Dios vivo y la epifanía del Ser. Ambos dedicaron su vida a señalar, proclamar, reiterar la «diferencia»; ambos habían leído a Kierkegaard y su noción de la «diferencia cualitativa».

El «¡No!» de Barth a Brunner:

De alguna manera, la teología protestante del siglo XX es una renovación del tratado de escatología. En el seno todavía de la escuela histórico- liberal, se desarrolla la escuela escatológica que defiende la tesis de que el Evangelio solo se comprende si se admite que Jesús estuvo convencido toda su vida de que el fin del mundo, la parusía, era inminente1. Karl Barth, a fines de la Primera Guerra Mundial, desmonta la quietud burguesa con el trallazo intelectual de su Der Romerbriefe (1919, segunda edición 1922) y la excitación de su «escatología permanente»: no el final futuro de la historia, sino cada instante de la vida del hombre se realiza la escatología del fin del mundo al irrumpir la eternidad en el tiempo mediante la fe.

Se ha dicho de Barth que descubrió el cielo. Dios está en el cielo y el hombre en la tierra. Hay una distancia infinita porque Dios es lo absolutamente otro del hombre, lo totaliter aliter, y entre Dios y el hombre hay un abismo insondable, una diástasis, exaltación extrema de la superioridad de Dios y ahondamiento equivalente de la inferioridad del hombre, sin que haya ninguna relación, ni puente, ni tierra intermedia.

Dios se revela para demostrarnos que está en lo escondido; Dios se acerca para descubrirnos la inmensa lejanía de su esencia; Dios se hace hombre para hacer patente que es lo absolutamente otro. Es la teología dialéctica, que destaca la paradoja cristiana.

Los miembros de la teología dialéctica se agruparon desde 1922 en la revista Zwischen den Zeiten. Barth, Bultmann, Brunner, Gogarten comparten la convicción de que la revelación es irrupción de Dios: el hombre escucha, obedece y emprende el seguimiento, y por esta revelación entra en crisis el mundo, y en particular la religión y la cultura2. Condenan toda teología natural o teodicea -el acceso a Dios por la razón- así como todo intento de buscar apoyo en la naturaleza, humana (antropología) o física (cosmología). Las mediaciones entre Dios y el hombre -antropología, filosofía, religión, humanismo- son falsedades idolátricas, porque entre Dios y el hombre no hay nada en común. Cuando Dios se revela, lo hace libre y soberanamente sobre la nada del hombre.

La obra monumental de Karl Barth Dogmática de la Iglesia, publicada desde 1932 en 12 gruesos volúmenes, se abre con un breve prefacio de esa misma fecha donde se lee: «Considero la analogia entis como la invención del Anticristo, y creo que por su causa nunca será posible llegar a ser católico romano, siendo triviales todas las demás razones». Para Barth la analogía del ser condensaba la idolatría del catolicismo consistente en encontrar una semejanza, un parentesco, una similitud entre Dios y el hombre, por cuanto esa analogía afirma que de Dios y el hombre puede predicarse un atributo común: que son.

Como sucedió con la escatología de los primeros cristianos, la escatología permanente de Barth no fue sostenida mucho tiempo por los otros miembros del grupo de la teología dialéctica, que desde 1925 desmayaron en su tensión y, buscando un apoyo humano, descansaron en una cierta antropología como sustento de la fe y la revelación. Gogarten se orientó hacia la llamada «filosofía del encuentro» o «filosofía del tú» o «del otro» suscitada por Ferdinand Ebner con su libro de 1921: La palabra y las realidades espirituales. Fragmentos pneumatológicos. Pero el signo de la ruptura fue la vuelta de Brunner a la teología natural con Naturaleza y Gracia. Para el diálogo con Karl Barth (1934). Este libro es un intento discreto de hallar vestigios de Dios en la creación que salió de sus manos y en el hombre como ser responsable y libre, con apoyo en las Cartas de san Pablo. No todo lo creado se confunde con la nada, lo antidivino, y ciertas realidades humanas ostentan una dignidad. El hombre fue hecho a imagen y semejanza3.

Entonces Barth pronuncia, con ademán furioso, su sentencia en su artículo «¡No! Respuesta a Emil Brunner», de 1934. Es un no a la analogía, a la cultura, a la dignidad y autonomía del hombre: el humanismo es el intento idolátrico de apresar al Dios de la gloria.

El «¡No!» de Heidegger a Sartre:

Autores como Nietzsche, Bergson y Kierkegaard prepararon la llama devoradora que prendió a fines de la Primera Guerra Mundial dentro y fuera de las cátedras. El estable orden burgués se disuelve y cunde el sentimiento de que el fin puede sobrevenir en cualquier momento. Ya en las lecciones universitarias de los primeros años veinte Heidegger disertó sobre la advertencia de san Pablo: «El día del Señor llegará como un ladrón en la noche». El sentido autónomo e inmanente del mundo se esfuma cuando se contempla a la luz de las cosas últimas.

Es preciso distinguir entre lo óntico y lo ontológico. La ciencia es óntica, es «contar cuentos de los entes». En esto coincide con la metafísica, que es también un ir clasificando y catalogando los entes. Más previo y fundamental, permanentemente supuesto y siempre a la espalda, es la pregunta ontológica -no óntica- por el ser. El ser es el fundamento de todo, lo primero, lo inicial, pero ha sido olvidado durante toda la historia de la metafísica. Nunca se ha planteado como tema expreso y consciente la diferencia entre los entes y el ser de los entes. Es preciso concebir una ontologia fundamental que diferencia entre los entes (ese o aquel ente, incluyendo el ente hombre) y el ser. Este es el plan diseñado en Ser y tiempo (1927) pero realizado en realidad en los años sucesivos.

Las obras posteriores del pensador alemán reiteran una y otra vez, sin descanso, recurrentemente, la distinción entre el ser y el ente, el olvido del ser por la metafísica y la necesidad de una superación de ésta. Progresivamente Heidegger tiende a resumir la metafísica de la modernidad en la noción de subjetividad. Subjetividad -humanismo es subjetividad- significa predominio de un ente, el ente hombre, y por tanto supone concebir una realidad de entes y olvidar el ser.

Los fenómenos de la cultura, el humanismo, el arte, la religión y por supuesto la ciencia y la filosofía de la edad clásica y moderna, son formaciones espirituales derivadas de una decisión previa más fundamental acerca de la verdad y del ser contenida en la metafísica. De esta forma la destrucción de la historia de la metafísica implica la destrucción de las formaciones secundarias derivadas. Se podría hablar, pues, de una destrucción de la cultura, destrucción del humanismo, destrucción de la estética, destrucción de la religión4.

Elevamos ídolos que abotargan nuestra percepción de lo originario; el ser es el «no» en el sentido de una teología negativa: no es este ente, no es este otro ente. Todo lo fijo y seguro debe ceder ante un Ser que llama, que interpela con una pregunta acuciante.

«Y la filosofía solo se pone en movimiento por una peculiar manera de poner en juego la propia existencia en medio de las posibilidades radicales de la existencia en total. Para esta postura es decisivo, en primer lugar, hacer sitio al ente en total; después, soltar amarras, abandonándose a la nada, esto es, librándose de los ídolos que todos tenemos y a los cuales tratamos de acogernos subrepticiamente; por último, quedar suspensos para que resuene constantemente la cuestión fundamental de la metafísica, a que nos impele la nada misma: ¿Por qué hay ente y no más bien nada?»5.

La Sección segunda de Ser y tiempo analiza las posibilidades humanas de llegar a ser auténtico. La única posibilidad permanente y total del hombre se encuentra en la muerte. Se descubre mediante un anticiparse a ella, adelantarse o «precursar» (vorlaufen). Elegir esta posibilidad extrema es posible solo por la angustia, que mantiene al hombre en la amenaza de esa posibilidad cierta e indeterminada: la muerte.

Vendrá como un ladrón. El espíritu se pone alerta y vigila el peligro. A este estado de ánimo urgente y vigía llama «estado de resuelto» (Entschlossenheit), un reiterar o repetir este temple constante, sostener la resolución ante una posibilidad indeterminada, el esfuerzo por exigirse la angustia.

El famoso tratado de Heidegger promueve sin querer el existencialismo a la moda. Es entonces cuando Sartre, tratando de aprovechar el viento favorable, pronuncia la famosa conferencia del 29 de octubre de 1945: «El existencialismo es un humanismo». Toda ella descansa en el siguiente presupuesto: la existencia precede a la esencia, lo que a su vez es presentado allí como una radicalización del subjetivismo moderno, la dignidad de la esencia subjetiva del hombre por encima de los objetos y sin necesidad de Dios. Entre los existencialistas ateos cuenta a Heidegger: «Si Dios no existe -dice Sartre- hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y este ser es el hombre o, como dice Heidegger, la realidad humana».

El «¡No!» de Heidegger resuena todavía hoy, cincuenta años después. En su Carta sobre el humanismo (1946) interpreta el humanismo de Sartre como manifestación tardía del subjetivismo de la metafísica moderna que debe ser destruido y superado. Para Heidegger el hombre es solo un ente que piensa y la gran tarea de su vida es distinguir entre el ente y el ser, abandonando la subjetividad. Él se coloca con Hölderlin en contra del humanismo moderno de Winckelmann o Goethe, que desconoce la diferencia entre el ser y el ente.

LA CRÍTICA ESCATOLÓGICA: IDOLA TRIBUS O EL HUMANISMO COMO IDOLATRÍA

En el siglo XX se descubre la muerte y la finitud como acontecimiento cultural. De pronto, la laboriosidad y respetabilidad burguesas son sentidas como asqueante filisteismo. La inseguridad, el dramatismo,  la angustia, el tedio, el hastío, el mal del siglo, el aburrimiento dan el tono vital. El burgués produce escándalo y hay que escandalizar al burgués, epatarlo.

El humanismo, con su eternización del hombre, produjo una mayor conciencia del ser individual; pero, de reflejo, el descubrimiento de nuestra individualidad trajo la revelación de nuestra fragilidad y nuestra esencial finitud. La paradoja de nuestra condición humana se halla en que solo cuando alcanzamos la máxima conciencia de nuestro ser individual, solo entonces morimos de verdad; antes solo perecemos. Como decía Simmel, los animales nunca mueren, porque su esencia está en el género y el género es eterno. Solo los hombres mueren, porque solo ellos son individuales; por ello, bien mirado, la condición mortal del hombre representa su gloria, su originalidad. Pero no de todos, pues no todos los hombres mueren: no muere el hombre mediocre, no muere el hombre masa, no muere el hombre burgués, porque son como animales sin individualidad cuya esencia reside en el género; solo individualidades egregias que desprecian la vulgaridad y mediocridad de la productividad y piedad burguesas disfrutan del privilegio de morir. Cuando muere un hombre-género, realmente no pasa nada, solo se extingue un caso de la Naturaleza; cuando muere un individuo singular, se empobrece el mundo, porque pierde lo irrepetible de un ser único.

Descubrir la muerte significa ser escatológico, porque escatología es el tratado que estudia las cosas últimas -eschaton- y lo último es la muerte, en la inteligencia de que lo último define, reúne y resume el todo anterior. Es la cuestión de la «situación límite» que Jaspers estudió en Psicología de las concepciones del mundo (1919). Se advierte que lo que está al final -la muerte- no es solo la etapa última de otras anteriores en la existencia humana, como el final de una novela o el final de un viaje, sino que el final y lo último revelan la esencia, como un personaje de una novela que al final se descubre como el villano o el asesino; o como cuando se dice: «al final, el viaje no mereció la pena».

Contemplar la muerte (memento morí) conduce a la convicción de la banalidad de la vida (vanitas vanitatis): el absoluto de la muerte relativiza los negocios de la vida, que se muda en algo provisorio, irreal, falso, reflejo. En la medida en que el hombre trata de arraigar en lo provisional y preparatorio, alza sus torres en terrenos movedizos y toma como definitivo y fijo lo que es polvo y vanidad.

Condición transeúnte la nuestra que suscita un ánimo escatológico: lo auténtico es la muerte; el fracaso, la ruina y el desmoronamiento de la historia manifiestan nuestra verdadera condición y alejan cualquier esperanza sensible, y en particular la divinización y sacralización del hombre y del mundo por la cultura y el humanismo.

Este ánimo escatológico llama y vitorea la verdad del fin, cuya venida reclama. Es vivir con la esperanza e impaciencia de la proximidad del fin, a la expectativa, alerta, vigilante, sin seguridades ni apoyos ni falsas idolatrías mundanas, con ánimo urgente, como si el fin del mundo fuera inmediato, arreglándose una moral y un ideario provisional, oponiéndose al mundo, preparando una inminencia, rogando que se anticipe, que se abrevien los días, que se apresure el final.

La mejor definición del «ánimo escatológico» se encuentra en el día de la pascua judía tal como la estatuye Yahvé en el Éxodo, 12: «de pie, ceñida la cintura, calzados los pies con sandalias, el bastón en la mano y a toda prisa». Así es como se vive escatológicamente. Los primeros cristianos decían «Ven, Señor Jesús», pidiendo que se adelantase la segunda venida de Cristo, que se acortasen los días de este mundo.

Desde la perspectiva escatológica, el humanismo es blandura, es tibieza. Y el tibio produce náuseas: «Ojalá fueras frío o caliente –dice Dios en el Apocalipsis-, mas porque eres tibio y no eres caliente ni frío, estoy para vomitarte de mi boca». Lo contrario a la tibieza es la «seriedad con las cosas» que propone Kierkegaard. Los burgueses están dormidos, el humanismo no es serio. Quien duerme no se toma en serio lo que pasa en el mundo y lo que realmente pasa, lo que pasa en términos absolutos, es el final. De pronto, la ilusión de una vida metódica, sencilla, concentrada, no solo no te hace feliz, sino que parece ridicula, inconsciente, indigna y falsa.

Francis Bacon trazó los planos de su Restaurado magna en su obra Novum Organum publicada en 1620. Tiene una parte constructiva, donde se expone el método inductivo, precedida y preparada por una pars destruens previa: la descripción de los idola, los ídolos del hombre que deben ser derribados para la restauración final de todas las cosas. De las cuatro clases de ídolos que distingue, el primero se refiere a los idola tribus, los ídolos inherentes a la naturaleza humana.

El hombre como centro y el Dios-fundamento concebido por el hombre, que ha sido definido como la esencia del humanismo junto con la dominación de la Naturaleza, se desenmascara por el ánimo escatológico como una fe falsa, una autodivinización que retrasa y frustra el advenimiento de lo original y lo absoluto. En consecuencia, el humanismo es una forma moderna de los idola tribus, y su cultivo constituye la peor de las idolatrías.

IMPOSIBILIDAD DE LA CULTURA

No hay conciliación posible entre la excelencia griega y la santidad cristiana, entre Apolo y Cristo, el laurel y la corona de espinas, el humanismo y la cruz. Por un lado el renacimiento y por otro el protestantismo; Erasmo y Lutero; sabiduría del mundo contra locura de Dios.

Se adivina la incompatibilidad última entre el humanismo y la escatología. El humanismo supone la exaltación, la eternización de este mundo, su ennoblecimiento en cabeza de su mejor ejemplar: el hombre. La escatología, en cambio, enseña que el mundo, sobre el que se yergue el hombre, corre hacia su final destrucción.

Y esto por la condición de lo colectivo: la ciudad, la civilización, la cultura. Todo lo colectivo propende por esencia a su conservación y desarrollo, y la conservación de este mundo significa, desde la perspectiva escatológica, engordar la víctima que va al sacrificio. Puede haber y hay individuos, perfectos y canonizados, que hacen de la muerte un acto de amor, pero no hay, ni ha habido, ni habrá una ciudad o una nación perfecta y canonizada, porque la ciudad no puede transfigurarse sin negarse a sí misma.

Como quedó patente en la obra magna de san Agustín, no hay ciudades de Dios en este orden sublunar y la descripción de lo que pudiera ser lo aleja de este mundo y lo aproxima al nuevo cielo y la nueva tierra. Los intentos medievales de erigir una cristiandad, un imperio temporal sujeto a la cátedra de Roma, dieron lugar a tan innumerables corrupciones que forzó una reforma, en la que se alejó a la Iglesia de los poderes temporales.

Las esperanzas de lo colectivo en este mundo -llámese joaquinismo, quiliasmo o milenarismo- fueron definitivamente condenadas por la Iglesia. La actual «teología de la esperanza» de Moltmann incurre en la misma ilusión de imaginar este mundo capaz de una ciudad de Dios6. Su prolongación, la llamada «teología política» de Metz, no es sino una aplicación de la teoría crítica frankfurtiana a la religiosidad de la sociedad burguesa. Los defectos e insuficiencias de ambas demuestran que ciertamente no es posible una doctrina política de la Iglesia análoga a la actual doctrina social de la Iglesia, porque no existe un plan o programa de Dios para la ciudad terrestre.

En la doctrina cristiana -católica y protestante- la Historia avanza hacia su fracaso y el dominio del Anticristo7; será salvada al final pero no por el progreso de los hombres -que acumulan riquezas cuando está a punto de llegar el fin- sino por una segunda intervención de Dios, cuya nueva venida (Parusía) producirá la transfiguración del mundo momentos antes de su total condenación. En estas condiciones es difícil imaginar un humanismo cristiano como el propugnado por bienpensantes tomistas como Etienne Gilson y Jacques Maritain8.

El credo cristiano niega la posibilidad de una suprema maduración de la Historia y afirma, en cambio, «el desmoronamiento interno de la Historia, su incapacidad frente a lo divino, su oposición», lo que deriva de la perenne condición de este mundo: «la Iglesia rechaza la idea de una plenitud definitiva de tipo intrahistórico o la idea de una perfección interior de la historia en sí misma. Esto quiere decir que la esperanza cristiana no implica concepto alguno de plenitud interior de la Historia. Esta esperanza expresa, por el contrario, la imposibilidad de que el mundo llegue a una plenitud interior». Esa aparente plenitud es la impostura del Anticristo: «El Anticristo es, desde este punto de vista, la cerrazón absoluta de la Historia en su propia lógica, como antítesis frente a aquel a cuyo costado abierto mirarán, al final, todos, según Ap 1,7″9.

Recurramos al final a un texto oficial, el Catecismo de la Iglesia católica, de 1992. Distingue en varios pasajes entre «crecimiento del Reino de Dios» y «el progreso terreno» de la Historia. La diferencia estriba en que el Reino de Dios marcha impaciente en seguimiento del crucificado: «La Iglesia -dice el número 677- solo entrará en la gloria del Reino a través de esta última pascua en la que seguirá a su Señor en la muerte y resurrección (cf. Ap 19, 1-9)». En cambio, la Historia avanza en dirección inversa hacia el progreso y acumulación de riquezas terrenas, no solo materiales, sino espirituales y culturales. Ahora bien, este progreso se revelará al cabo como la impostura del Anticristo: «el Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4)».

¿Cómo va a ser posible fundar un humanismo perdurable sobre un mundo del que no quedará piedra sobre piedra?

HUMANISMO EXCÉNTRICO

La expresada incompatibilidad entre humanismo y escatología solo se mantiene reteniendo el actual concepto de humanismo, constituido por los consabidos elementos: Dios como fundamento, la Naturaleza como depósito de energía, y el hombre en el centro. Esta centralidad del hombre excluye su confrontación con las cosas últimas y la meditación de su adviento, con lo cual se sustrae lo absoluto del horizonte del humanismo.

Esta circunstancia nos exhorta a explorar un humanismo compatible, de nuevo cuño, que no repugne la perspectiva escatológica y que, por contraposición, podría designarse «humanismo excéntrico».

Desde el punto de vista de sus relaciones con el estado inferior, este humanismo propone la inversión de la consigna nietzscheana sobre la «voluntad de poder»; en lugar de dominio y explotación de la Naturaleza, concebida como almacén de energía, el hombre desarrolla lo que Max Scheler denominó la «unificación afectiva»con el cosmos. El ethos occidental ha exaltado la ciencia y la técnica, cuyo designio es el dominio y explotación de la Naturaleza entendida como materia inerte susceptible de cuantificación; en la civilización capitalista, que se define por la productividad, han quedado postergados los dos sujetos más capaces de unificación, de comunión con lo viviente y creador: el niño y la mujer. De ellos se debe aprender un nuevo sentimiento hacia la naturaleza, mirándola como una realidad orgánica que abriga el secreto de la vida. Mediante la unificación afectiva somos uno con el eros creador, con «la tendencia protocreadora de la vida universal; (…es como un) sentimiento de unificación y fusión, en la inmersión fenoménica de ambas partes en la gran madre primitiva de todo lo viviente y su purpúrea noche. Es un misterioso entrar en contacto con la vida universal misma»10.

Si esto sucede hacia abajo, hacia arriba el hombre abandona la presidencia y la cede a un centro superior, previo y más fundamental, que es esperado en el futuro. La misión del hombre es preparar la llegada del centro.

¿Dónde queda el hombre? En este humanismo el hombre pierde el centro; no es el centro, sino señala el centro, pero retirándose de él, eclipsándose, desprendiéndose. El hombre fuerte, hombre técnico y potente, el superhombre, se deja herir y produce su propio desasimiento. Antes el hombre era completo y redondo y solo la Naturaleza parecía necesitada de perfección, lo que motivó el progreso de la técnica; ahora es el hombre quien se encuentra a sí mismo incompleto y fragmentario, descentrado, y se abre al todo en actitud expectante.

Por ello a este humanismo la escatología del final no le es extraña. Como admite su finitud y su esencial incumplimiento, el futuro es el teatro del nuevo acontecer definitivo. Hacer hueco, preparar el terreno, levantar una tienda para el centro, moldear la naturaleza para la irrupción de lo otro superior, previo, fundamental y distinto.

NOTAS

1 Entre el libro de Weiss La predicación de Jesús del reino de Dios (1892) y el de A. Schweitzer Historia de la investigación sobre la vida de Jesús (1913) existen diferencias que explican que el segundo, en contemplación de las consecuencias teológicas que extrae de la tesis, designara su intento como «escatología consecuente» en contraste con la «inconsecuente» del primero, pero en ambos casos se propone una nueva imagen anti-burguesa de Jesús, completamente dominado por la apocalíptica judía de su tiempo y convencido de una intervención súbita de Dios en la historia antes de su propia muerte, la irrumpción del reino. Ello explica la misión precipitada de los Doce en Mí,10 y el secreto revelado en Mt, 10,23. Cuando se espera vivir solo unos meses porque el fin del mundo ya ha llegado, uno practica y difunde una moral ascética, contraria al mundo pero estos consejos evangélicos resultan insostenibles cuando inexplicablemente, decepcionando la esperanza escatológica, la civilización se prolonga durante siglos y funda una cultura perdurable. Esta fue también la tragedia de los primeros siglos de la Iglesia de los mártires cristianos perseguidos por el mundo cuya fe se convirtió de pronto con Constantino en el credo oficial del mayor imperio de este mundo.

2  Siguiendo el impulso inicial de Barth, los otros representantes de la escuela dialéctica dirigen sus ataques contra el humanismo. Así los trabajos «Religión y cultura» de Bultmann en 1920; «La crisis de nuestra cultura» de Gogarten también en 1920; y «Los límites del humanismo» de Brunner en 1922, entre otros. En 1948 Bultmann escribió «Humanismo y cristianismo» donde, con algunas salvedades finales, afirma la incompatibilidad de ambos, la imposibilidad de la síntesis: «No existe ni una ciencia cristiana ni una ética cristiana. No hay ni un programa político ni un programa social de la fe cristiana. No existe ni un arte cristiano, ni una formación cristiana, ni una pedagogía cristiana ni un humanismo cristiano»; y concluye el párrafo: «Hay desde luego zapateros cristianos, pero no una zapatería cristiana».

3 Dondequiera que la teología «caiga» en el humanismo, se vuelve a la metáfora de la «imagen y semejanza». Así Pannenberg en Antropología desde una perspectiva teológica (1984).

4 Los dos textos más explícitos son La época de la imagen del mundo (1938) y La doctrina de Platón sobre la verdad (1941).

5 Palabras finales del ensayo ¿Qué es metafísica? (1929).

6 Henri de Lubac estudió, en La posteridad espiritual de Joaquín de Fiore, la historia de las doctrinas sobre el progreso de la Historia y las utopías espera das en una etapa final. No casualmente culmina con el análisis de la obra de Moltmann.

7 Joseph Pieper en Sobre el fin de los tiempos narra con sorprendente precisión los detalles del imperio del Anticristo.

8 Maritain en la obra Humanismo integral (1936) propone todavía el establecimiento del ideal histórico de una nueva cristiandad, que se distinguiría de la medieval por ser profana y temporal, y en un capítulo analiza su «probabilidad histórica».

9 Citas extraídas del libro de Joseph Ratzinger Escatología (1977), que conforma el tomo IX del Curso de teología dogmátca. Expresa la teología canónica o de estricta ortodoxia. El mundo será salvado por una superación trascendente, como prefigura la resurrección de Cristo.

10 Citas de la gran obra Esencia y formas de la simpatía (1922). El paradigma de la unificación adulta es, según Scheler, el acto sexual por amor, «la más fina flor y la verdadera cima, la culminación, la corona de la vida del hombre en cuanto ente vital». En estos razonamientos se encuentran los fundamentos metafísicos unitarios de fenómenos contemporáneos tan variados como la ecología, el feminismo o la revolución sexual.

Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965) es doctor en Filosofía y licenciado en Filología Clásica y en Derecho. En 1993 ganó las oposiciones al cuerpo de Letrados del Consejo de Estado con el número 1 de su promoción. Desde 2003 es director de la Fundación Juan March. A lo largo de una década publicó cuatro libros en torno a la ejemplaridad: Imitación y experiencia (2003), Aquiles en el gineceo (2007), Ejemplaridad pública (2009) y Necesario pero imposible (2013). Ha reunido su producción ensayística en dos compilaciones: Tetralogía de la ejemplaridad (2014) y Filosofía mundana. Microensayos completos (2016). En 2004, obtuvo el Premio Nacional de Ensayo por su primer libro. Es patrono del Teatro Real y del Teatro Abadía. Miembro del Consejo de Dirección de Nueva Revista.