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Once de las quince naciones de la Unión Europea han fusionado «irrevocablemente» sus sistemas monetarios a partir de enero de este año, adoptando como patrón el euro, una divisa exclusivamente sometida en su gobierno y gestión al recién creado Banco Central Europeo. No ha sido una decisión técnica sino un acuerdo político, técnicamente articulado por obra de expertos.


Once son también los Estados de la Unión que pertenecen a la OTAN y tienen asociadas en su seno las políticas de defensa. Otros de ellos, menos numerosos, forman parte de la UEO o del pacto de Schengen. Finalmente, el Tribunal de Estrasburgo (del Consejo de Europa) y el de Luxemburgo (de la Unión) pueden emitir una última sentencia en muy diversos y trascendentes pleitos de ciudadanos de la zona del euro, de la UEO, de Schengen y de los países europeos de la OTAN. Todas esas instituciones, para las que en la plenitud de su significación y de sus funciones actuales es difícil encontrar precedentes, han sido fruto de decisiones políticas de los gobiernos y de los parlamentos nacionales. No son asuntos técnicos como los que rigen el calendario, la meteorología, la hora o la navegación, sino materias políticas que arrastran consecuencias políticas.


Hasta tiempos muy recientes había estudiosos y políticos que cifraban en los «cuatro ases» las notas definitorias de la soberanía de los gobiernos: moneda, ejército, justicia y fronteras. Durante casi doscientos años en todas las naciones de la cultura occidental, y por influencia o contagio de éstas en las demás, se entendía que esa ultima ratio del poder y de la autonomía de los Estados, a la que comúnmente se llama soberanía, se alzaba sobre esos cuatro pilares, que eran la garantía y el símbolo de las independencias nacionales. No es, ciertamente, ahora con la llegada del euro cuando empieza el cambio de las cosas. La OTAN va a cumplir cincuenta años el próximo 4 de abril y el Tratado de Roma, que creaba el Mercado Común y es la pieza fundacional de la actual Unión Europea, entró en vigor el 1 de enero de 1958, si bien la primitiva CECA había nacido seis años antes. Pero lo del euro, y el todavía poco desarrollado acuerdo de Schengen, son realidades diferentes y arrojan una nueva luz sobre estas otras organizaciones más antiguas que son tan importantes. El euro y, hasta cierto punto Schengen, se han producido en contextos bien distintos de los de medio siglo antes.


OTAN y CECA, e incluso las Comunidades Europeas hasta el 89, venían del pasado: de la guerra fría, de la voluntad de evitar enfrentamientos entre los enemigos de las más grandes guerras de la historia humana, y se crearon al servicio de la Europafortaleza, frente a la cual desde el «otro lado» se levantaron los miméticos baluartes de papel del Pacto de Varsóvia y del COMECON. Pero ahora va a hacer diez años ya que no existe el «otro lado». El euro se orienta hacia el futuro, y la escena europea ha cambiado de modo que la OTAN y la Unión están llamadas a un destino diferente del que diseñaron sus padres fundadores. La vocación de la OTAN no es la defensa sino la paz, y la Unión Europea no está llamada a hacerse ella o sus miembros cada vez más ricos y más fuertes, sino a ampliarse y a expandir prosperidad.


El euro ha sido un toque de atención y al mismo tiempo un indicio de cómo pueden ser en el futuro las relaciones entre las naciones del viejo continente. No habría sido posible sin los años transcurridos bajo la tecnocracia política de la Comisión de Bruselas, que han habituado a los Estados a integrar en sus ordenamientos jurídicos decisiones o normas que emanaban de instancias supranacionales, previamente «apoderadas» para dictarlas por gobiernos y parlamentos en virtud de los tratados, y que implicaban transferencias a la Unión de competencias o facultades que en principio eran de la soberanía de los países miembros.


La entrada de las diversas naciones en la zona euro ha requerido en casi todos los casos sacrificios de cierta entidad, que han necesitado algún modo de aceptación ciudadana suficientemente acreditada, si no por referendos, por encuestas y sondeos fehacientes. Varios Estados no han accedido al nuevo esquema monetario por razones técnicas y otros por falta de voluntad política de sus parlamentos o gobiernos y la debilidad de una opinión pública favorable a esa integración. El caso más llamativo es del Reino Unido donde todavía el euro sigue siendo una cuestión abierta en los foros de opinión y de decisión política. Algunos euroescépticos británicos se felicitan de haber quedado al margen de la nueva divisa, porque piensan que así conservan su soberanía monetaria. Pero no sin un punto de razón responden sus adversarios que las once naciones del euro tienen una soberanía compartida pero real sobre la moneda, mientras que los «espléndidos aislados» del Reino Unido quedan en la práctica a resultas de lo que se decida en la eurozona de los once.


Pero con todas estas transferencias fragmentarias de viejos elementos de soberanía, las naciones siguen existiendo como tales, y como sujetos y agentes de la historia, sin que ni los europoderes las disuelvan ni los nacionalismos subestatales las desgarren.


No es que haya que admitir, como decía Leopold von Ranke, el más notable historiador europeo del XIX, que «los pueblos» –die Völker– sean «pensamientos de Dios», que discurren por los siglos inmutables como las ideas platónicas. Los pueblos -o las naciones, que es lo mismo- son realidades humanas tangibles y duras, que se han forjado a lo largo de la experiencia compartida de una historia de logros y frustraciones vivida en común; se mueven en un contexto cultural y social bien determinado y se abren a un futuro que empieza cada día, firmemente persuadidos los hombres y mujeres que las componen de que ese preciso porvenir será el de ellos y no el de sus vecinos.


Las naciones tienen historia y se orientan al futuro, pero no se reducen a ser lo uno o lo otro, ni siquiera ambas cosas a la vez. Renán, que era mitad romántico mitad positivista, emitió una sentencia que conoció cierta fortuna en Europa y que en España hizo popular Ortega, aunque fuera rebatiéndola mientras aspiraba a superarla. Las naciones, para Renán, serían un plebiscito cotidiano. Pero no hay comunidad ni grupo humano que resista la tensión de estar haciéndose todos los días. Ortega prefería partir de la realidad del momento y, desde ella, ver la nación como un proyecto de futuro. Esa nación, para el Ortega de La rebelión de las masas de 1930, no podía ser España ni los otros principales Estados del continente, sino una Europa rejuvenecida que recuperara su antiguo vigor. Pero esa especie de superestado nacional (lo mismo, sólo que más grande) es más una ensoñación que un proyecto de viabilidad imaginable.


Las naciones no son sólo pasado ni futuro. Son una realidad viva en que se integran historia, instituciones, geografía, lengua, usos, emociones, leyes, religión, hábitos mentales y sociales, cultura, educación, gustos, diversiones, gestos y hasta virtudes y defectos, más los modos peculiares de vivirlos y sufrirlos. Puede no haber una moneda propia, como ya ocurrió en otras largas edades, ni pasaporte (una recentísima invención), ni ejércitos separados. Y la justicia puede dejar de ser un sistema cerrado que empieza y termina en el seno de cada nación. Pero Francia será Francia, España España, Holanda Holanda, los suecos suecos, et sic de ceteris, sin que naciones y ciudadanos dejen de saber quiénes son ellos, de dónde viene cada uno, hacia dónde se inclinan sus sentimientos y cómo se favorecen sus intereses colectivos.


El acceso a la Unión de seis u ocho -quizá más- naciones del centro y del este de Europa no se demorará más de lo que tardó el tratado de Roma en brindar a los once del 99 el prometedor fruto del euro. Con el progresivo aumento hasta veintitantos o treinta países miembros, cada uno de los cuales aporta a la Unión una experiencia y una cultura que la enriquece y no sólo una demografía que la dilata, la Unión será cada vez más una comunidad de naciones asociadas y no una imitación, a escala gigante, de los Estados que formen parte de ella. Cualquier real o imaginable nacionalismo subestatal -digamos de Flandes, Cataluña, Euskadi o Baviera- pesará mucho más en el conjunto -y estará más amparado dentro de él- como una parte del Estadonación del que históricamente forma parte, que con una imposible y empobrecedora cantonalización.


Previsiblemente, la Unión seguirá adelante en un proceso de integraciones técnicas y sectoriales, pero –for the time being– como un conjunto de naciones que no pierden su identidad por vincular su moneda a «bancos alemanes» como no la perdió la España de Carlos V con sus Fúcar y sus Welzer.


Es muy probable, además, que los acuerdos y realizaciones de la Unión sirvan de modelo o inspiración para otras estructuras supranacionales que ya existen o que puedan crearse: la Nafta, el Mercosur, Centromérica, etc., posibles embriones de asociaciones políticas y económicas (no solo comerciales), que se asemejen a las de Europa. En el nuevo continente siempre ha habido trasplantes de las culturas del viejo.


Desde el siglo XXI muchas cosas de este mundo, y en particular las relaciones entre los pueblos, serán de otra manera que en el rígido sistema racionalista de los Estados impermeables de las dos centurias últimas. Durante la guerra fría se llenó casi todo el orbe de alianzas y contraalianzas mayormente militares. Ahora apuntan otros tipos de acuerdos quizá más laboriosos de implantar, pero más amplios y diversos que los anteriores. Pero eso no significa que se pierdan o se esfumen las sólidas realidades de las naciones históricas.


Al desmontarse paulatinamente los cuatro pilares del andamio que aparentemente sostenía la cúpula de la soberanía de los Estados, ésta continuará firmemente asentada sobre las realidades culturales y sociales de las diferentes comunidades nacionales. Con la interdependencia abierta de los Estados de hoy y de mañana, no se pierde la identidad de las naciones de ayer.

Fundador de Nueva Revista