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El pasado sábado 25 de octubre el Gobierno de la Comunidad Autónoma Vasca adoptó, no sin cierta solemnidad, la «resolución» de presentar en su parlamento una propuesta articulada en forma de proyecto de ley de carácter «revolucionario». (En la pluma de un periodista político esa calificación de revolucionario no es «ética», sino definír una e «histórica»). En el plan o propuesta del Gobierno de Vitoria se postula cambiar el orden político existente, no sólo en los territorios que integran Euskadi sino en toda España y sustituirlo por otro diferente. El País Vasco no formaría parte del Estado español y España se encontraría mutilada de uno de los miembros o piezas que integran la nación.

La «resolución» del Gobierno vasco del 25 de octubre consistió en aprobar y trasladar al Parlamento de la comunidad autónoma una propuesta de nuevo «Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi», no un proyecto de reforma del actualmente vigente que fue refrendado por Lina amplia mayoría de los ciudadanos de los llamados «territorios históricos» del País Vasco a principios de 1979.

En la propuesta actual del Gobierno de Vitoria no se menciona la palabra «soberanía», pero se establece que los poderes de Euskadi -el legislativo, el ejecutivo y el judicial- «emanarían de su ciudadanía» y serían ejercidos a través de las instituciones de autogobierno de la comunidad. Mientras que, según el artículo 1.2 de la Constitución española de 1978, los poderes del Estado emanan de la soberanía nacional que reside en el pueblo español (del que para los constituyentes y para el mundo entero forma parte, con todas sus legítimas características propias, el pueblo vasco).

Tampoco se da el nombre de «Estado» ni se califica de «independiente» a la comunidad de Euskadi. Cuando se dice Estado, texto y contexto se refieren manifiestamente al Estado español, del que se exigirían determinados servicios políticos de carácter internacional y de orden económico, como el hacer llegar a la hacienda general del territorio de la comunidad de Euskadi «trasferencias y otras asignaciones con cargo a los Presupuestos Generales del Estado».

Los portavoces y dirigentes de los principales partidos nacionales, la mayor parte de los políticos y de los expertos juristas consultados de urgencia por los medios de comunicación han coincidido en considerar anticonstitucional e inaceptable por la comunidad nacional española el proyecto del Gobierno vasco en su actual formulación. Autorizados portavoces del Gobierno de la nación lo han calificado de fraudulento, por proponerse «conseguir por un procedimiento aparentemente previsto un resultado expresamente prohibido… que atacaría la base del ordenamiento constitucional de España» y los valores y principios democráticos de respeto a la convivencia, al pluralismo y a la igualdad ciudadana sin discriminación.

El Consejo de Ministros, además, ha acordado «impugnar» ante el Tribunal Constitucional esta «resolución» del Gobierno vasco de enviar a su parlamento la tan traída y llevada propuesta. Para lo cual no era preciso que el Gobierno de la nación esperara a que el Parlamento vasco la aprobara; ni siquiera habría hecho falta aguardar a que la Mesa de esa asamblea le diera curso. La Constitución de 1978 le autoriza expresamente a hacerlo. El artículo 161.2, que no se ha recordado suficiente y literamlmente los primeros comentarios de estos días, es muy explícito al respecto: «El Gobierno -se lee en él- podrá impugnar ante el Tribunal Constitucional las disposiciones y resoluciones adoptadas por los órganos de las Comunidades Autónomas. La impugnación producirá la suspensión de la disposición o resolución recurrida, pero el Tribunal, en su caso, deberá ratificarla o levantarla en un plazo no superior a cinco meses»1.

Si el Gobierno vasco, que ha adoptado esa resolución, es un órgano de comunidad autónoma y el Gobierno nacional formaliza la impugnación, esa «resolución» quedará suspendida hasta que en el plazo máximo de cinco meses los magistrados del Constitucional acuerden ratificar o levantar dicha suspensión.
 

Antonio Fontán fue presidente del Senado Constituyente (1977-1979) y, en unión de su colega del Congreso de los Diputados de la misma legislatura, Fernando Alvarez de Miranda, refrendó la firma de S. M. el Rey en la sesión de las Cortes Generales de veintisiete de diciembre de 1978, en que se promulgó la Constitución, asumiendo ambos la responsabilidad de la sanción real con la que sería mandada guardar «a todos los españoles, particulares y autoridades […] como norma fundamental del Estado».

NOTAS

1 · Subrayados del autor.

Fundador de Nueva Revista