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Frente a la tremenda proclamación de la muerte de Dios que Nietzsche hizo en 1883, parecerá una bagatela la muerte de la novela, que se viene anunciando desde el anterior final de siglo; la muerte de la tragedia, que dio título a uno de las libros de George Steiner; o la muerte del autor, sentenciada en 1968 por Roland Barthes. Como corolario de tantos decesos y extinciones, el profesor de Princeton Alvin Kernan publicaba en 1990 un libro ampliamente comentado: The Death of Literature.

Hace ya treinta años, cuando los estudios poscoloniales comenzaban su andadura académica, falleció también Marshall McLuhan, un profesor de literatura de la Universidad de Toronto, estudioso, entre otros, de Tennyson, Pope, Coleridge, Poe, Mallarmé, Joyce, Pound o John Dos Passos, que en 1962 publicaba una obra llamada a ejercer una enorme influencia en el pensamiento del último tercio del pasado siglo: La Galaxia Gutenberg. Génesis del Homo Typographicus.

Cuando Marshall McLuhan acuña ese rubro que tanto éxito alcanzaría, consistente en identificar como galaxia Gutenberg el ciclo de la modernidad marcado por la invención de la imprenta de tipos móviles, deja así mismo implícitamente instaurada la definición de las dos galaxias precedentes, la de la oralidad y la del alfabeto. Y posibilita también que su propio nombre sea utilizado para identificar nuestra época contemporánea en lo que se refiere a las tecnologías «eléctricas» de la comunicación, inaugurada a mediados del XIX con la invención pionera del telégrafo al que vendrán a secundar después el teléfono de Graham Bell, el cinematógrafo de Edison y de los Lumière, la radio de De Forest y Marconi, y finalmente la televisión, que ya está lista en el decenio de los treinta pero que deberá aguardar al final de la segunda guerra mundial para su difusión universal.

En los tres decenios que nos separan de su fallecimiento ocurrieron acontecimientos trascendentales para la historia de la Humanidad vista desde la perspectiva que McLuhan hiciera suya. En sus escritos se menciona ya el ordenador como un instrumento más de fijación electrónica de la información, pero lo más interesante para nosotros resulta, sin duda, la impronta profética que en algunos momentos el canadiense manifiesta a este respecto. Unos pocos años más tarde, en una extensa entrevista McLuhan expresa una premonición referida a los ordena- dores que habla de lo que en aquel momento no era más que un sueño y, por lo contrario, hoy es la realidad más determinante de lo que, con Manuel Castells, vamos a denominar la Galaxia Internet, y que otros como Neil Postman prefieren calificar como «the Age of Electronic Communication». Decía McLuhan: «El ordenador mantiene la promesa de engendrar tecnológicamente un estado de entendimiento y unidad universales».

Cuando cumplimos los tres primeros lustros inmersos en la nueva galaxia todavía no podemos dar por superado lo que bien podríamos llamar el «periodo incunable» de la nueva cultura generada por Internet. Mas basta con el tiempo pasado para preguntarnos si se pueden detectar ya o no sus efectos, más o menos evidentes, en la propia condición humana. O en algo menos trascendente pero no carente de interés para nosotros: la pervivencia de la Literatura.

Alvin Kernan, por su parte, justifica cumplidamente cómo y por qué lo que desde el Romanticismo se venía conociendo como literatura está perdiendo sentido, y desapareciendo tanto del mundo social como de las conciencias individuales. Para ello han colaborado tanto elementos endógenos como exógenos, pues Kernan, a estos efectos, considera tan deletéreas para la continuidad de la literatura la televisión como la deconstrucción de Derrida y sus seguidores.

La primera lo es como emblema de una revolución tecnológica con la que McLuhan vaticinó el final de la galaxia Gutenberg, sin que el intelectual canadiense llegase a conocer en su plenitud todas las potencialidades de la era digital. Y la deconstrucción, que ha contaminado espectacularmente el pensamiento literario en las universidades anglosajonas, con su insistencia en postular la vacuidad significativa del lenguaje y los textos ha dejado franco el camino al relativismo literario más radical, a la liquidación del canon, y en definitiva, al descrédito de la literatura que tradicionalmente se había estudiado como una fuente privilegiada de conocimiento enciclopédico y educación estética. Así, en 1988, por caso, la Universidad de Standford decidía arrinconar, por su tufillo elitista, eurocéntrico e imperialista, viejos programas basados en los escritos de los «dead white males», que habían sido hasta entonces el fundamento de la educación liberal norteamericana. Dos scholars de la vieja guardia —ambos apellida- dos Bloom: Allan y Harold— destacan en la denuncia de este Apocalipsis humanístico, con obras tan significativas como The Closing of the American Mind y The Western Canon, respectivamente.

Pero en mi criterio, el quid de la cuestión no descansa tanto en cómo las nuevas galaxias de la tecnología comunicativa van a acabar con el estado de las cosas en nuestro campo de interés, que es el cultural y el literario, sino en qué medida van a alterarlas más profundamente. Yo no creo, por caso, en la tan cacareada muerte del libro, por más que en los próximos lustros la biblioteca digital conviva o incluso llegue a desplazar a la presencial en la preferencia de los usuarios. Y por la misma lógica, frente a la muerte de la literatura me interesan las posibilidades y límites de la llamada ciberliteratura, o mejor todavía en qué medida la literatura de siempre está destinada a metamorfosearse por mor de la era digital, hasta convertirse, incluso, en una especia de posliteratura.

Alvin Kernan entendía la literatura, en el ya citado libro sobre su muerte, en un sentido amplio, fácilmente justificable desde la Historia de nuestra civilización. Para Kernan, los grandes libros constituyen el sistema literario de la cultura impresa, y en gran medida su poder institucional ha descansado en la fuerza del soporte mecánico que Gutenberg puso al servicio de otra revolución igualmentemente tecnológica y no menos importante, la de la escritura alfabética descubierta por los sumerios tres o cuatro milenios antes de Cristo.

Parece lógico que de un tiempo a esta parte se haya convertido en una preocupación para intelectuales, humanistas, estudiosos y creadores el futuro de la literatura, entendida tanto en su acepción más general —el conjunto de los saberes transmitidos a través de la letra impresa— como en la variante relativamente reciente que la identifica con los textos de concepción y funcionalidad estética, planteamiento que Florence Dupont ha puesto en muy oportuna conexión con la oralidad y la escritura en otro libro, L’invention de la littérature (traducido al español en editorial Debate, Madrid, 2001), de indudable interés para el asunto que nos ocupa.

Otro libro de hace tan sólo unos años, representativo de lo que nos está pasando, es el de Janet Murria, Hamlet en la holocubierta. El fundamento lúdico del arte, de la literatura, de la ficción y la «voluntaria suspensión del descreimiento», explícito tanto en Schiller como en Coleridge y atribuido a la condición humana más genuina por Huizinga, avala la apasionada defensa de que estamos asistiendo a la «época incunable de la narrativa digital», cuya estética se fundamenta en los placeres proporcionados por «historias participativas que ofrezcan una inmersión más completa, actuación satisfactoria y una participación más sostenida en un mundo caleidoscópico». Con ello se consolidará un nuevo género, el ciberdrama, que no será la transformación de algo ya existente sino una reinvención del propio arte narrativo para el nuevo medio digital.

La pregunta clave es si será posible un ciberdrama que evolucione desde la mera órbita del entretenimiento placentero hasta el universo eminente del arte. Para Murray, sólo será cuestión de tiempo. Analiza también el papel del ciberautor o ciberbardo, que no será ya el emisor de un cibertexto lineal, susceptible de variaciones hermenéuticas por parte de sus lectores, sino poco más que el creador de unos fundamentos esquemáticos y unas reglas para que, sobre ellas, los usuarios elaboren sus propios desarrollos. La actuación primará, pues, sobre la autoría, y estas nuevas manifestaciones carecerán de la fijación, estabilidad, perpetuación en el tiempo e intersubjetividad que hoy caracterizan a la literatura propiamente dicha.

Oralidad, escritura, imprenta. Estamos inmersos ahora en una nueva revolución, la electrónica y telemática de las autopistas de la información y las plataformas digitales, que el autor de La Galaxia Gutenberg no pudo vislumbrar, ni alcanzó a vivir, pues se ha desatado a un ritmo frenético precisamente en los dos decenios largos que siguieron a su muerte, sobrevenida el mismo año en que comenzaba la historia de los pecés, los ordenadores personales. Paradójicamente, todo ello ha representado una recuperación de la escritura y de su demanda de visualidad, que eran las grandes sacrificadas en el retorno eléctrico ante la oralidad tribal jaleada por McLuhan. Porque la secuencia de galaxias, como hemos comentado ya, no representa compartimentos estancos y tránsitos irreversibles. No es de extrañar, así pues, que Ted Nelson, uno de los gurús del hipertexto, llame a los ordenadores «máquinas literarias».

Cabe pensar, por lo tanto, que si a lo largo de todo este recorrido milenario se han consagrado compatibilidades antes que exclusiones, que si la escritura no arrumbó con la oralidad, ni la imprenta con el manuscrito, el ciberespacio será capaz de integrar todos los procedimientos y recursos que los seres humanos han ido desarrollando a lo largo del tiempo para comunicarse intersubjetivamente, y para transmitir, en condiciones de fiabililidad y operatividad, el acervo de su conocimiento y de su productividad cultural, dimensión en la que lo que denominamos Literatura sigue representando un tronco indeclinable.

Hoy se puede decir que el libro impreso goza de muy buena salud. Nunca en toda la historia se han escrito, impreso, distribuido, vendido, plagiado, explicado, criticado y leído tantos, sin que por momento se perciba ningún síntoma de desaceleración en las estadísticas. Y una parte considerable de ellos pertenecen al ámbito de lo que seguimos denominando Literatura.

Pero como bien suelen advertirnos los teóricos y analistas de las planificaciones estratégicas, un rasgo considerado como fortaleza en el diagnóstico de una determinada situación corporativa o institucional puede representar a la vez, por paradójico que ello parezca, una amenaza. Y en este sentido lo es el abigarramiento de lo que el poeta, ingeniero y ensayista mexicano Gabriel Zaid llama «los demasiados libros», causantes de que, al publicarse uno cada medio minuto, las personas cultas lejos de ser cada vez más cultas lo seamos menos por haber mayor diferencia entre lo que leemos y lo que podríamos leer. Según él, «el problema del libro no está en los millones de pobres que apenas saben leer y escribir, sino en los millones de universitarios que no quieren leer, sino escribir», y propone que el welfare state, el Estado del bienestar debería instituir un servicio de gheishas literarias encargadas de leer, elogiar y consolar a esa legión de escritores frustrados por falta de público.

Estamos ahítos, inundados de información. Tanto es así que una manera de definir Tecnópolis es decir que es lo que le sucede a una sociedad cuando se han venido abajo sus defensas contra el exceso de información.

Tradicionalmente, los tribunales, la escuela y la familia eran instituciones para el control de la información. Y por lo que respecta a la Literatura, el canon tan denostado de un tiempo a esta parte era, con el soporte fundamentalmente académico, un eficaz medio de poner orden y concierto en la selva de la proliferación literaria. Y como medio técnico para lo mismo, Postman destaca «la pericia del experto».

Julien Gracq, en su panfleto La littérature à l’estomac, advertía ya en 1950 de algo que no ha hecho sino incrementarse en los últimos sesenta años: lo que él califica de «el drama del libro anual» para no prescribir, pues «al escritor francés le parece que él existe no tanto porque lo lean cuanto porque “hablen de él”».

Si sumamos los resultados de la actividad pre, sub, para o posliteraria de escribidores como los que Julien Gracq desenmascara y la que también pueden ejercer aquellos otros que, como denunciaba esta vez Gabriel Zaid, escriben sin haber leído nunca, nos sobreviene la avalancha de una que, remedando la famosa expresión de Gianni Vattimo referida al pensamiento, bien podríamos denominar «letterature debole». Es lo que yo prefiero calificar de posliteratura. Muchos prolijos best sellers como los de Stieg Larsson se caracterizan por una paradójica desliteraturización de la literatura. Por su no-estilo, como si una prosa con autoconciencia de sus virtualidades poéticas pudiese convertirse en la gran enemiga de lo que se pretende contar.

En cuanto a la destrucción del canon, una de cuyas manifestaciones más deletéreas es precisamente la actitud de quienes escriben sin haber leído nada, Harold Bloom, como es bien sabido, construye sobre la lectura
—que para él es siempre un misreading cuando va seguida de la escritura de una nueva obra— toda su teoría literaria, fundamentada en el canon de los libros eminentes que en la Historia han sido y siguen siendo. Su escepticismo al respecto de esta pervivencia entre las nuevas generaciones lo sitúa muy cerca de otros apocalípticos. Abrumado por la proliferación de nuevas tecnologías para llenar el ocio, se siente rodeado por los negadores del canon, entre los cuales reconoce incluso a varios de sus discípulos de Yale, muy activos en «la trama académico-periodística […] que desea derrocar el canon con el fin de promover sus supuestos (e inexistentes) programas de cambio social».

Lleva toda la razón Harold Bloom en otra de sus convicciones menos pugnaces: la de que no puede haber escritura vigorosa y creativa sin el proceso de influencia literaria, «un proceso fastidioso de sufrir y difícil de comprender», porque los grandes escritores no eligen a sus precursores, sino que son elegidos por ellos.

Frente a quienes sostienen que el canon —un concepto religioso en su origen— se ha convertido en una elección entre textos que compiten para pervivir realizada por grupos sociales, instituciones educativas o tradiciones críticas, Bloom insiste en que la clave está en las decisiones tomadas a este respecto por autores de aparición posterior que se sienten elegidos por figuras anteriores concretas. En contra de los partidarios de la idea de que los valores estéticos dependen también de la lucha de clases, Bloom porfía en que el yo individual es el único método y el único baremo para percibir el valor estético, y teme, en definitiva, que estemos destruyendo todos los criterios intelectuales y estéticos de las humanidades en nombre de la justicia social.

Me quedaré, no obstante, con otra idea suya que me parece de mayor interés. En vez de lucha de clases, Bloom habla de una «lucha de textos» de la que emana el valor literario. Debate que se produce entre los propios textos entre ellos, en el lector, en el lenguaje, en las discusiones dentro de la sociedad. Pero también, y no con menos trascendencia, en el aula.
Cuenta Michel Tournier, en un libro delicioso titulado Lectures vertes, que el padre de Marcel Pagnol, que era maestro, solía decir: «¡Menudo escritor es Anatole France! De cada una de sus páginas se puede extraer un dictado».
Poesía, novela, teatro y ensayo, al tiempo que nos revelan el sentido genuino de lo que somos y de lo que nos rodea, actúan como instrumentos insuperables para la educación de nuestra sensibilidad y para la más correcta formación de nuestro intelecto. En las páginas de la verdadera literatura está, además, la llave insustituible para lograr la competencia cabal en el uso de esa facultad prodigiosa de los seres humanos que es el lenguaje, y para producirnos convenientemente como ciudadanos en el seno de la sociedad.

Me considero un maestro más. Pero no por deformación profesional o por interés de gremio, sino por mera ciudadanía considero que la educación es el fundamento de los mejores logros de la sociedad y el instrumento in- sustituible para la buena gobernanza de la república. Las nuevas galaxias de la información y la comunicación precisan también de nuevas pautas pedagógicas, algunas de las cuales, por otra parte, tienen que ver con una educación para la nueva tecnología. Ese es el gran reto para las generaciones de los que no fueron —no fuimos— «niños digitales», porque tal posibilidad era utópica cuando eran chicos, y hoy escribimos, enseñamos, investigamos o nos gobiernan. Pero tanto para ellos como para nosotros, la existencia de un canon literario representa toda una garantía de buen tino (algunos dirían «de calidad») y de aprovechamiento del tiempo. Ars longa, vita brevis. En fuga irrevocable huye la hora, nos decía un poeta canónico donde los haya, pero aquélla el mejor cálculo cuenta / que en la lección y estudios nos mejora.

Lo que está en juego, a la vista de todas estas circunstancias, es algo fundamental: la pervivencia de la literatura como lenguaje más allá de las restricciones del espacio y el calendario; como la palabra esencial en el tiempo que conjuraba el poeta Antonio Machado. Esta dimensión de perpetuidad era inherente a lo literario porque conforma la propia textura del discurso, su literariedad, al programarlo, condensarlo y trabarlo como un mensaje intangible, enunciado fuera de situación pero abierto a que cualquier lector en cualquier época proyecte sobre el texto la suya propia y lo asuma como revelación de su propio yo. En vez de palabra esencial en el tiempo, ahora ¿palabra banal al momento?

Una escritura concebida desde la aceptación de su caducidad por parte de su creador, toda escritura «fungible» dejaría, así, inmediatamente de ser literaria, para convertirse en algo completamente diferente, en pasto de una cultura del ocio servida por una poderosa máquina industrial.

Académico de la RAE. Catedrático de Teoría de la Literatura (Universidad de Santiago de Compostela). Director de la Real Academia Española de 2014 a 2018. Director del Seminario Rubén Darío (UNIR).