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A comienzos del siglo XIX la mirada francesa de madame de Staël sobre el mundo alemán todavía se asombraba de su atraso, perfil rural y aires sumisos. Eran dóciles y sacrificados aldeanos sometidos a sus señores tradicionales. A muchos señores: no se contaban menos de trescientos estados alemanes. Cuando la Francia revolucionaria les hizo la guerra los derrotó una y otra vez, demostrando con hechos de armas la superioridad de su razón. Al menos, así se entendía y decía entonces. Y no se quedaron ahí: les reordenaron la política. Napoleón se encargó de que los estados alemanes fueran tres decenas y no tres centenares.

Algunos pensadores teutones llamaron a despertar ¿cómo era posible tanta incapacidad en la tierra de Kant? El aldabonazo del Discurso a la nación alemana de Fichte resonó poderosamente en los espíritus germanos. El siglo XIX contemplaría la competición por ordenar el espacio del centro de Europa en torno a una gran Alemania liderada por Austria, o una pequeña Alemania promovida por Prusia. El modelo austriaco, multicultural, multinacional, multirracial, multilingüe… —¡tan arcaico! —, perdió la batalla. El nacionalismo prusiano fue más fuerte y más hábil y moldeó el naciente patriotismo alemán. La guerra franco-prusiana sirvió para acrisolarlo y derretir los recelos de los sudoccidentales frente a los prusianos. 1870, «el desastre», según los franceses, fue para los alemanes el reverso glorioso del humillante comienzo de siglo.

Visto en términos culturales aquello significaba algo. Los más atrevidos franceses lo dijeron en voz alta, como Renan: los alemanes habían ganado porque tenían una universidad mejor, porque habían sobrepasado cultural y científicamente a los franceses. La Ilustración no era ya un bien francés, por más ilusiones que se hicieran. La Ilustración alemana les había ganado la partida, y había cuajado en cañones. Nadie discutía que los saberes debieran crear poderes, poderes mi- litares y políticos, que eso son los poderes.

Al otro lado del canal los británicos habían sacado buena partida de las querellas continentales. Su propia Ilustración, tan pragmática y utilitarista, tan realista, había sabido hacer de la debilidad española y de las guerras napoleónicas el punto de partida para consolidar un crecimiento económico sin parangón, y para amasar el mayor imperio de la historia.

No cabía duda, los europeos eran los más sabios, poderosos y ricos del mundo, aunque unos más que otros.

Aquella competición para ser cada vez más grandes encontró en los alemanes unos alumnos aventajados. Después de proclamar el II Reich en el salón de los espejos de Versalles —puestos a devolver humillaciones, ¿por qué no servirse de tan fastuoso decorado? —, Alemania siguió creciendo, en ciencia, en riquezas y en poder. Allí peregrinaba cualquiera que quisiera llevar a lo más alto su instrucción. De allí volvieron algunos españoles tan impresionados, que decidieron hacer krausista a España, que sería tanto como hacerla moderna.

En aquel mundo seguro de su consistencia racional prendió la guerra del 14 con una fuerza que la enormidad de cada orgullo nacional apenas acierta a explicar. Quizá la clave esté en la palabra orgullo más que en el adjetivo nacional. Era una civilización orgullosa, una generación de materialistas satisfechos y seguros, y prepararon la mayor conflagración de la historia tan seguros como siempre de tener razón. Cuando los hechos se la quitaron, no supieron qué hacer. Aquello no tenía sentido racional alguno. El mito del progreso seguro basado en la inatacable ciencia de los saberes más positivos de la historia se había quebrado de la forma más lamentable y escandalosa que cabía imaginar. Una carnicería de diez millones de muertos. A ver quién explicaba aquello. Esa fue la tarea que cayó sobre la cultura de los tiempos de posguerra, que hoy llamamos, por desgracia, de entreguerras.

Los ingleses trataron de volver al mundo dorado de su hegemonía, ahora con menos competidores. Los franceses, orgullosos de la victoria, hablaban de la «der des der», de la guerra que había terminado con la guerra, queriendo así hacer eterna su victoria, en el seno de una paz perpetua. En todo caso el error, la culpa, habían sido alemanes: ellos debían pagar. Y para hacer continental la fiesta, el espacio europeo debía hacerse republicano, como la Francia triunfan- te: república Alemania, Austria República, y que las rodeen una constelación de repúblicas centroeuropeas, deudoras de la francesa. La demolición del viejo imperio de los Austrias fue la obra maestra de la venganza gala, de la inmediata al menos. Alemania en cambio debía pagar, y para eso podía y debía sobrevivir bajo las normas dictadas por Francia y sus aliados.

Las cosas se veían de otra forma entre los derrotados, en ese mundo donde el oropel de la victoria no podía atemperar las heridas de la guerra. Lo expresa con frase demoledora Joseph Roth en La marcha Radetzky: «En aquel tiempo, antes de la gran guerra, cuando sucedían las cosas que aquí se cuentan, todavía tenía importancia que un hombre viviera o muriera». La Gran Guerra, con todo su poder destructor parecía haber arrancado su valor a la vida de los hombres. Aquellos hombres eran, como los describió Re- marque, una generación destruida por la guerra. La cuestión era si había remedio para un mal de esas proporciones. Roth respondía la pregunta con otra frase sombría: «En aquel tiempo se vivía de los recuerdos de la misma forma que hoy se vive de la capacidad para olvidar rápida y profundamente». Mirar hacia delante, con prisa, lo más rápidamente posible, sin lugar para la consideración, moviéndose vertiginosamente, ese era el nuevo ritmo del progreso una vez sancionado por la guerra la falsedad del sosegado construir del satisfecho mundo de preguerra.

¿No era la revolución rusa un modelo, los bolcheviques? En Alemania estalló la revolución, y hasta triunfó en algunos lugares, en Hungría también. Era hora de grandes cambios. Pero, ¿podían hacerse, así como así en la tierra de los más sesudos pensadores, los más rigurosos científicos, los más sólidos industriales y los más delicados artistas? Dependía de ellos.

Sebastian Haffner recuerda el ambiente de posguerra, y especialmente los años de la hiperinflación, como el momento del hundimiento catastrófico del viejo mundo de certezas y del triunfo de una nueva generación de jóvenes sin escrúpulos. Todas las previsiones de los mayores habían resultado fracasadas, sus ahorros estaban perdidos, y sus normas morales daban risa: sólo garantizaban el desastre. Era mejor vivir al día, y disfrutar de noche, a ser posible en fiestas salvajes, como fueron la moda en el Berlín de entre-guerras. Esos aventureros ajenos a toda traba moral fueron la generación que compondría la ola totalitaria. La guerra los había preparado para ello.

La lección soviética estaba clara: se podía asaltar un poder milenario, arrasarlo, y hacer algo totalmente nuevo y radical, revolucionario. Semejante panorama no podía dejar de resultar atractivo para los intelectuales, tan amigos de crítica y renovación, expertos en encontrar los defectos del pasado y en soñar futuros. La propaganda revolucionaria encontró un terreno abonado en la cultura de entreguerras, fueron los tiempos de los éxitos de Billy Münzenberg, bien retratados desde dentro por Arthur Koestler en su autobiografía.

Hubo quien se empeñó en seguir como si nada hubiera ocurrido. Obtuvieron éxitos importantes. La universidad alemana seguía siendo deslumbrante. Sus logros científicos, como para confirmar lo equivocado del diagnóstico de la guerra —¡aquella derrota!— no se interrumpieron, se incrementaron. Era como si el frenesí intelectual quisiera borrar la amargura a base de más avances. No cabía preguntar hacia dónde. Hacia saber más. La pregunta sobre el sentido no tenía contestaciones de laboratorio, a menos que se tomara como tal el campo de batalla, y eso ni se quería recordar. Una buena dosis de racionalismo sin mezclas podía llevar lejos. Llevó, por ejemplo, hasta la fisión del átomo en 1938 por Otto Hahn. No estaba nada mal.

Los que denunciaban una «puñalada por la espalda» como causa de la inexplicable derrota buscaban al enemigo oculto que había roto el sueño. Terminaron por encontrarlo, claro. Y soñaron con recuperar la grandeza perdida si eliminaban los elementos impuros y construían, ahora sí, una Alemania verdaderamente alemana, de sólo alemanes. Sí, había que ser radicales, no cabían las medias tintas. Se podía hacer una revolución, se debía, pero alemana. Los nazis tenían razón, quizá eran demasiado ruidosos, pero tenían razón. O quizá la tenían los comunistas, aunque también ellos utilizaran la violencia tan profusamente, y hasta hubieran intentado en 1920 traer la revolución en la punta de las bayonetas, como antaño los franceses… Pero esta vez Lenin había fracasado, y en Polonia para asombro de todos. En todo caso, casi eran lo mismo ¿no se intercambiaban militantes las fuerzas comunistas y los SA? Pues claro que sí.

Así pues, los más sesudos pensadores del mundo comenzaron a sentirse inclinados a dar la razón, o al menos una oportunidad a esos aventureros decididos a hacer algo nuevo, radicalmente, revolucionariamente nuevo. Quizá no sea tan difícil de entender. Si todo el mundo viejo se ha derrumbado y no hay voluntad, o capacidad, de diagnosticar la razón del hundimiento. Si la más refinada cultura ha alumbrado monstruosidades, ¿no será hora de intentar por una vía más audaz llegar a algo realmente nuevo? Hay un toque de desesperación en el fracaso angustioso que significó la Gran Guerra. Un grito de auxilio que parece surgir de las entrañas de la cultura occidental. Pero fue más fácil atender a los gritos de guerra que a los de auxilio. Era más fácil huir hacia delante. Y así se hizo.

Sólo se necesitaba dejar hacer a gentes suficientemente irresponsables, casi infantiles. Y allí estaban, esos alemanes que, según Haffner entendían la guerra como un excitante juego entre naciones, que depara mayor diversión y emociones más intensas que la paz: era su experiencia infantil de 1914 y 1918, y se convirtió en la postura fundamental del nazismo. De ahí su fuerza de atracción, su simpleza, su incitación a la fantasía y al afán emprendedor, y también de ahí la intolerancia y crueldad frente al adversario político, pues quien no deseara participar de ese juego, ni siquiera era reconocido como «adversario», sino que simplemente era considerado un aguafiestas. Hubo algunos, pero se consiguió echar a casi todos del plató. La escena estaba lista para una nueva matanza. Esta vez ya no la dirigirían aristócratas, sino aventureros del más humilde origen. Un gran progreso.

Profesor de Historia contemporánea. Universidad de Valladolid