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RADIOGRAFÍA DEL CHAVISMO

Fallecido el presidente de Venezuela, el panorama del chavismo después de Chávez nos remite, en propiedad, al del mismo fenómeno antes, mucho antes de aquel: cuando el asalto  al petróleo venezolano se dirigía desde Cuba, y cuando era Fidel Castro el protagonista de la aventura. El caudillo «bolivariano» era entonces un niño, pero ya estaba en marcha el proyecto que, por esos azares del destino, le tocaría consumar más tarde. Al término de los años cincuenta, la década en que Chávez vino al mundo, la izquierda latinoamericana coronaba dos luchas épicas contra sendos generalotes en el área del Caribe: Caracas presenciaba la huida de Marcos Pérez Jiménez y, pasado menos de un año, La Habana celebraba el derrocamiento de Fulgencio Batista. Rómulo Betancourt y Fidel Castro lideraban, respectivamente, las revoluciones que en ambos casos se hacían en nombre de reivindicaciones populares y antiimperialistas. Bien pronto, sin embargo, los destinos de una y de otra se separaron: Betancourt prefirió emplearse en la construcción de una socialdemocracia con elecciones libres, cuyas bases sociales se polarizaron hacia un bipartidismo que se adueñaría por largos años de la vida política, y que halló un firme puntal para sus métodos clientelares y paternalistas en la disposición de la renta petrolera. Fidel, por su parte, se puso bajo el paraguas de la Unión Soviética y levantó en Cuba la única dictadura comunista de América.

El derrotero venezolano fue un gran disgusto para el barbudo, que en los años sesenta se dedicó a urdir múltiples planes para apoderarse de la patria de Bolívar: promoviendo el alzamiento de militares de extrema izquierda en los cuarteles venezolanos, como en las insurrecciones de Carúpano y de Puerto Cabello; con desembarcos destinados a la invasión, como sucedió en 1967; o fomentando los movimientos guerrilleros para asediar los primeros pasos del régimen democrático. Los gobiernos de Acción Democrática, el partido de Betancourt, y el de su rival socialcristiano, Rafael Caldera, lograron mantener a raya las avanzadas cubanas. La ambición de Fidel encontró nuevos frentes, como el Chile de Salvador Allende, donde experimentó por primera vez la táctica de secuestro de las instituciones y libertades públicas a partir de un gobierno elegido democráticamente. Pero la precariedad del apoyo con que llegó a la presidencia el médico chileno; el contrapeso de los demás poderes, y, como se demostró finalmente, la oposición del Ejército, echaron por tierra el proyecto castrista en tierras australes. En los años siguientes, los escenarios de la agitación cubana fueron agrestes y sangrientos: la Nicaragua de los sandinistas o la guerra de Angola, en donde los brigadistas de Castro tuvieron que financiarse recurriendo al contrabando de oro y de diamantes, al marfil y al tráfico de drogas.

El fin de la Unión Soviética planteó un panorama apremiante para la supervivencia del régimen de Fidel. El llamado «periodo especial» comenzaba con las medidas de austeridad que a mediados de 1990  imponían, ante la escasez de petróleo, una severa reducción en el consumo de los productos energéticos. Los apagones, la falta de transporte y la escasez de alimentos fueron el signo de la vida en la isla, privada de un plumazo del 85% de su comercio exterior. Mientras tanto, en Venezuela, Acción Democrática había vuelto una vez más al gobierno, bajo la carismática presidencia de Carlos Andrés Pérez. Pero en febrero de 1989 —aquel año funesto para el comunismo— las políticas de ajuste de CAP recibieron en las calles un violento rechazo, que produjo varias jornadas de caos, de saqueos y de asesinatos. Asombrosamente sincronizado, este «estallido social» —cuya espontaneidad ha sido a veces puesta en duda— abonó el terreno para una crisis política cuyo epítome se produjo el 4 de febrero de 1992, cuando se dio a conocer el nombre del teniente coronel Hugo Chávez Frías. Junto a otros compañeros de armas, y bajo la bandera de la revolución social, el joven militar, mediático desde el primer momento, había intentado asaltar de madrugada el palacio del Gobierno para hacerse con el poder. No lo consiguió y fue puesto entre rejas; pero total es que aquello acabó de descomponer el sistema fundado por Betancourt, y años más tarde, restituido a la vida civil, Chávez se presentaba como candidato y arrasaba en las elecciones, capitalizando a su favor la general antipatía que se habían granjeado los viejos y corruptos partidos políticos.

Hasta su llegada a la presidencia, Chávez, que al principio negó ser socialista y que luego acabó declarándose marxista-leninista, uno y lo mismo que el régimen cubano, representaba sobre todo el triunfo consumado de la conquista durante tanto tiempo acariciada por Fidel. El venezolano había emulado al maestro en el intento armado por imponerse en el mando; fracasado, volvió sobre la vía ensayada con Allende. Pero fue justamente el escarmiento de esta última experiencia lo que dio al chavismo su primer rasgo distintivo, gracias al cual dejó de ser un déja-vu de la obra castrista y comenzó a adquirir contornos propios. La originalidad radicó en que, prevenidos por el caso chileno contra la resistencia de las instituciones, los consejeros de Chávez agitaron los reclamos de cambio para promover una Asamblea Constituyente, pretextando la «refundación» del país y una política enteramente regeneradora. Pero la clave de la iniciativa estaba en que la tal Asamblea, organizada casi totalmente a conveniencia del nuevo Ejecutivo, asumía la potestad «originaria» y, al reconfigurar todos los poderes públicos, defenestraba a sus titulares para sustituirlos, aún en plena efervescencia postelectoral, por partidarios oficialistas. Se trataba, así, de un formidable ariete para consumar el golpe de Estado desde dentro, sin necesidad de recurrir a expedientes autoritarios a lo Fujimori. La importancia que tuvo este mecanismo en la definición del fenómeno chavista es de tal alcance que se convirtió en su primera patente internacional: tras ver los resultados en Venezuela, la Bolivia de Evo Morales y el Ecuador de Rafael Correa pusieron por obra la misma estrategia y quedaron asimilados al régimen venezolano en una legitimidad voluntariosa, que, al buscar bases argumentales, ha producido ese «ornitorrinco» de la filosofía jurídica (como lo define Pedro Salazar Ugarte) conocido publicitariamente como «Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano», y del que pretenden hacer doctrina ciertos centros europeos como la Fundación CEPS. Lo sucedido con Manuel Zelaya en Honduras, en 2009, llamó la atención del mundo sobre los verdaderos  y sirvió para descubrirlos como avatares contemporáneos del dieciochobrumarismo, cuyo signo más notorio, entre el conjunto de jugadas dirigidas a concentrar poder, es la introducción de la reelección, que en Venezuela se ha hecho indefinida y que en Bolivia parece tender a lo mismo (Correa, recién reelegido, asegura de momento que este será su último periodo, aunque ha dedicado la victoria al líder venezolano y, con adjetivación típicamente chavista, ha pronosticado que su «revolución ciudadana» es «irreversible»).

CHAVISMO DE EXPORTACIÓN

Ciertamente, la comunidad internacional había tardado en reparar en lo que Chávez representaba, y había recibido su triunfo electoral en 1998 y el inmediato proceso constituyente como un capítulo más en la ya entonces larga crisis política de Venezuela. Fue necesario que un acontecimiento —precisamente el que rompió el sueño postsoviético sobre el «fin de la historia»— produjera una nueva ola de antiamericanismo que Chávez cabalgó con enorme destreza, y que de un día para otro lo transformó, a los ojos de la izquierda de todo el planeta, en una especie de bautista desmañado que fustigaba con verbo de predicador los desmanes de la Casa Blanca. El «bolivariano», que no ocultaba su simpatía por el terrorista «Carlos» El Chacal, y que en el año 2000 había sido el primer jefe de Estado que desde la Guerra del Golfo visitaba el Iraq de Saddam Hussein, encontró, tras el 11-S, un sitio para imponerse en la órbita de lo que el propio gobierno estadounidense denominó el Eje del Mal. Pero las afinidades electivas con Gadafi, con Buteflika, con Lukashenko, con Al-Assad o con Ahmadineyad, de las que Chávez se ha preciado ostentosamente, no han encontrado contradicción en el hecho de que Venezuela siga teniendo a Estados Unidos como el primer cliente de su petróleo. Aun cuando los vínculos chavistas con las FARC han supuesto un problema no menor para el gobierno colombiano que les opuso una notable firmeza en tiempos de Álvaro Uribe y que ahora, bajo la mano de Santos, se ha mostrado más conciliador, no parece que el de Caracas ocupe el número uno entre los regímenes que más inquietan a la diplomacia mundial. El presidente Obama lo expresó claramente cuando, a mediados del año pasado, declaró a una televisión de Miami que Chávez «no constituía un riesgo para la seguridad de los Estados Unidos».

Sin tener armas nucleares ni comprometer demasiado el suministro energético del coloso del norte, el potencial antisistema del chavismo se asienta principalmente en su valor simbólico. Para sí ha reclamado todos los títulos de la tradición revolucionaria latinoamericana, y, fiel a ella, ha buscado proveerse de un arsenal culturalista que no funciona ya, en tiempos posmodernos, con la misma pasión romántica de otras épocas. Sus númenes tutelares son todos los que componen el imaginario subversivo: los mundiales, desde Rosa Luxemburg hasta Mao; los continentales, desde Mariátegui hasta el Che; y los nacionales, desde Simón Bolívar hasta el jefe montonero Ezequiel Zamora. El propio Chávez ha entrado ahora en ese martirologio del utopismo. Pero la que él promovió está a años luz de ser una «revolución ilustrada»: los esfuerzos de teóricos como Norberto Ceresole o Heinz Dieterich por ofrecerle un cuerpo dogmático han resultado vanos, y el «Socialismo del siglo XXI» (marca acuñada por Dieterich, convertido luego en agrio crítico del proceso venezolano) no ha dado ningún paso más allá de lo que ya representaba, por ejemplo, Las venas abiertas de América Latina. Travestido de ideología solo cuando se trata de épater le bourgeois (verbigracia, la claque internacional del tipo de Le Monde Diplomatique), el chavismo es, en mucho mayor medida, un estilo. Ético y estético. Herencia kitsch de la «Venezuela saudita» de las misses y los culebrones; profundamente marcado por la personalidad exhibicionista, parlera, intemperante del líder: a medio camino entre jefe supremo, compadre y presentador evangélico, y capaz de transformar sus alocuciones en monólogos cómicos o su enfermedad en un reality.

LA HERENCIA CHAVISTA

Aunque el régimen venezolano no ha dejado de alzar el estandarte del indigenismo, resulta evidente que es Evo Morales quien tiene mejores títulos sobre un recurso tan esencial para la imagen arcádica del socialismo latinoamericano, cuyo componente buensalvajista ha venido a reforzarse con el discurso de la multiculturalidad. Lo que este último aporta al régimen de Bolivia es mucho más que mero colorido: la redacción casi teogónica de su Carta Magna ha abierto la puerta a un derecho que ya no ha de remitirse solo a la racionalidad «eurocéntrica», sino que puede poner toda su fuerza coercitiva al servicio de un pensamiento chamánico, sancionado ancestralmente por los mágicos e incognoscibles misterios de la raza. Siguiendo este camino, y a poca distancia de la sharia musulmana, la llamada «justicia aymara» pretendía autorizar en noviembre pasado, según consejo indígena celebrado en la ciudad de El Alto, la castración —química (!)— para los violadores y la amputación de la mano para los ladrones reincidentes. Por otra parte, las razones de la leyenda negra han abonado la resolución del presidente para acometer un agresivo programa de expropiaciones contra empresas españolas, envalentonado por el ejemplo de Cristina Fernández de Kirchner.

La jefa del gobierno argentino no debe su poder al manual chavista de la Constituyente: como en el caso del sandinista Daniel Ortega —el otro gran nombre de la constelación «bolivariana»—, exhibe el pedigrí de una incombustible marca política, capaz de renovarse a través de los años bajo las presentaciones más desconcertantes. A la hora de su muerte, Néstor Kirchner, el cacique santacruceño que alcanzó la Casa Rosada en medio de una guerra intestina del peronismo, podía jactarse de haber devuelto a la figura presidencial la autoridad debilitada tras la profunda crisis económica y política que había asolado al país. El mecanismo de «sucesión conyugal» remataba una estrategia macbethiana que se había mostrado asombrosamente hábil en el control del aparato partidista, en la sumisión de gobernadores e intendentes, en la neutralización de sus enemigos parlamentarios, y que había utilizado con criterio populista la riqueza generada por el éxito de la soja en el mercado asiático. Pero si el caudillo de Río Gallegos mantenía con Chávez las afinidades que le valieron la secretaría general de Unasur, su esposa y sucesora se ha revelado como la discípula más aventajada de aquel estilo que antes se aludía como sello distintivo del venezolano. Con manes propios, el gobierno de Cristina se ha puesto bajo la advocación de Evita para reacuñar un liderazgo extravagante y sentimental, mientras la realidad del país de las pampas reproduce cada vez más lo visto en Venezuela. Incluso, a veces, con mayor exceso: las expropiaciones a empresas extranjeras, que abultan el largo historial de procesos contra Argentina en el CIADI (el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones, del Banco Mundial), quedan en buena parte sin indemnización. En la hostilidad hacia los medios de comunicación el régimen kirchnerista rivaliza con el del ecuatoriano Rafael Correa, mientras la inseguridad ciudadana se vuelve un problema creciente. El FMI acusa al gobierno argentino de falsear los datos sobre una inflación claramente desbordada, y el sistema de control sobre la compra y venta de divisa extranjera (el «cepo» cambiario), al modo del implantado por Chávez, preside un intervencionismo económico que pone en apuros a la empresa privada y que abre inagotables posibilidades a la corrupción.

La transmutación de Kirchner en Chávez ha dado otra señal clara en su cambio de actitud hacia Irán, para indignación de la comunidad judía argentina, la mayor de la América hispana. En el contexto del Mercosur, al que finalmente se ha integrado Venezuela como miembro pleno, el proteccionismo argentino sigue siendo problemático para el resto de los socios (Uruguay especialmente), y tras la destitución de Fernando Lugo el chavismo formó frente común para suspender a Paraguay. Brasil, con su manifiesta vocación de hegemonía, convive con los «socialistas del siglo XXI» en una relación ambigua: integrado a los foros multilaterales promovidos por la diplomacia chavista (Unasur, Celac), se ha convertido en un polo de moderación para líderes como el peruano Ollanta Humala y el uruguayo José Mujica, a pesar de la cercanía ideológica que ambos —y el propio gobierno brasileño— mantienen con el chavismo. Al tiempo que los países ajenos a la liga venezolana (Colombia, México, Chile y Perú) sacan adelante la Alianza del Pacífico, Cuba asume la presidencia pro tempore de la Celac (alternativa a la OEA que excluye a Estados Unidos y a Canadá) y cuida en Caracas lo que, sin la impronta del mandamás, es en manos de Maduro un simple proconsulado de la dictadura castrista. De mantenerlo depende la subsistencia económica de la isla e importantes ayudas a otros países como Bolivia y Nicaragua. No hay que perder de vista, empero, que el chavismo no llegó nunca a organizar ningún modelo socialista, como hizo el régimen cubano, y ha sido más bien un inmenso festín de petrodólares amparado en la destrucción institucional. «Revolución» en su caso es un eufemismo para describir una tupidísima trama de clientes teñidos por la sospecha de múltiples delitos: desde los vinculados a la adquisición y venta de dólares hasta importantes cárteles del narcotráfico. Los beneficiados por este sistema quizá no se avengan muy bien a la férula cubana. O quizá unos y otros comprendan que es mejor entenderse para salvar los muebles. _