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A las telenovelas —los recordados culebrones, tan populares en los años noventa— se debe en buena medida la imagen que en muchos lugares del mundo se tiene de Venezuela. Escribiendo sobre la técnica de este género de programas, uno de sus autores más celebrados, el fallecido José Ignacio Cabrujas, ponía énfasis en la necesidad de conducir el argumento hacia un final que explicara todo el sentido del relato. Si Blancanieves muerde la manzana y simplemente muere, explicaba, los lectores se quedarían desconcertados preguntándose por qué se les contaba aquella historia. «Un relato tiene que aterrizar en un desenlace», decía el guionista y también importante dramaturgo; «de otro modo lo que queda es una gran perturbación»1. Sin embargo, en el drama contemporáneo de Venezuela, el protagonista murió hace ya tres años y aún nadie sabe en qué consiste aquella fábula del «socialismo del siglo XXI», ni cómo terminará la incomprensible sucesión de episodios rocambolescos con los que el país sudamericano consigue siempre altos datos de share en los telediarios de todo el planeta.

EL CHAVISMO DESPUÉS DE CHÁVEZ

«No hay chavismo sin Chávez» era el mantra de la oposición, que ya desde los primeros años del régimen pretendía usar el referendo revocatorio para sacarle del poder. La frase resultaba una obviedad a los ojos de cualquiera, teniendo en cuenta el apabullante personalismo al que parecía reducirse un fenómeno que, por encima del credo socialista, por encima del culto a Bolívar o por sobre la mano alargada de Fidel Castro, era fundamentalmente el hombre al que enfocaban las cámaras de Aló, Presidente; la lengua sin freno ahora reencarnada en Duterte —el actual presidente de Filipinas—, y dirigida un día contra Bush, otro contra el arzobispo de Caracas y otro contra el secretario general de la OEA; la estampa del autoritarismo tropical, que abandonaba de pronto el chándal tricolor para usurpar las galas del general de brigada. Aun con lo sencilla que resultaba la ecuación, el hecho de que el chavismo no pudiera sobrevivir sin su caudillo resultaba tanto más descorazonador cuanto que nada parecía ser capaz de contener el tornado demagógico que hacía lucir raquítica y débil a la política tradicional, e hipócritas y burocráticos a los líderes moderados. Y entonces, de pronto, el hecho biológico llegó como el recurso tirado de los pelos por un libretista excesivamente imaginativo. Creerlo resultaba muy difícil, considerando que, tras varias décadas de presidentes-ciudadanos, perfectamente identificables en la vida burguesa (con sus cátedras universitarias, sus domicilios privados, sus familias o sus devaneos extrafamiliares), Chávez se había rodeado del misterio propio de líderes como Gadafi o Kin Jong-Un: no se sabía dónde residía exactamente, si tenía alguna pareja, quiénes formaban su círculo más cercano. Toda esta opacidad se acentuó aún más durante la enfermedad, y mientras unos insinuaban que había muerto, otros pensaban que el pronóstico no sería muy grave. Sobraban razones para desconfiar después de aquel episodio de 2002, cuando fue destituido de la presidencia por el Alto mando militar y a los tres días se le vio volver, premiando a los que apoyaron su regreso y purgando las Fuerzas Armadas de todos los que se le habían mostrado contrarios. Con la nueva reclusión nadie podía asegurar que no se tratase también de una jugada táctica, destinada a probar las lealtades. Se anunció su muerte y la confusión no se alivió: se dudaba sobre la fecha cierta en que había muerto, y los periodistas desmentían la versión oficial asegurando que el fallecimiento había tenido lugar en La Habana. Por las calles de Caracas solo paseó, según se dijo, un ataúd vacío, y los planes iniciales de embalsamar el cuerpo y someterlo, como el de Lenin, a la devoción popular, cambiaron súbitamente. Hoy no se ve más que el monumento sellado del Cuartel de la Montaña.

Pues ¿qué ha sido entonces del chavismo sin Chávez, después de aquella súbita intervención de lo imponderable en una trama que nadie esperaba ver desarrollarse así? Los propios herederos del difunto parecieron, al principio, dominados por la superstición sobre el líder imprescindible, y mientras Nicolás Maduro reproducía casi cómicamente, como un imitador, los gestos y las inflexiones del que llamaba su padre, el régimen se disponía a organizar los altares y las liturgias en los que mantener viva la memoria del Comandante eterno. Pero muy pronto se demostró que este empeño era innecesario en una sociedad que, como la venezolana, nunca ha valorado especialmente la preservación del pasado (Caracas es lo menos parecido a una ciudad-museo, y las generaciones criadas al calor del boom petrolero aprendieron a estimar más que nada la modernización de signo americano, lo nuevo, lo confortable y lo que está de moda). En todo caso, confiar en estos tiempos la lealtad de la gente a un vínculo romántico no habría sido demasiado realista: a fin de cuentas, el chavismo es un fenómeno posmoderno, jaleado desde la retórica por el viejo repertorio de altisonantes eslóganes emancipadores, pero movido, en verdad, por la antiheroica e irresistible atracción del dinero fácil, al que se accede ora por vía del asistencialismo, ora haciéndose cliente de la omnicomprensiva revolución.

El espectro de Chávez también representaba para Maduro, por otra parte, el peligro de una comparación que no podía por menos de resultarle odiosa. Los primeros pasos del sucesor mostraron cruelmente todo lo que no tenía: ni la autoridad, ni la sagacidad, ni el carisma, ni la cercanía del malogrado teniente coronel. La condición de primus inter pares que le confirió el líder al elegirlo entre todos los jerarcas chavistas (en medio de una ceremonia trágica, última aparición pública de Chávez antes de irse a morir) no bastaba para echar bajo la silla de Maduro un suelo que no pudiera hundirse, y todo el mundo dio por supuesto que se trataría de un gobierno de trámite, sobre el que los aspirantes a sucederlo (igual en las filas del chavismo y en las de la oposición) descargarían las consecuencias que habrían de acarrear el duelo y la frustración entre las masas huérfanas. Cuando, a partir de 2014, se vio que tocaba despedir el buen momento que unos años antes había disparado los precios del petróleo venezolano hasta llegar a promediar los 103 dólares por barril (cuando Chávez asumió la presidencia en 1999 se pagaba a 16 dólares), quedó claro que el nuevo avatar del régimen iba a estar asociado a la penuria económica. Así y todo, no parece que el escenario actual se haya planteado nunca ni en las peores pesadillas de los venezolanos. Habiendo recibido por el ingreso de pdvsa aquel gigantesco caudal de dinero, la nación tiene compromisos hasta 2027 que ascienden hasta los 92.750 millones de dólares. Mientras, las reservas internacionales están agotadas, la inflación es la más alta del mundo y el tejido empresarial se halla devastado, de modo que el desabastecimiento es general. Sin medicinas, sin alimentos, sin productos de aseo personal; debiendo ganar más de veintidós salarios mínimos para poder comprar la cesta básica del mes que le permita comer a una familia de cinco miembros, la población gobernada por Maduro tiene la percepción de enfrentar una hora apocalíptica, y todo el mundo espera, dentro y fuera del país, que esta olla en ebullición reviente más pronto que tarde. Pero total es que el régimen, con su débil y desprestigiado presidente; muy mermado en popularidad; decaído en su antigua posición de árbitro de la política latinoamericana, no deja aún ver ni una sola de las costuras por las que se supone que ha de empezar a desbaratarse.

Esperando algún signo de ese principio del fin, el foco de las miradas ha estado fijo sobre dos importantes figuras de la nomenclatura, habida cuenta de su ascendiente entre el estamento militar. Por una parte, el todopoderoso Diosdado Cabello, que, aunque desalojado de su cargo de presidente del poder legislativo, se mantiene, según las informaciones manejadas por la dea, como el jefe del llamado Cártel de los Soles, el grupo de altos mandos de la Fuerza Armada a los que se vincula con el narcotráfico internacional. Por la otra, está el general Vladimir Padrino López, ministro de la Defensa, al que se le atribuyó una decisiva actuación para hacer respetar los resultados que en diciembre de 2015 favorecieron a la oposición en las elecciones legislativas. En julio de 2016, además, Maduro atribuyó a este militar unas competencias que lo elevaban por sobre los demás miembros del gabinete, al encargarlo de la llamada «Gran Misión de Abastecimiento Soberano y Seguro», el programa de medidas desplegadas para combatir la «guerra económica» que, según el presidente, hacen contra Venezuela los aliados del imperialismo y a la que acusa de ser la auténtica causante de la escasez y la carestía.

Lo cierto, sin embargo, es que, a pesar de los distintos polos de poder entre los que orbita el chavismo, el elenco de secundarios que ha venido a asumir fragmentariamente el papel del protagonista muerto ha logrado mantener con eficacia un orden que parecía muy inestable, pero que sale adelante gracias al grado de compromiso con el que todos velan, desde la interpretación de sus partes respectivas, por la causa común. Quizá sea más acertado compararlo con un equipo de fútbol, en el que a Maduro y a los caciques militares corresponde la delantera, mientras los jueces del Tribunal Supremo se encargan de la defensa y en el arco está plantado el portero estrella del régimen, atento a que nadie le cuele más goles que los estrictamente necesarios para entretener la ilusión de la grada: el Consejo Nacional Electoral, componedor del sufragio y gobernado por su inefable presidenta, Tibisay Lucena. Los parones de esta última solo se requieren en tiempo de urnas; pero el hecho de que mientras tanto los líderes de oposición vayan acumulando popularidad, incidiendo algunos de ellos sobre las movilizaciones de calle que además se promueven desde varias y valientes plataformas estudiantiles, ha reclamado de los atacantes pasar a la ofensiva con brutales medios de represión. En la página web de la ONG Foro Penal venezolano puede consultarse la relación individualizada de las decenas de casos cuyo encarcelamiento aparece asociado a razones políticas, acrecentadas en los últimos meses con nombres como el de Yon Goicoechea, dirigente estudiantil que en 2008 fue reconocido con el premio Milton Friedman por la Libertad, o el periodista Braulio Jatar, arrestado por el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN) tras publicar un vídeo en el que podía verse a Maduro huir a la carrera de las increpaciones de vecinos descontentos en un barrio de la isla de Margarita. El símbolo más destacado de la persecución chavista sigue siendo, no obstante, el exalcalde de Chacao, Leopoldo López, recluido en la cárcel de Ramo Verde. La impresionante campaña internacional para pedir su libertad ha incluido declaraciones del presidente Obama, del Grupo de Trabajo de Detenciones Arbitrarias de la onu y hasta una carta abierta dirigida a López por Luis Almagro, secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), en la que se reconoce sin ambages que en Venezuela «hoy no rige ninguna libertad fundamental ni ningún derecho civil o político». Lejos de ceder, el régimen ha respondido, por boca de un envalentonado Diosdado Cabello, afirmando que el fundador del partido Voluntad Popular será acusado como responsable de 43 muertes que se produjeron durante varias protestas antigubernamentales arengadas por López, entre febrero y junio de 2014.

Al desmedro que han supuesto para el régimen chavista aquellas manifestaciones de la comunidad internacional contra sus métodos autoritarios hay que sumar, por otra parte, el cambio de signo político recientemente experimentado por varios gobiernos suramericanos que Venezuela contaba entre sus aliados: el argentino, donde el liberal Mauricio Macri ha sustituido a la incondicional Cristina Fernández de Kirchner; el peruano, en el que el representante de la centro-derecha, Pedro Pablo Kuczynski, ocupa la presidencia dejada por Ollanta Humala (un líder que a fin de cuentas resultó mucho menos apegado al chavismo de lo que parecía en sus tiempos de candidato); y el brasileño, desde donde Michel Temer, el sucesor de la defenestrada Dilma Rousseff, ha abogado por la realización del referéndum contra Maduro y ha condicionado a una serie de requisitos perentorios la pertenencia de Venezuela al Mercosur. No obstante, el chavismo aún se muestra capaz de hacer valer los multimillonarios subsidios en dinero y en petróleo con los que ha logrado constelar en el exterior todo un sistema de satélites bolivarianos integrado por Estados, organismos internacionales, franquicias ideológicas y agencias de comunicación. Junto a su aliado tradicional, la dictadura cubana, acabamos de ver al gobierno venezolano en calidad de «facilitador de logística y acompañante»2 de las negociaciones entre el Estado colombiano y las FARC (cuyo líder, Timochenko, se desplazó hasta La Habana en un avión de pdvsa dispuesto a su servicio por Maduro). En junio, la diplomacia chavista se anotó un tanto al conseguir que en el Consejo Permanente de la OEA quedase en nada la activación contra Venezuela de la Carta Democrática Interamericana propuesta por Almagro, cuya petición venía acompañada de un informe de 132 páginas en el que daba cuenta de la precaria situación de los derechos humanos en la tierra de Bolívar. La canciller de Maduro ha preferido distraer las inquietudes sobre Venezuela privilegiando la mediación del expresidente español Rodríguez Zapatero en un difuso y retórico proceso de diálogo al que se ha convocado a la oposición. A mediados de septiembre, con un desembolso que se calcula cercano a los 200 millones de dólares, la isla de Margarita fue la sede de la VII Cumbre del Movimiento de los Países No Alineados, en donde Maduro recibió el respaldo y el homenaje personal de líderes como Robert Mugabe, el inevitable Raúl Castro o Hasán Rouhaní, presidente de Irán, mientras que otros gobiernos tan democráticos como Corea del Norte, Siria o Bielorrusia enviaban a sus cancilleres. Venezuela, que desde enero de 2015 es miembro no permanente del Consejo de Seguridad de la onu, y que, para más inri, integra también su Consejo de Derechos Humanos, ha sabido usar muy bien estos sillones para honrar las simpatías que la vinculan a aquellos regímenes.

MUY LEJOS DEL HAPPY ENDING

Con el gobierno bolivariano apuntalado por unos flancos y debilitado por otros, el presente de Venezuela resulta incomprensible y disparatado; pero la imagen del futuro no ofrece muchas más pistas como para aventurar el rumbo que podrían tomar las cosas. Cuando ha transcurrido casi un año desde el triunfo de la oposición en las elecciones al Congreso, las grandes expectativas confiadas a este logro han dado paso a la frustración: todas las iniciativas parlamentarias se han estrellado contra la muralla inexpugnable de un poder judicial al servicio del régimen, y que, apenas preocupado por parapetar un remedo de las formalidades legales, no hace sino traducir ese estado de general anarquía en el que paradójicamente funciona la Revolución. Al margen de lo establecido en la Constitución y en las leyes, la Revolución es el verdadero orden, la fuente de la autoridad, la fuerza gravitatoria que mantiene todos los elementos de la vida política y social de Venezuela imbricados en un movimiento que cualquiera juzgaría llamado a desembocar en la colisión y en el caos, pero en el que, no obstante, todos orbitan asombrosamente. Por supuesto, en buena medida, la impotencia de los recursos opositores se explica por una cuestión de fuerza —de fuerza bruta—: es el oficialismo quien controla la violencia, bien de los cuerpos de seguridad del Estado, bien de las formaciones paramilitares y los grupos de choque que siembran el terror en las manifestaciones contra el gobierno. Pero la titularidad de las pistolas, aunque cada vez se haga valer más, no es el factor que puede explicarlo todo.

¿En qué consiste entonces la esencia auténtica de la Revolución, la clave de su potencia, el instrumento con el que se impone en la vida de los ciudadanos? La respuesta puede cifrarse en una sola palabra: impunidad. La disolución de las instituciones venezolanas ha dejado un Estado que, si ha abdicado de sus responsabilidades en el mantenimiento del orden, en la administración y en la justicia, tiene sin embargo la capacidad de articular sistemas y recursos muy creativos al margen de la ley. El mejor ejemplo de esto son los controles establecidos por el gobierno para limitar la adquisición de divisas o la compra de bienes básicos, origen de un activísimo mercado negro en el que algunos se han embolsado millones de dólares, y en el que muchos venezolanos de pocos recursos, dedicados ahora al bachaqueo (el contrabando y la especulación con alimentos y otros productos de primera necesidad) han encontrado un medio de subsistencia. En una economía en la que el billete de más alta denominación tiene menos valor que su fotocopia, el ahorro y el trabajo formal son esfuerzos carentes de cualquier sentido, y en cambio el trajín de la calle, las urgencias de la gente, la corrupción de los funcionarios, la complicidad de las autoridades, son el contexto que se intenta aprovechar. La innumerable cantidad de trabas gubernamentales para los trámites más necesarios genera una enorme red de gestores, de contactos, de facilitadores, de mozos de cuerda dispuestos a acarrear las pesadas cargas de la burocracia y la arbitrariedad oficiales. Mientras más deterioros y carencias se abaten sobre la población, más mecanismos exóticos y disfuncionales surgen para intentar paliarlos, abriendo nuevos filones a la picaresca, a la extorsión y al caciquismo. La desastrosa gestión de las compañías públicas, gracias a la cual se han acostumbrado los hogares de Venezuela a pasar largas horas sin luz, terminó siendo ocasión para uno de los más escandalosos negocios logrado por un grupo de empresarios avispados que, según denuncias de organizaciones que han seguido el caso, recibieron del Estado más de dos mil millones de dólares por la provisión de equipos termoeléctricos que tampoco funcionaron.3 Pero, independientemente de la cifra, es esta lógica necrófaga la que convoca a todas las capas de la población a intentar sacar tajada de un país que se descompone.

La oposición, organizada, con sus más y sus menos, en torno a la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), ha combatido enérgica, aunque hasta ahora infructuosamente, por obligar a Maduro a someterse a un referendo revocatorio. Sin embargo, nadie parece tener claro cuál es el proyecto político, económico y social que, en caso de ser desalojado el chavismo, habría que poner por obra de inmediato, como una especie de maniobra de resucitación destinada a impedir la aniquilación definitiva de Venezuela. En la precaria intimidad de sus hogares, los ciudadanos carecen también de cualquier plan de futuro. Salir todos los días a buscarse la vida significa asimismo jugársela en la ruleta rusa de una inseguridad campante —en 2015 Caracas ha desbancado a la hondureña San Pedro Sula como la ciudad más violenta del mundo4—. El sueldo mínimo (alrededor de unos 30 dólares mensuales) y la mala situación de muchas empresas y comercios, hostigados por el gobierno y con los anaqueles vacíos, desincentivan el empleo estable y, con él, los valores que le son propios: puntualidad, disciplina, respeto por el orden jerárquico, amabilidad hacia el cliente. El deseo de hacerse fácil y prontamente con un puñado de dólares tiene, en bastantes casos, un solo fin: la emigración. La nación que a mediados del siglo pasado era un reclamo muy atractivo para los inmigrantes de la golpeada Europa de posguerra tiene hoy dos millones de nacionales fuera, muchos de ellos echando mano de esos pasaportes españoles, portugueses, italianos, que heredaron de sus padres y abuelos. Más del 90% son profesionales universitarios, de modo que el país se vacía de su clase media y bien formada5. Para los que se quedan, el marasmo de la vida sin proyecto hace parecer que el tiempo no pasa, que se encuentran condenados a un purgatorio sin fin. Para los que se van, por el contrario, los afanes de la nueva vida, de los nuevos idiomas, de las nuevas costumbres, les impiden entretenerse, como la mujer de Lot, en nostalgias y lamentos; y cuando se dan cuenta ya han pasado los años, la tierra de acogida se ha transformado en su casa, y la patria de sus cuitas se ha quedado allá, esperando a que se renueven las generaciones para que los venezolanos de entonces, los de algún día, decidan lo que van a hacer con ella.

NOTAS

  1 José Ignacio Cabrujas, Y Latinoamérica inventó la telenovela, Caracas, Alfadil, 2002, pp. 32, 33.

2 Cfr. Acuerdo de paz para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, en: http://www.acuerdodepaz.gov.co/sites/all/themes/nexus/ files/acuerdo-genera-terminacion-conflicto.pdf.

3 Véase la entrevista a Thor Halvorssen, presidente de Human Rights Foundation (HRF) en: http://www.larazon.net/2016/05/09/entrevista-thor-halvorssen-bolichicos-estafaron-con-chatarra-electrica/.

4 Consúltese el informe de Seguridad, Justicia y Paz. Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal A.C. en: http://www.seguridadjusticiaypaz.org.mx/sala-de-prensa/1356-caracas-venezuela-la-ciudad-mas-violenta-del-mundo-del-2015.

5 Cfr., sobre la emigración, el libro del sociólogo Tomás Páez, La voz de la diáspora venezolana, Madrid, Libros de la Catarata, 2015.