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Sumidos en un ¿hasta cuándo?, al que ni el régimen ni la oposición parecen poder dar respuesta, una expectativa casi apocalíptica domina el horizonte, y se la contempla, por igual en los análisis de los expertos y en las conversaciones de la gente, con una confusa mezcla de pánico y de esperanza: la llegada del «estallido social».

Fue a partir del Caracazo, cuyo recuerdo ha sido transformado por el régimen venezolano en una especie de «primer grito» anunciador del chavismo, cuando el país incorporó el citado término como una de las variables clave de su historia política. El «estallido» consistió entonces en una oleada de protestas violentas y de saqueos desbordados que se apoderó del país durante varios días entre febrero y marzo de 1989. La memoria colectiva ha cifrado en aquellos sucesos el punto de inflexión que marcaría la crisis de la vieja socialdemocracia, y que daría, a la vez, carta de naturaleza a todos los reclamos en pos de una alternativa: la que acabaría representando Hugo Chávez —líder, primero, de un golpe militar, y, fracasado este intento, candidato que logró finalmente hacerse con el poder a través de los votos—. De hecho, es en virtud del «estallido social» que los chavistas no han encontrado nunca contradicción entre las vías intentadas por Chávez para acceder a la presidencia, pues consideran aquel «levantamiento popular» como el argumento para determinar que el sistema democrático estaba radicalmente deslegitimado, y como el «mandato de la calle» que autorizaba a cualquier actor con sentido patriótico a intervenir, por las buenas o por las malas, para poner solución a la injusticia gubernamental (que se traducía concretamente en un aumento del precio de la gasolina y en otras medidas de ajuste destinadas a estabilizar las cuentas públicas).

Desde la perspectiva descrita, el «estallido social» no es más que una manifestación de ese sentimiento al que ahora, en el viejo continente, se da el nombre de «indignado», aunque haya quien sostenga que lo de aquí no ha sido sino un avatar de las primaveras árabes (lo cual es tanto como decir, por cierto, que la Troika representa para los europeos lo mismo que representaban para sus pueblos Mubarak y Gadafi). Tomando como único ejemplo el caso español, señalarán además algunos que tampoco es igual la sentada de una multitud en una plaza que el caos que se vio en el 89 en las calles de Venezuela, con gente rompiendo los escaparates de las tiendas para cargar con televisores, con equipos de sonido, con ropa, con zapatillas de marca. La cosa se saldó entonces con varios cientos de muertos. Pero quienes teorizan en Europa sobre el impacto de la indignación tampoco dejan muy claro si esta debe verse, todo lo más, como un medio exógeno de participación política cuyo cauce último haya de ser un partido, según ha sucedido aquí con Podemos y en Venezuela con el mvr. Más bien cabe pensar que es inevitable que personas deseosas de asumir el liderazgo (como Pablo Iglesias y Chávez) aprovechen un fenómeno como el de los indignados para erigirse en los abanderados de tal sensibilidad, y para estructurar un discurso con cuya popularidad puede contarse de antemano.

Sí: el «estallido» venezolano quedó para la historia como una tragedia en forma de muerte y de anarquía, mientras que la «indignación» española ha sido muy celebrada como paradigma de autoorganización y de renovación democrática. Pero como conclusión general, y a efectos de formular leyes sociopolíticas, uno y otro caso han valido para sentenciar que, igual que hacen los súbditos oprimidos por regímenes despóticos, los ciudadanos que forman parte de Estados del bienestar pueden llegar también a un punto en el que el sentimiento de frustración y de impotencia los legitime para emprender la acción revolucionaria. Por supuesto, esto implica un extremo en el que el sistema haya perdido definitivamente la capacidad de ser regenerado por las fuerzas y los mecanismos habituales. El «estallido», entonces, viene a ser algo así como el vómito para el organismo envenenado: un mecanismo irrefrenable que, aun siendo violento y problemático, tiene la función de expulsar la fuente del daño antes de esperar la acción de ningún antídoto.

No fue el Caracazo, sino Chávez, algunos años después, el emético que arrojó a la llamada Cuarta República venezolana; pero, como ha quedado dicho, para el teniente coronel su misión salvadora solo se entendía a la luz de aquel descontento que «el pueblo» —ese actor político tan definitivo como difuso— había expresado salvaje y espontáneamente contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez. Con lujo de veleidad, eso sí, porque no habían transcurrido sino dos meses desde que, en las urnas, el mismo pueblo hubiese confiado sus esperanzas a aquella figura de los buenos tiempos —cap, Carlos Andrés, «ese hombre sí camina y da la cara»— que en su primer gobierno había nacionalizado la industria petrolera y a quien todos reconocían como el político más carismático del país. ¿Se explica ese giro por el simple desencanto de sus partidarios? No para todo el mundo. En el libro de Mirtha Rivero La rebelión de los náufragos1, quizá el esfuerzo más lúcido e imparcial por reconstruir los acontecimientos que llevaron al derrumbe de la socialdemocracia venezolana, Paulina Gamus, que presidió la Comisión de la Cámara de Diputados para investigar el Caracazo, relata: «Yo siempre he creído que el Caracazo no fue espontáneo […]. Creo que fue algo dirigido, pero que se salió de control […]. Y ahí empezó, realmente el quiebre. Yo creo que el golpe de 1992 —aquel en el que los venezolanos conocieron a Hugo Chávez, autoproclamado intérprete de las aspiraciones del pueblo— no hubiera ocurrido jamás si no ocurre el Caracazo».

Lo cierto es que el Caracazo, que algunos jalearon no solo como movimiento contra los políticos, sino «de los pobres contra los ricos», llegaba para poner el primer rejón a aquella socialdemocracia que, aunque nacida en paralelo a la Revolución cubana, había representado el dique más formidable contra las ambiciones de Fidel Castro sobre el petróleo venezolano. Había sido esa democracia la que en el 62 había conjurado en los cuarteles varios intentos de insurrección patrocinados desde La Habana; la que había promovido la expulsión de Cuba de la oea, y la que en 1967 había frustrado el intento de invasión de las guerrillas comunistas a Venezuela por las playas de Machurucuto. Ahora el Caracazo soltaba el hilo por donde tal sistema debía deshilacharse, precisamente en ese año 89 que había de sellar el fin de la Unión Soviética, y con una Cuba a la que esperaban las estrecheces y la orfandad del Periodo especial.

Pero la Historia, escéptica en lo que se refiere a las manos negras, no ha tenido empacho, por el contrario, en incorporar a la crónica de la Venezuela reciente esa Fuenteovejuna que actúa como un personaje de voz unísona, bajo los dictados de una voluntad inobjetablemente coherente y autónoma. Acostumbrados, pues, a las explicaciones que comienzan siempre con el «estallido social», los venezolanos lo miran todo con el color de semejante cristal: así, por ejemplo, concluyen que si en febrero de 1989 tuvo lugar aquel suceso, sería porque las condiciones de vida en Venezuela se habían vuelto absolutamente insoportables, y porque las medidas económicas del gobierno violaban todos los estándares del humanitarismo. Y sin embargo, ni la memoria de la gente ni la de las hemerotecas revelan eso, que sería tan falso como si, gobernando Podemos aquí el día de mañana, y convertido el 15M en la fiesta nacional española, se nos repitiese hasta el cansancio que el panorama contra el que protestaban los indignados de Sol era el de una sociedad en situación de semiesclavitud, oprimida por unas instituciones inequívocamente dictatoriales. Tan falso todo, insisto, como si quisieran hacernos creer que aquel campamento hippie que se instaló durante varias semanas en el centro de Madrid significó la «reasunción de la soberanía» por parte de la nación, según pretendió Pablo Iglesias en su mitin al hacer la comparación con el Dos de Mayo.

Cualquier consulta a los hechos o al simple álbum familiar sería suficiente para que millones de venezolanos confiesen que pagarían gustosos, ante el desesperado panorama de hoy, por volver a las «insostenibles» condiciones de 1989. Y si estas desencadenaron un «estallido social» y consiguieron agrietar un sistema que ya duraba treinta años, las de ahora, piensa la gente, no pueden sino tener efectos parecidos. Aún más si, como se ha dicho antes, se cree que lo del estallido es un mecanismo reflejo; un movimiento que nadie puede controlar y contra el cual, por lo tanto, la represión del gobierno resultaría ineficaz. Tanto se han habituado a oír que el chavismo llegó sobre la cresta de uno de esos tsunamis incontenibles, que ahora no pueden por menos que esperar que venga otro para que se lo lleve. Pero ¿estará acaso este razonamiento descuidando una cuestión fundamental? ¿La cuestión de que a lo mejor el pueblo de los estallidos no existe, y que quienes actúan en su nombre son en realidad voluntades organizadas, coordinadas y tácticamente enfocadas a objetivos concretos de agitación y subversión, independientemente de que sus acciones logren contagiar a las masas?

De ser así, la conclusión es de Perogrullo: ni las más precarias condiciones de vida garantizarían por sí solas una reacción de indignación colectiva capaz de desafiar los brutales métodos represivos del chavismo. Pero si no hay otra esperanza, porque todas las vías políticas e institucionales han sido cuidadosamente cegadas por el régimen, se entiende que haya surgido un movimiento como «La Salida», de Leopoldo López y María Corina Machado, cuya intención fuese movilizar la calle para llamar a la insurrección general. Tanto más porque el artículo 350 de la Constitución venezolana no solo lo autoriza, sino que lo prescribe: «El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana, a su lucha por la independencia, la paz y la libertad, desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticos o menoscabe los derechos humanos». El problema es que la razón homeopática —similia similibus curantur— queda aquí muy desbalanceada: los métodos caseros usados por la oposición civil jamás podrán compararse con las sofisticadas estrategias desplegadas por células de combate y por grupos paramilitares, puestos todos bajo la implacable dirección de la inteligencia cubana y de los conocidos grupos terroristas que han asesorado al chavismo… quién sabe si desde antes de nacer.

EL TRAPO ROJO DEL ENEMIGO EXTERNO

En cualquier caso, es evidente que la hartura colectiva constituye un motivo de preocupación para el gobierno de Nicolás Maduro, como se deduce de la férrea censura que impide capturar en fotos y vídeos la imagen de los desolados anaqueles de los supermercados y de las interminables colas que hay que hacer para adquirir racionadamente los escasos productos básicos. Aunque la protesta de calle no haya tenido la forma de un movimiento generalizado y con efectos multiplicadores, tampoco pueden subestimarse los aguerridos grupos estudiantiles que han protagonizado en el último año numerosas revueltas, y que, a pesar de ser reprimidos con métodos brutales por la fuerza armada, se han hecho especialmente fuertes en el estado andino del Táchira, limítrofe con Colombia.

Estos enfrentamientos han dejado ya un saldo de varias decenas de muertos y de cerca de dos mil detenidos, con una gran resonancia en la opinión pública internacional. En su informe anual, que presentó a comienzos de marzo ante el Consejo de Derechos Humanos, el comisionado de las Naciones Unidas para esos asuntos, Zeid Ra’ad Al Hussein, hizo mención destacada del caso venezolano y de «las duras respuestas del Gobierno a las críticas y expresiones pacíficas de discrepancia». Singularmente escandalosa había sido la resolución que el Ministerio de la Defensa aprobó a finales de enero para autorizar a los cuerpos de seguridad del Estado a defender el orden público «bien con el arma de fuego o con otra arma potencialmente mortal»: la consecuencia casi inmediata fue la muerte de un estudiante de secundaria que con solo 14 años resultó fulminado, en San Cristóbal, por el disparo de un agente que le destrozó la cabeza.

Varios artículos de prensa han relatado al detalle las condiciones en las que sobreviven jóvenes opositores en las profundidades de «la tumba», como suele llamársele al búnker, sin agua ni ventilación natural, donde se encuentran en Caracas las mazmorras del Sebin (Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional). Pero la cara visible de la prisión por motivos políticos es sin duda Leopoldo López, exalcalde del municipio capitalino de Chacao y fundador del partido Voluntad Popular. Lejos de querer mostrar algún talante conciliador, el gobierno chavista ha reaccionado implacablemente contra cualquier intercesión en favor del prometedor político. Tres expresidentes latinoamericanos —el colombiano Pastrana, el mexicano Calderón y el chileno Piñera— encontraron la vía cortada cuando pretendieron visitar a López en la siniestra cárcel de Ramo Verde. Por si fuera poco, también el alcalde metropolitano de Caracas, el socialdemócrata Antonio Ledezma, ha ido a parar tras los mismos barrotes.

En su esfuerzo por recabar el apoyo de la comunidad internacional, las esposas de los dos dirigentes encarcelados pasaron por España, y de la forma en que reaccionó Maduro para fustigar la atención que les dispensó el gobierno de Mariano Rajoy sacaron los periódicos una buena colección de titulares. Todos, por supuesto, en la línea que el actual presidente copia a su difunto mentor —hasta rozar casi la parodia— tanto en la forma como en el fondo: pendenciera, insultante, populachera a fuer de zafia, por lo que hace a la primera; y, en lo que toca al segundo, trillando hasta la extenuación los viejos tópicos sobre la conspiración de la derecha «fascista», etc., etc.

Pero no era tanto España el enemigo exterior contra el que el régimen «bolivariano» iba a dirigir sus invectivas. El lunes 9 de marzo, en un comunicado de notable severidad, la Casa Blanca hizo pública una declaración de «emergencia nacional» en vista del «riesgo extraordinario» que Venezuela representa para la seguridad de los Estados Unidos. La medida traía aparejada la congelación de los bienes en territorio norteamericano de siete altos funcionarios pertenecientes a los cuerpos policiales y castrenses y al Ministerio público, y que el gobierno de Barack Obama vincula a la represión chavista. «Funcionarios de Venezuela que han violado los derechos humanos de ciudadanos venezolanos y se han involucrado en actos de corrupción no serán bienvenidos aquí, y ahora tenemos herramientas para bloquear sus activos y el uso que hacen del sistema financiero de Estados Unidos», rezaba el texto leído por el portavoz de la Casa Blanca, Josh Earnest.

Desde entonces, Nicolás Maduro se ha mostrado encantado de poder levantar una gran alharaca con la consigna antiimperialista, mandando a los venezolanos a poco menos que a prepararse para combatir en la «guerra asimétrica» al invasor yanqui. En una mise en scène esperpéntica, el «hijo de Chávez» sacó a desfilar las armas venezolanas e invitó a Rusia a participar de la exhibición. Mientras Estados Unidos aumenta su ascendiente sobre Cuba, Venezuela aspira a convertirse en el casus de una nueva guerra fría en el continente americano, y desde luego el gobierno de Putin está dispuesto a seguirle la corriente. «El agresivo aumento de las presiones políticas y sancionadoras sobre Caracas por parte de Washington disiente de la postura de muchos miembros de la comunidad internacional, que abogan por la búsqueda de soluciones constructivas para sus problemas internos», se apresuró a advertir el Ministerio de Exteriores ruso en un comunicado.

La clave del asunto, sin embargo, la dio el irónico comentario de un político norteamericano al ser preguntado por una posible ocupación de Venezuela, pues contestó que Estados Unidos no tenía interés en cargar con la responsabilidad de un país atenazado por tantos problemas. Ello, incluso si los castigos impuestos por Obama no afectan las exportaciones de petróleo venezolano al gigante del norte, que sigue siendo el principal cliente de pdvsa. Pero la caída de los precios del crudo; la menor dependencia que Estados Unidos tiene de sus proveedores extranjeros gracias al fracking; y el caos en el que la administración chavista ha sumido a la empresa de la que proceden los mayores ingresos del Estado, se han combinado para llevar la economía venezolana a un escenario de tormenta perfecta. Procurando resguardarse bajo el paraguas de socios exóticos y no demasiado escrupulosos con los principios democráticos, el régimen «bolivariano» ha convertido a Venezuela en uno de los principales beneficiarios de préstamos chinos en América Latina. Por su parte, los organismos regionales creados a golpe de chequera por Hugo Chávez para alinear a las naciones vecinas en la órbita del «socialismo del siglo xxi» siguen de momento respondiendo obedientemente a las directrices de Caracas, como demostró la airada respuesta de Unasur al decreto de Obama.

Venezuela se dispone, además, para afrontar este 2015 unas elecciones legislativas de las que nadie sabe muy bien qué esperar. Según las encuestas, más de un 70% de la población se declara contraria al presidente, pero no se sabe a ciencia cierta cómo podría aprovechar esta circunstancia una oposición desarticulada y que en los últimos tiempos ha debido reconocer las fisuras y desavenencias que han debilitado a la Mesa de la Unidad Democrática. Maduro, mientras tanto, denuncia intentos de golpe, magnicidios y guerras para derrocarlo, y por lo que pudiera sobrevenir ha rentabilizado este clima paranoico invistiéndose de poderes especiales. Quizá su filosofía sea que «cuanto peor, mejor», y que si finalmente llega la hora del caos y de la violencia, el chavismo sabrá rehacerse a partir de este lodo primigenio en el que tomó forma hace ya un largo cuarto de siglo.

NOTAS Caracas: Alfa, 2010.