Tiempo de lectura: 9 min.

Conocí a Winston Churchill el viernes 26 de septiembre de 1958. Yo era un adolescente. El Christina, una fragata canadiense reconvertida en el yate más grande y lujoso de su tiempo, fondeó en Cartagena, mi ciudad natal. Hacia las 5.39 p.m., una embarcación despegó de su costado y se detuvo cerca del Club de Regatas, del que era su presidente mi padre —un erudito abogado del Estado, enamorado de la mar—, que le esperaba con su junta directiva. De la falúa descendieron, entre otros, Winston Churchill, su mujer, Lady Clementine, Onassis y su primera esposa, Tina Livanos. El expremier británico vestía traje gris perla, con camisa blanca sin corbata. Se cubría con un sombrero blanco y de anchas alas.

Yo, que me colé entre los que esperaban en pie, me uní al protocolario saludo. Winston encendió su habitual puro, sonrió y ceremoniosamente correspondió levantando ligeramente su sombrero. Onassis y Churchill cogieron un taxi que les esperaba. Lady Clementine y Tina —según narra la prensa local y los cronistas de la época— prefirieron pasear por la ciudad. Churchill tenía por entonces 85 años, había dimitido cuatro años antes como primer ministro y todavía viviría hasta 1965. El 24 de enero de ese año, a las 7.58 horas, moría en Londres. Hace unos meses se cumplieron los cincuenta años.

LOS ERRORES DE UN MITO

¿Qué peripecia histórica se esconde tras esa figura voluminosa que, en un atardecer septembrino, se movía con cierta dificultad por las escaleras del más importante puerto natural del Mediterráneo? Desde luego, merece ser llamado «el británico del milenio». Isaiah Berlin va más lejos: «Churchill fue —dijo— el ser humano más grande de nuestro tiempo». Y probablemente, lo fue. No solo por sus victorias, también por sus derrotas. Y no solo por sus aciertos, también por sus errores.

Comencemos con algunos ejemplos de estos últimos. Durante la primera guerra mundial, siendo primer lord del Almirantazgo, llevó a Inglaterra a uno de sus más grandes desastres navales. Su fértil imaginación había elaborado un plan grandioso, pero irrealizable. Se trataba de forzar el paso de los Dardanelos, haciendo de palanca para la posterior caída de Constantinopla, la capital turca. Con ello —según su plan— se abrirían a los aliados rusos las rutas del mar Negro y los Balcanes quedarían expeditos para el avance aliado. Churchill se equivocó. El poderío naval británico no logró forzar los Dardanelos en una primera embestida. Cuatro días después —el 18 de marzo de 1915— un nuevo ataque se estrelló contra un mar minado por los turcos, siendo hundida una parte importante de la flota. La tragedia final se produjo el 5 de mayo. Churchill lanzó sobre las playas rocosas de la península de Gallípoli —que dominaba los Dardanelos— una división de soldados australianos y neozelandeses. Los turcos hicieron una matanza: veinte mil soldados aliados fueron masacrados al descender de las embarcaciones de desembarco. El 16 de mayo Churchill fue cesado.

Muchos años más tarde, siendo primer ministro y avanzada la segunda guerra mundial, Churchill fracasó en algo que decidiría durante muchos años el futuro de Europa. No logró convencer a los americanos de que el segundo frente tendría que abrirse en lo que llamaba el «bajo vientre del cocodrilo del Eje», los Balcanes, para alcanzar desde Italia cuanto antes a Viena. Roosevelt no le hizo caso, y la invasión se produjo desde Normandía hacia Alemania. Resignado, Churchill intentó por lo menos convencer a Eisenhower de que «se diera la mano» con los rusos cuanto más al Este mejor, alejándolos del centro de Europa. Tampoco lo logró.

Si su posición hubiera prevalecido, la historia sería hoy distinta. Y es que, después de la decisión sobre Normandía, Churchill se encontró en la desairada posición de simple «segundo» de Roosevelt, un hombre enfermo, obsesionado por el colonialismo inglés y con la sorprendente ingenuidad de confundir las buenas maneras de «Tío Joe» (Stalin) en Yalta con el abandono del objetivo básico soviético de dominar Europa.

A la postre tuvo razón De Gaulle cuando dijo que en la segunda guerra mundial todas las naciones de Europa occidental perdieron y dos (Alemania e Italia) fueron derrotadas. Los grandes vencedores fueron Estados Unidos y, sobre todo, Rusia. Ello explica que, por lo menos en los años inmediatos a la posguerra, junto a la amargura de verse rechazado por el electorado inglés, otra decepción dominara a Churchill: la confirmación de sus sospechas de que Stalin no cumpliría sus promesas.

¿UN BRILLANTE FRACASADO?

Por estos y otros fracasos, una corriente crítica comienza a denominarle un «brillante fracasado». En mi opinión, nada más lejos de la verdad. Más cierta es la vieja apreciación de que «la primera vez que uno ve a Winston se perciben todos sus defectos; se pasa uno el resto de la vida descubriendo sus virtudes».

Tal vez lo que mejor define su trayectoria política es lo que Hillaire Belloc decía de Richelieu: «Los hombres que cambian la historia del mundo mediante la acción, se diferencian de los demás en cuatro cosas: 1º) Que tienen mayor suerte; 2º) Que su buena suerte va unida a una habilidad excepcional y a un intenso afán de poder; 3º) Que viven el tiempo suficiente; 4º) Que su actuación es continua». Efectivamente, Churchill era un hiperactivo, pero extraordinariamente hábil, con un intenso instinto de poder… y que vivió más de noventa años. Baste decir que cuando asumió el poder en sus dos mandatos como primer ministro tenía, respectivamente, sesenta y cinco y setenta y siete años. Su actuación fue continua, plenamente consciente de que la derrota no es fatal en política, a menos que se abandone. Y él nunca abandonó. Aplicó también a su vida lo que escribiera en una ocasión: «Las naciones que sucumben luchando resurgen de nuevo, pero las que se rinden mansamente están acabadas».

El pueblo británico estaba harto de políticos débiles que le ocultaban las verdades. Churchill era una fuerza desencadenada de la naturaleza, pero con una rara virtud entre los políticos: la sinceridad. Con ella galvanizó a un pueblo atemorizado y pesimista. Durante los años treinta le gritó los peligros que intuía en la marea nazi. Más tarde, cuando cogió las riendas del poder, percibió su misión como un mesianismo. De ahí que repitiera con frecuencia: «Me tuvieron en reserva para esto». Se refería al largo desierto que pasó lejos del poder.

UN LUCHADOR HIPERACTIVO

La realidad es que Churchill fue, ante todo, un luchador hiperactivo. Atravesó revoluciones y guerras, transitó del partido conservador al liberal y vuelta, sobrevivió a ataques cerebrales y a la depresión («el perro negro», la llamaba), sufrió un largo desierto político entre la primera y la segunda guerra mundial, en su juventud recorrió medio mundo: de Cuba a Sudán, de la India a Sudáfrica. Era obstinado, insolidario y autoritario. Pero un autoritario que luchó contra tres despiadadas fuerzas totalitarias: fascismo, nazismo y comunismo estalinista. Contra el tercero no pudo.

Sin embargo, se sentía triunfador —contra lo que pudiera creerse— no tanto en la política y en la guerra cuanto en su faceta de periodista y escritor. Acaba de recordarse que, en un breve ensayo de Churchill llamado El sueño, escribe que se le apareció el fantasma de su padre y le preguntó por las cosas que había hecho en su vida. Winston contestó: «He sido periodista y escritor». Al parecer, el fantasma no se alegró, sino que dio media vuelta y se marchó decepcionado. Conviene advertir que este personaje soñador y, al tiempo, cínico, legendario político, excepcional orador, periodista y escritor, tenía una íntima herida, guardaba un secreto —desvelado en una reciente biografía de Frédéric Ferney—: el desprecio que por él sentía su padre, que lo consideraba un inútil. Tal vez porque compartía el juicio de uno de sus profesores de Harrow, que escribió en su boletín de calificaciones: «No se puede confiar en Winston. Es inteligente, pero de pésimo comportamiento, no para de hacer diabluras y constantemente falta al respeto». Toda su vida intentó cauterizar esa herida, intentando demostrar que su padre —lord Randolph Churchill, que fue ministro de Hacienda— se equivocaba.

El cincuentenario de la muerte de Churchill se inició en el Reino Unido con unas duras palabras de Jeremy Paxman —conocido analista de la bbc—, que lo definió «como un oportunista, un completo egocéntrico y tal vez un charlatán». Antes, la revista The Spectator lo denunció como «un demagogo sin escrúpulos, con un ego descomunal, que busca demasiado el protagonismo, la acción y el melodrama». En su momento, el líder liberal lord Asquith se refería a él como una «criatura brillante, pero carente por completo de convicciones». Conectan estos juicios negativos con una reciente corriente bibliográfica (Robert Raico, Patrick Buchanan, etc.) que ven en Churchill un criptosocialista, defensor de la limpieza étnica, un mentiroso patológico, un criminal de guerra y un «títere» de Stalin. En una palabra: «un hombre sanguinario y un político sin principios»

«UN MONSTRUO QUE DESCIENDE DE UNA PIRÁMIDE DE CRÁNEOS»

No comparto esos duros juicios. Por lo menos, no en su conjunto. Desde luego, los sangrientos bombardeos sobre Dresde y Leipzig, en buena parte ordenados por él, fueron de una injustificable crueldad: las bombas de fósforo aniquilaron centenares de miles de civiles y no soldados. No parece que tuviera dudas sobre la utilización de armas químicas: no veía diferencia entre matar a un hombre con un proyectil o con un gas venenoso. Sin embargo, frente a estas desviaciones, lo que en realidad le define es su brusca reacción ante Stalin cuando este intentó convencerlo en la conferencia de Teherán de la necesidad de exterminar a todo el estado mayor alemán —unos cincuenta mil hombres— cuando acabase a guerra. Churchill enrojeció de cólera y le espetó: «Prefiero que me fusilaran ahora mismo antes que deshonrar a mi patria». Se levantó de la mesa y se ausentó muy airado. Stalin corrió tras él para presentarle sus disculpas.

Al finalizar la segunda guerra mundial comprendió —lo que siempre sospechó— que el comunismo era también adversario de la democracia, no su perfeccionamiento. Como él mismo escribe: «un monstruo que desciende de su pirámide de cráneos». Percibió la trampa intelectual que ocultaba, y lo captó con años de anticipación. Sus biógrafos suelen afirmar que fue en Fulton, Missouri, cuando en marzo de 1946 acuña la expresión «telón de acero», al lanzar la primera gran andanada de la guerra fría contra sus antiguos aliados soviéticos. Esto no es exacto. La expresión la deslizó por primera vez en un telegrama dirigido a Truman, casi un año antes, el 12 de mayo de 1945: «Sobre el frente ruso —decía— ha caído un telón de acero. No sabemos lo que ocurre detrás de él». Lo que sí es verdad es que el discurso de Fulton fue el comienzo de una abierta contienda entre las democracias y el socialismo real, batalla que, cincuenta años más tarde, finalizó con el triunfo de la libertad.

CONSERVADOR, TIRANDO A REACCIONARIO

Era un conservador tirando a reaccionario, pero con gran sentido del humor. Cuenta Piers Brendon que, en una ocasión, el presidente de la Real Academia inglesa de las Artes le preguntó: «¿Qué haría si Picasso fuese paseando delante de usted por Picadilly?». La contestación fue: «Le daría una patada en el trasero». Dos de sus bestias negras —aunque llegara a tomarles cierto afecto— fueron el escritor George Bernard Shaw y lady Astor, la primera mujer que ocupó un escaño en el Parlamento británico. En una ocasión, Bernard Shaw le envió dos entradas con esta nota: «Venga a mi comedia y tráigase a un amigo, si es que tiene alguno». Churchill le contestó: «Tengo un compromiso para el estreno, pero iré a la segunda representación, si es que la hay». Lady Astor —«la más encantadora Colombina de la pantomima capitalista»— le dijo en otra ocasión: «Si yo fuera su esposa, le envenenaría el café». Respuesta de Churchill, siempre galante: «Señora, si yo fuera su esposo, me lo bebería».

Su anecdotario es inmenso. Por ejemplo, en su juventud, intervino como periodista en conflictos bélicos en Cuba, India, Sudán y Sudáfrica. Después de una escaramuza, regresó orgulloso con un prisionero, que resultó ser un espía del propio ejército británico infiltrado en el enemigo, siendo el hazmerreír de sus compañeros y teniendo que presionar al corresponsal de la agencia Reuters para que no contara semejante humillación. Era un bon vivant que no podía prescindir de tres cosas: los magnums de champán francés, los puros habanos y una siesta de hora y media. No está claro que siempre fumara del eterno habano que solía esgrimir. Malas lenguas sostienen que era más un acto de simbología personal que de adicción.

En fin, se ha hecho notar que la presunción de infalibilidad de Churchill estaba tan hondamente arraigada en su ánimo que la historia acabó convirtiéndose en su historia: la que él mismo escribió. El mismo decía: «La Historia me tratará bien, ya que seré yo mismo quien la escriba». De ahí que sus memorias han de ser leídas con precaución.

«SU HORA MEJOR»

Churchill fue un hombre hecho para la guerra. Su «hora mejor» fue la defensa de Inglaterra contra Hitler. En la paz, su trayectoria fue errática. No quiero decir con esto que coincida con Butler cuando se refiere a Churchill como un hombre «tan valiente en la guerra como cobarde en la paz». Lo que quiero decir es que en su segundo mandato como primer ministro (1951-1955), fue tan solo una sombra del Churchill del 39 al 45.

No es extraño que el cuadro tenga sombras. Pero las sombras no logran apagar las luces de un buen retrato. Nadie permanece en política más de sesenta años sin mancharse la ropa. La política no siempre es el simple arte de lo posible. Demasiadas veces, por desgracia, «consiste en elegir entre lo desastroso y lo desagradable», como dice Galbraith. En todo caso, en su continua actuación —por encima de errores y aciertos— me parece que siempre tuvo presente lo que escribiera Dante: «que los lugares más ardientes del infierno están reservados para aquellos que, en periodos de crisis moral, conservan su neutralidad».

Durante los últimos años de su vida se sentía —según su propia expresión— «como un aeroplano al final de su vuelo, en el crepúsculo y sin gasolina, en busca de un lugar seguro donde aterrizar». Cuando el aterrizaje forzoso se produjo, fue llevado a Westminster antes de ser enterrado en la tierra inglesa de un cementerio de pueblo. Tuvo uno de los funerales de Jefe de Estado más memorables que conoce la historia de Inglaterra, lo que no ocurría con ningún inglés desde la muerte del duque de Wellington.

Richard Nixon ha coincidido con Isaiah Berlin cuando dice que Churchill fue «un héroe mítico que pertenece a la leyenda tanto como a la realidad, el ser humano más grande de nuestro tiempo». Lo primero es cierto, lo segundo, exagerado. ¢

Académico. Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España