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Toda institución jurídica descubre enseguida un proceso de decantación histórica que culmina en la fase temporal que pretende estudiarse. A su vez, España no es una mónada insolidaria en un universo cerrado. Al contrario, está continuamente presionada por el contexto social interno y externo. Historia interna y derecho comparado: he ahí dos factores a tener muy en cuenta a la hora de indagar en cualquier fenómeno jurídico, también en el marco de la libertad religiosa, en especial en el principio de cooperación entre Estado-Iglesias1. De ahí la necesidad de indagar en ambas coordenadas. Comencemos con la primera.

Prescindiendo de etapas históricas más lejanas, salta a la vista que los protagonistas de la transición histórica y el turnismo posterior entre los grandes partidos intentaron superar dos cosas. Podríamos llamarlas la «paradoja republicana» y la «simbiosis franquista».

Respecto a lo primero, no hay duda de que existió algo anómalo en la política antirreligiosa de la II República. El clero no era fascista, aunque sí mayoritariamente conservador. Tampoco los campesinos eran anticlericales, a pesar de la descristianización de las masas obreras. Los ciudadanos católicos, por influencia de la CEDA, se sometieron a la legislación republicana. La propia Iglesia no participó en la rebelión militar del 36. Si posteriormente amplios sectores eclesiásticos apoyaron a los insurrectos fue, como observa Paul Johnson, «más el resultado que la causa de la violencia ejercida contra ellos»2. Sin embargo, aparte de los miles de asesinatos de las legislaturas y gobiernos republicanos, especialmente al inicio y al final de la República, es claro que desde el poder se hacían esfuerzos más que notables para reducir una influencia social de la Iglesia católica que consideraban excesiva e incompatible con un Estado democrático y laico3. No aceptaron el hecho incontrovertible de la gran importancia de la Iglesia en la estructuración social de España en aquel momento, ni se inclinaron por una legislación moderada que conciliara la influencia eclesiástica con un sistema democrático y que atrajera a la jerarquía eclesiástica hacia la causa republicana.

Respecto a lo que he denominado antes la «simbiosis franquista» me refiero a que a lo largo de la guerra, y en cierta medida por la acción del cardenal Gomá, el general Franco tomó la decisión de configurar un Estado español «nacional y católico». Ahora bien, como en él se encarnaban todos los poderes del Estado, y algunos sectores políticos, como Serrano Suñer, buscaban la vía del «fascismo español», la deriva autoritaria del Gobierno de España no hizo posible el reconocimiento de derechos de la persona como la libre sindicación, la libertad de asociación o el derecho a la libertad religiosa. Sin embargo, la dura represión política del nuevo Estado se suavizó, de algún modo, por intervenciones directas de las autoridades eclesiásticas. Como ha demostrado Orti Carcel4, muchos obispos, el encargado de negocios Antoniutti y el nuncio Cicognani solicitaron indultos ante las autoridades franquistas. Destacó el obispo de Ávila, Santos Moro, que a pesar de haber perdido dos hermanos asesinados por los republicanos tuvo una valiente intervención denunciando las venganzas de los nacionales. Lo que no se logró fue la deseada amnistía, por la oposición del Gobierno.

Dicho esto, hay que añadir que la dictadura y la Iglesia se prestaron apoyo mutuamente, declarándose el Estado oficialmente católico a costa de la libertad de culto de otras religiones, estableciéndose una simbiosis. En cualquier caso, esto no impidió que, con el transcurso del tiempo, comenzaran a surgir tensiones entre la jerarquía eclesiástica y el gobierno de Franco. Sobre todo a partir de los años 1960, como consecuencia, entre otras cosas, del cambio de óptica aportado por el Concilio Vaticano II respecto a las relaciones entre sociedad religiosa y sociedad civil. Es significativo que la primera ley de libertad religiosa en España, en 1967, que abría la posibilidad de culto público a otras religiones, fuera promulgada como consecuencia de la presión política ejercida por los obispos españoles, y contra las reticencias del propio Franco5.

TENSIÓN PODER-GRUPOS RELIGIOSOS

A partir de 1975 se inició un fenómeno de legislación en cadena encaminada a sortear un doble peligro: el del laicismo rampante y el de un confesionalismo vergonzante. De modo, que primero vino el Acuerdo del 76, luego la Constitución del 78, los Acuerdos del 79, la LOLR del 80, los acuerdos del 92, las decisiones de la DGAR, la frenética actividad de la Comisión Asesora, amén de la legislación de desarrollo, etc. Este síndrome de «legislación motorizada» ha conducido al poder político a un punto de desconcierto que le lleva a preguntarse por el camino a seguir. Ante esta situación, lo que ha hecho es maquinar alternativas en las que su protagonismo quede claro. Así, parece que estamos pasando sin solución de continuidad del desarrollo de las virtualidades de la Constitución en materia de libertad religiosa, al desmantelamiento del conjunto de normas que regulan en la cúspide el factor religioso. Se habla entonces de la necesidad de reformar por completo la LOLR, de la denuncia o, al menos, la revisión de los Acuerdos de 1979, de la inconstitucionalidad de los Acuerdos de Cooperación de 1992, etc.

Paralelamente, esta tensión entre el poder y los grupos religiosos, por un efecto «rebote» se traslada a la opinión pública y a la calle, provocando una cierta sensación de permanente conflicto. Ese tipo de conflictos planteados en sede de poder ejecutivo o legislativo, en muchas ocasiones, si no en todas, es ficticio, porque los instrumentos de relación normativa siguen ahí y es necesario respetar su existencia y «creer» en sus virtualidades. De alguna manera, sería interesante que el poder ejecutivo y el legislativo tomaran conciencia de que el protagonismo —al menos en esta etapa concreta, y con el fin de preservar la «normalidad jurídica» del pretendido sistema— corresponde a la labor de los jueces en la aplicación de las normas.

PERSPECTIVAS EXCELENTES PARA DIOS

Pero antes me he referido al contexto, interno y externo, donde transcurren estos casi treinta años. Lo cual ha de tener importancia para el enfoque que habremos de dar a las relaciones Estadohecho religioso en el futuro. ¿Qué se detecta globalmente en relación con el tema que nos ocupa?

En realidad, a finales del siglo XX las perspectivas para Dios eran excelentes. El XXI podría terminar incluso por ser su siglo. Como han demostrado Shah y Toft6, no conviene olvidar que la religión ha movilizado a millones de personas para que se opusieran a regímenes autoritarios, para que inaugurasen transiciones democráticas, para que apoyaran los derechos humanos y para que aliviasen el sufrimiento de los hombres. En el siglo XX, los movimientos religiosos ayudaron a poner fin al Gobierno colonial y a acompañar la llegada de la democracia en Latinoamérica, Europa del Este, el África subsahariana y Asia. La iglesia católica posterior al Concilio Vaticano II jugó un papel crucial oponiéndose a los regímenes autoritarios y legitimando las aspiraciones democráticas de las masas, lo cual fue especialmente evidente en España.

Al tiempo, las mayores religiones se han expandido a ritmo que supera el crecimiento de la población global. Considérense las dos ramas cristianas, el catolicismo y el protestantismo, y las otras dos mayores religiones, el islam y el hinduismo. Según la enciclopedia Cristiana Mundial, en 2001 aumentó la proporción de población que se adhirió a estos sistemas religiosos respecto al siglo pasado. A comienzos de 1900, apenas una mayoría de la población mundial —un 50% para ser más precisos— eran católicos, protestantes, musulmanes o hindúes. A principios del siglo XXI, casi el 64% pertenecía a estos cuatro grupos religiosos y la proporción podría estar próxima al 70% para 2025. Dios está, pues, en racha, aunque algunas veces se ha acabado por instrumentalizarlo para conquistas discutibles. Esto último se reflejó en la revolución iraní de 1979, en el ascenso de los talibanes en Afganistán, en el renacer chií y en las luchas religiosas en el Irak de la posguerra, y en la victoria de Hamás en Palestina. Pero no ha sido Alá el que ha lanzado todos los rayos. La lucha contra el apartheid en Suráfrica en los ochenta y a comienzos de los noventa se fortaleció gracias a prominentes líderes cristianos como el arzobispo Desmond Tutu. Los nacionalistas hindúes en India, dejaron anonadada a la comunidad internacional cuando en 1998 expulsaron del poder al partido en el Gobierno y luego realizaron pruebas con armas nucleares. Los evangélicos de EE.UU. siguen sorprendiendo al establishment de la política exterior estadounidense con su activismo e influencia sobre asuntos como la libertad religiosa, el tráfico sexual, Sudán y el sida en África. Es más, los evangelios han surgido como una fuerza tan poderosa que en las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2004 la religión fue un factor más fiable de predicción de voto que el sexo, la edad o la clase social. En síntesis —coincido con ambos autores— «la democracia está dando voz a los pueblos del mundo, y éstos quieren hablar de Dios»7.

Acercándonos más a Europa, tenía razón Christopher Dawson8 cuando decía que el paso de Pablo de Tarso desde Troya (Asia Menor) a Filipos (costa griega de Europa), contribuyó a configurar el futuro de la cultura y de la historia europea mucho más que todo lo que sobre esa ciudad y esa época habían escrito Tito Livio y los historiadores romanos y griegos.

IMPACTO INTERNACIONAL DEL PRINCIPIO DE COOPERACIÓN

En este contexto, es evidente que, si no que remos iniciar un camino hacia atrás en la Historia, deberíamos intentar sacar de nuestro ordenamiento jurídico las oportunas consecuencias de esa interesante creación constitucional que fue el llamado principio de cooperación. Un hostil distanciamiento es una posición sin futuro, ni político ni jurídico ni epistemológico.

No deja de ser interesante comprobar que el principio de cooperación constitucionalizado en España ha sido un elemento valorado por distintos juristas del panorama internacional. Sólo dos ejemplos. Con motivo del veinticinco aniversario de la Constitución española, celebramos en la UCM —coordinado por el profesor Martínez Torrón— un simposio sobre las Constituciones española y europea, que acaba de publicarse9. Uno de los intervinientes, experto en libertad religiosa en el ámbito internacional, el profesor Cole Durham10, llamó la atención sobre las importantes repercusiones que la construcción española del principio de cooperación ha tenido en América Latina y en los países del antiguo bloque soviético.

Por su parte, aún más recientemente, se ha insistido en la importancia del principio de cooperación en distintos ordenamientos jurídicos iberoamericanos11. Dicho esto, hay que añadir que parece como si en España estuviéramos en trance de agotar su significación y virtualidades. Incluso ha llegado aisladamente a proclamarse su inconstitucionalidad material12.

¿Cuál es la razón del décalage entre su impacto internacional y las reticencias interiores? Tal vez el sentido de esta paradoja radique en dos causas. La primera es que probablemente tendemos a confundir el principio de cooperación recogido en la Constitución con una interpretación del mismo, frente a la que ya nos previno la doctrina inmediata que siguió a la promulgación de la Constitución española13. La segunda bascula sobre una confusión: la que implica confundir cooperación con bilateralidad, de forma que las virtualidades de la cooperación han quedado reducidas a unos pocos grupos religiosos. El principio de cooperación, es algo más que la «constitucionalización» de las relaciones Iglesia católica-Estado español previas a la Constitución de 1978. Se trata de un elemento añadido a la creativa tensión igualdad-libertad, que pretende establecer vías benevolentes para la solución de potenciales conflictos entre sujetos colectivos e individuales y la normativa estatal. No agota su contenido en la libertad y la igualdad, sino que las complementa.

EL PRINCIPIO DE COOPERACIÓN COMO ESTÍMULO POSITIVO

Esto no es ninguna anomalía. Al contrario, se trata de una opción frecuente —con unos u otros matices— en el panorama europeo, con las significadas excepciones de Francia y Turquía (que responden a peculiares circunstancias históricas de cada uno de esos países)14.

No es del caso analizar aquí las consecuencias del principio de cooperación en los planos político y jurídico del contexto español. Pero sí deseo llamar la atención sobre un dato que no debemos relegar a la penumbra.

Me refiero al hecho de que las iniciativas de ayuda social fundadas en la caridad cristiana, o en su concepto equivalente en otras religiones, atraen a muchas más personas que el mero altruismo sin una clara base espiritual, por sofisticada que sea su elaboración intelectual. Éste es un tema al que no siempre se presta la debida atención, lo cual resulta paradójico en sociedades, como las occidentales, cada vez más preocupadas por fomentar la solidaridad con las personas o grupos situados en una situación de desventaja física, cultural o social (preocupación que, de suyo, notémoslo también, procede de un interés ético con claras raíces religiosas). Como ha dicho Martínez Torrón15: «La perspectiva del análisis económico del derecho sería aquí muy útil, para iluminar las razones estrictamente seculares de la aplicación del principio de cooperación estatal en materia religiosa. Sería muy interesante poder contar con estudios sólidos sobre el impacto de la religión en la economía. O, por ser más preciso, sobre el dinero que las religiones ahorran al Estado, y en particular a un Estado social de tipo europeo».

No hace mucho, contestando a unas preguntas sobre el nuevo sistema de financiación de la Iglesia católica, un conocido locutor de televisión me preguntaba si sería cuantificable tal aportación en el caso de la Iglesia católica. Contesté que no existen unos cálculos globales fiables. Pero me permití poner algún ejemplo. En la actualidad hay más de 1.800.000 alumnos escolarizados en centros concertados, que pertenecen en su mayoría a centros de la Iglesia. En un centro concertado cada plaza le cuesta al Estado 1.840 euros; la misma plaza en un centro público: 3.517 euros. Si esta diferencia se multiplica por el total de estudiantes, sale la cifra de ahorro de más de tres mil millones de euros. Si estas mismas cifras se aplican a los 90 hospitales, 110 ambulatorios, 933 casas de ancianos, 284 centros para la tutela de la infancia, 2.833 centros asistenciales de otros tipos, ¿de cuánto dinero estaríamos hablando? En estos centros, por ejemplo, en el año 2004 se atendió a 2.500.000 personas. Teniendo en cuenta que la cantidad que este año obtendrá la Iglesia del Estado vía contribuyentes será de unos 144 millones de euros, se entiende la queja de la Iglesia católica cuando se le acusa de situación privilegiada16.

Las confesiones beneficiarias de los acuerdos de 1992 —protestantes, judíos y musulmanes— se quejan, a su vez, de desigualdades de trato injustificadas, y por tanto discriminatorias, en relación con la Iglesia católica. Sobre todo en aspectos relativos a la cooperación económica del Estado, a la enseñanza de la religión en la escuela pública, a la asistencia religiosa en centros públicos, o a los distintos efectos civiles del matrimonio religioso israelita e islámico en comparación con el canónico.

A este propósito, como se ha matizado17, no cabe duda de que nuestro ordenamiento jurídico tiene todavía bastante que afinar en la aplicación práctica del principio de igualdad. Pero es también cierto que esas minorías religiosas nunca disfrutaron, en la historia de España, del nivel de libertad y de cooperación estatal que poseen ahora. Significativamente, España no ha conocido casi ningún problema sobre el uso de vestimenta o de símbolos religiosos en centros docentes, como sí ha sucedido en otros países europeos, especialmente en relación con el islam18.

En síntesis: el principio de cooperación inserto en la Constitución española ha supuesto un razonable estímulo para concretar en clave positiva el ejercicio real y efectivo de la libertad religiosa en proyección no sólo a la confesión mayoritaria sino también a las restantes confesiones. Sin que pueda olvidarse que, una interpretación conjunta del principio de igualdad (art. 14) y del de cooperación (art. 16), no conlleva un sistema de uniformidad jurídica que haga tabla rasa de la especificidad de cada una19.

 

NOTAS

1· Como es sabido, el principio de cooperación entre el Estado y las Iglesias se contiene en el art. 16.3 de la Constitución española de 1978, en estos términos: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones».
2· Cfr. R. Navarro Valls, «¿Cómo actuó la Iglesia durante la guerra?», en el vol. La Iglesia frente a la guerra, Madrid 2005, pp. 2002 y ss.
3· Respecto al problema de la desconfianza de los gobernantes con la Iglesia, cfr. José Carlos Martín de la Hoz, La cuestión religiosa en el siglo XIX, en Paulino Castañeda (ed), Actas del XIV Simposio de Historia de la Iglesia en España y América, Sevilla 2003, Córdoba 2004, pp. 80-82.
4· V. Ortí Carcel, Historia de la Iglesia en la España contemporánea, Madrid 2002, pp. 182 y ss.
5 Cfr. P. Lombardía y J. Fornés, «Fuentes del derecho eclesiástico español», en AA.VV. Derecho Eclesiástico del Derecho español, 6ª ed. (coordinado por J. Ferrer), Pamplona 2007, p. 57.
6· T. S. Shah y M. D. Toft, «Por qué Dios está ganando», en Foreing Policy, edición española (agosto/septiembre 2006).
7· Íbidem.
8 Cfr. C. Dawson, «The Outlook for Christian Cultura», en Christianity and European Culture: Selections from the Work of C.Dawson, Washington 1998, p. 5. Citado por G. Weigel, Política sin Dios: Europa, Améric: el cubo y la catedral, Madrid, 2005, p. 43. Vide también R. Navarro Valls, Europa y cristianismo, Anales de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, n. 35, 2005,pp. 405.
Estado y religión en la Constitución española y en la Constitución europea (J. Martinez-Torrón, ed), Granada 2006.
10· W. Cole Durham, jr, «La importancia de la experiencia española en las relaciones Iglesia-Estado para los países en transición», en Estado y religión…, cit., pp. 43.
11· A. Patiño Reyes, Libertad religiosa y principio de cooperación en Hispanoamérica, tesis doctoral inédita, Madrid 2007.
12· Cfr. J. R. Polo Sabau, «La concepción dogmática del art. 16.3 de la Constitución: reflexiones sobre la pervivencia del formalismo en la hermenéutica constitucional», en Foro: Revista de ciencias jurídicas y sociales, n.º 1, 2005, pp. 203-233 .
12· Cfr. P. J. Viladrich, «Los principios informadores del Derecho eclesiástico español», en AA. VV., Derecho eclesiástico del Estado español, Pamplona 1980, pp. 308-312.
13· Cfr. J. Ferrer Ortiz, «Los principios constitucionales del Derecho eclesiástico como sistema», en AA. VV., Las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Estudios en memoria del profesor Pedro Lombardía, Madrid 1989, pp. 316 y 319-320.
13· Cfr. J. Martínez-Torrón, Presentación de «Estado y religión…», cit. p. XI.
14· «Transición democrática y libertad religiosa en España», en Persona y Derecho 53 (2005), p. 201.
15· Datos facilitados al autor por la Vicesecretaría para Asuntos Económicos de la CEE (junio 2007).
16· Cfr. J. Martinez-Torrón, «La contribución de la LOLR a la transición democrática en España», en Observatorio della libertà ed istituzioni religiose, www.olir.it., nov. 2005, p. 21.
17· Sobre el tema S. Cañamares, Libertad religiosa, simbología y laicidad del Estado, Madrid 2005.
18 Cfr. J. M. Murgoito, Igualdad y cooperación en materia religiosa. La diversidad de trato de la Iglesia católica en las relaciones de cooperación con el Estado, Pamplona 2007 (tesis doctoral inédita).

Académico. Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España