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Siempre la tragedia griega. Una frase nominal pura que concentra la atención en un adverbio, siempre, como el foco de una obra original y sagaz, absolutamente infungible. Y es que no es un libro al uso sobre la tragedia griega, sus orígenes y evolución, ni un ensayo histórico, literario o filosófico. Es un estudio personal sobre los elementos fundamentales de una pieza dramática, tal y como se presentan en las principales tragedias, en especial en las de Esquilo. Las obras antiguas se comentan a la vez que las modernas, como si estas fueran una continuación o desarrollo de elementos que ya eran centrales en aquellas. Así ese siempre adquiere un sentido pregnante, como un recordatorio de la continuidad esencial que el teatro mantiene como género literario desde sus orígenes en la Atenas democrática hasta hoy.

Siempre la tragedia griega (Ediciones Complutense), 392 págs.
Siempre la tragedia griega (Ediciones Complutense), 392 págs.

El concepto de tragedia que el libro maneja es amplio y preciso al tiempo. Es preciso porque lo ciñe a un género teatral específico, liberando el término de tantas derivadas literarias y periodísticas que lo aplican a muchos otros contextos. La tragedia es un marco para diagnosticar conflictos a través de diálogos, ciertamente. Pero el libro no habla de Cataluña ni de ETA ni de temas similares (y de hecho evita con cuidado la fácil demagogia aunque el autor conozca tales temas de primera mano), sino exclusivamente de teatro.

El libro se sustenta tanto en el análisis de piezas concretas como en la teorización de elementos de la escritura dramática 

Y es amplio porque libera a la tragedia de la necesidad de un final en aporía amarga, del reduccionismo a una situación sin salida que hizo al joven Steiner declararla un género muerto, y admite el desenlace conciliatorio que inauguran las Euménides de Esquilo y continúan las últimas obras de Eurípides que engarzan con la comedia media y nueva. Así se abre el género a un contexto cristiano, y se permite encontrarlo en el marxismo o en cualquier otro sistema que garantice una salvación final. Las primeras páginas que frente a Steiner defienden la tesis de Sion Critchley sobre la pervivencia moderna del género trágico, y el capítulo final que analiza conjuntamente el Ión de Eurípides, el Pluto de Aristófanes, y el Misántropo de Menandro, abren y cierran la obra desde esta perspectiva.

No en vano el libro surge de una tesis doctoral en Estudios Teatrales. Una disciplina autónoma, vecina de la literatura, la antropología, la filología, y la historia, en la que la experiencia práctica es tan importante como el conocimiento teórico. Por eso el libro se sustenta tanto en el análisis de piezas concretas como en la teorización de elementos de la escritura dramática que son esenciales tanto a la tragedia griega como a obras de siglos posteriores, desde nuestro Siglo de Oro al teatro más contemporáneo europeo y español.

La anagnórisis de los personajes, la catarsis del público, el conflicto como nudo narrativo esencial, se teorizan de un modo independiente para luego buscar su especificidad en determinada pieza antigua y otras modernas que, en ese aspecto concreto, son comparables.

Y a su vez, esa teorización de elementos dramáticos no solo recoge la muy caudalosa tradición que empieza con la Poética de Aristóteles. El libro de Ignacio Amestoy está trufado de sus propios hallazgos conceptuales, que provienen de una larguísima experiencia en lecturas de diversas disciplinas, en la creación dramática y en la dirección teatral: categorías como la «resistencia de materiales», la «doble enunciación», o la distinción «mimético vs. ritual» vertebran la obra a partir de la práctica teatral, la pragmática y la antropología, y resultan muy productivos a la hora de explicar las obras antiguas y sus correlatos modernos. Correlatos que no son necesariamente descendencia.

LA CELESTINA PUEDE ILUMINAR A ESQUILO

En su ya clásico Ayer y hoy de la tragedia, Alberto Díaz Tejera mostraba de modo magistral el influjo de determinadas piezas clásicas sobre otras modernas, pero aquí no solo se trata de influencias y reconfiguraciones, sino de un verdadero ejercicio de comparatismo de elementos dramáticos sin que la analogía suponga genealogía. La evocación de similitudes dramáticas es aquí más ilustrativa que la demostración de contactos directos. Y así, por ejemplo, La Celestina y Macbeth pueden iluminar a Esquilo y viceversa (p. 44 sobre la invocación a los dioses con un conjuro) sin necesidad alguna de influencia directa.

El recorrido propuesto es el siguiente: la narración al hilo de Los persas, la primera pieza de «teatro documental»; las unidades de tiempo, lugar y acción con el caso de Las suplicantes; la estructura dramática en el Agamenón; la crisis (tensión, clímax, catástrofe) con las Coéforas; el conflicto y su resolución con las Euménides; la oposición de protagonista y antagonista con el Prometeo encadenado; el personaje y su carácter con el Edipo rey; los actantes (terrible término narratológico pero sin sustituto claro) en el Áyax; la vinculación del tiempo mítico de la acción con el contexto contemporáneo del público en el Edipo en Colono; los diálogos en la Antígona; la mímesis teatral en las Bacantes; la representación del otro en Medea y el Cíclope; y el final como desenlace conciliatorio en las ya mencionadas Ión, Pluto Misántropo. Sin embargo, los capítulos son interdependientes, y los temas anunciados en los encabezamientos se tratan en unos y otros capítulos como es propio de los estudios de piezas tan mutuamente conexas como las tragedias griegas.

Lo que es propiamente específico en cada capítulo son las referencias a obras y autores modernos, que no son meras alusiones, sino estudios en profundidad que plantean la permanencia de las claves de la estructura dramática por encima del tiempo, el espacio y el contexto cultural: Lope y Torres Naharro en el capítulo que aborda la estructura del Agamenón; Georges Balandier y su teoría del caos para desentrañar el conflicto que se resuelve en las Euménides; o por supuesto Steiner en el capítulo sobre Medea y el Cíclope que anticipa la entrada en la comedia. Las referencias a los modernos no están desconectadas del análisis de la obra antigua. Al contrario, la iluminan y la traen a nuestros días en las páginas
de este libro, como preludiando la traída a los escenarios de
nuestro tiempo.

Los recuerdos autobiográficos de conversaciones de Amestoy con su maestro William Layton, con Borges o Baroja son tan relevantes como los teóricos citados

Y es que esta obra no es, ni pretende ser, un ejercicio de erudición académica sobre el género trágico en Grecia o sobre cada una de sus piezas, sino una apasionada defensa del vigor teatral de la tragedia, más allá de su origen, en los últimos cinco siglos y en el nuestro. Es una tesis doctoral, sí, pero no en estudios literarios, sino en estudios teatrales, en los que la experiencia de toda una carrera aporta nueva luz a los textos antiguos. Y así los recuerdos autobiográficos de conversaciones de Amestoy con su maestro William Layton, con Borges o Caro Baroja son tan relevantes como los teóricos antes citados. Y las lecturas de toda una vida, como se revela en los ecos en numerosos párrafos de Imitación y experiencia de Javier GomáIlustración y política de Rodríguez Adrados (hybris vs. sophrosyne), fertilizan el discurso en vez de apesadumbrarlo con la carga de notas al pie propia de las tesis noveles.

A LA LUZ DE LA EXPERIENCIA

Quizá el desprecio por la convención académica es excesivo en algunos detalles: se echa en falta alguna alusión, siquiera breve, a la sempiterna polémica sobre la autoría del Prometeo Encadenado, pues hoy la mayoría de la crítica se inclina por no considerarla esquílea; es excesivo desdeñar la opinión académica de que la literatura dramática no es crónica fiel de la Historia (p. 77), que no es fruto de un capricho o de cortedad de miras, sino de profundos estudios de más de dos siglos de filología clásica sobre los géneros historiográfico y trágico en Grecia; y la (muy oportuna) cita frecuente de pasajes de las tragedias hace referencia a las páginas de las traducciones utilizadas, en vez de a los versos, que es la referencia universal para localizar los pasajes en otras traducciones y ediciones. Detalles que revelan, simplemente, que la luz de la experiencia no se opone como incompatible a la de la teoría, sino que ambas se han de complementar, también en este campo.

En cualquier caso, un foco de luz tan potente sobre la tragedia griega en su conjunto no puede venir de la erudición, abocada en los textos clásicos a la especialización y la jerga académica, sino de la experiencia de un creador que tras largas décadas de trabajo y estudio de las piezas comentadas destila su potencial dramático, y no en vano el libro es el primero de una colección de estudios teatrales copatrocinada por la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid) y la Universidad Complutense.

La evocación (p. 38) del joven Pericles y Sófocles asistiendo a la representación de Los persas como un momento fundacional del teatro griego (y por ende occidental) tiene infinito mayor peso que una lucubración escéptica sobre las condiciones de posibilidad de que esta coincidencia realmente se produjera. Y de hecho, una curiosidad principal que queda en el lector, dada la clara preferencia por Esquilo en la selección (curiosamente, el autor de los tres grandes menos representado en la modernidad puesto que se le considera en general más arcaico y rígido), es qué tendría que decir Amestoy sobre AlcestisHeracles, las TraquiniasHécuba o las Troyanas, obras tan representadas o más que muchas de las comentadas. Quizá un segundo libro le sea exigible…

Pero, como ya se ha dicho, esta obra es mucho más que una colección de estudios individuales sobre tragedias, y las ideas fundamentales que se destilan de estos análisis son aplicables a otras piezas trágicas, griegas o no. La esperanza como clave, la tragicidad, la conciencia de los límites humanos y el orden cósmico (pues el dios de lo trágico, frente al de Heráclito, no juega a los dados), y muy especialmente, la conciencia de que la tragedia no es un género teleológico que avanza fatalmente hacia su desarrollo euripídeo, sino un todo orgánico, desde su principio susceptible de analizarse conjuntamente.

Sobre la tragedia nunca habrá una última palabra. Su esencia es exactamente la contraria. Ni Antígona ni Creonte tienen la razón absoluta

En este libro no se plantea ni un progreso a partir del ritualismo ni una decadencia autodestructiva a manos del racionalismo como quería Nietzsche. Al contrario, precisamente la predilección por Esquilo revela, no un resurgir de las Ranas aristofánicas, sino una conciencia de la eternidad del espíritu trágico en el hombre y su plasmación dramática. Y no es casual que en este punto la intuición del creador y experimentado hombre de teatro coincide con la más actual investigación filológica. En una reciente colección de estudios académicos editada por Douglas Cairns, Tragedy and Archaic Greek Thought (2013), se arguye con muy convincentes y documentados argumentos contra perspectivas demasiado teleológicas de la tragedia, exactamente en el mismo sentido en que nos conduce Amestoy con la intuición del hombre de teatro.

Sobre la tragedia nunca habrá una última palabra. Su esencia es exactamente la contraria. Ni Antígona ni Creonte tienen la razón absoluta, y si hay una posibilidad de librarse del don de «todas las alegrías y todos los dolores» que los dioses reservan a sus elegidos —«ihren Lieblingen» en los bellos versos de Goethe— o si por el contrario el destino es inexorable y solo cabe asumirlo será siempre tema de discusión. Siempre la tragedia griega. Pero en esta discusión secular el libro de Amestoy supone una palabra certera, personal y relevante. Una palabra que, sin duda, tendrá eco y continuación.

Profesor de Filología Clásica. Universidad Complútense de Madrid