Hay un momento clave en La sesión final de Freud. En la fase más intensa del diálogo, cuando ya hay confianza e incluso cierta complicidad entre los interlocutores y a Freud aún no le va venciendo el cansancio físico que le provoca su grave enfermedad, dice este: «No puede afirmar que los evangelios sean literales. Se trata de mitos y leyendas». Y Lewis responde: «¿Pero los convierte eso en mentiras?». Y cita una conversación suya con J. R. R. Tolkien:
Discutíamos sobre mitología. Le dije a Tolkien que disfrutaba de ella artísticamente, pero que básicamente me parecía ficción, una mentira, igual que le pasa a usted. Tolkien me interrumpió. Dijo: «Te equivocas. Está lejos de ser mentira. Es la forma en que los hombres expresan verdades que, de otro modo, quedarían sin ser dichas. Nos pone sobre la pista de la vida que Dios creó para nosotros». Me dijo que analizara minuciosamente mi reacción ante los mitos. Dijo: «Cuando lees mitos sobre los dioses que vienen a la tierra y se sacrifican, esas historias te conmueven. Siempre y cuando los leas en cualquier lugar que no sea la Biblia. La historia de Cristo es el mito más grande en el corazón de la historia humana». Dijo que los mitos paganos nacieron porque Dios se expresaba a través de los poetas; pero que el mito de Cristo era Dios expresándose a través de Sí mismo. Lo que lo hace diferente es que Cristo caminó de verdad sobre la tierra entre nosotros. Su muerte transformó el mito en verdad y transforma las vidas de todos cuantos creen en Él. Y ahí está tu elección, me dijo: creer o no creer.
La conversación resumida entre C. S. Lewis y su colega oxoniense J. R. R. Tolkien, lingüista notable y exitosísimo novelista de fantasía, responde literalmente a lo que el biógrafo autorizado de este último, Humphrey Carpenter, cuenta que se habló entre ambos y que propició la conversión de Lewis. Tras esta parrafada, la discusión con Freud sigue por derroteros más inexactos que el fascinante triángulo conceptual esbozado aquí entre literalidad, ficción y verdad. Lewis dice que fue a los evangelios para descubrir que «no son mitos; no son lo suficientemente artísticos», con lo que parece discrepar de Tolkien por un vago argumento estético. En cuanto a Freud, no manifiesta su posición respecto al mito más allá de un silente escepticismo. Pero sobre este último punto hay que decir algo más.
Es fácil considerar a Freud un debelador de mitos, un epígono de la ilustración racionalista, puesto que en último término todo proceso psíquico y creencia metafísica se reduciría a conexiones neuronales. Desde esta perspectiva, si el mito es ficción no sería otra cosa que una creación de la propia mente y por tanto, en cuanto no responde a la realidad histórica, es falso. La religión sería en último término reductible a este esquema. Pero, aunque fácil, esta lectura no deja de ser superficial y en último término errónea. Al contrario, Freud «salva el mito y quizá este nos salve», en frase de Platón (República, 621b).
No es casualidad que la más célebre creación intelectual de Freud se funda en dar a un mito clásico una nueva vida que supera con mucho cualquier entusiasmo anterior. El mito de Edipo era, aunque conocido, de segundo rango en su recepción romana y moderna respecto a otros mucho más populares —el cuadro de Ingres de 1808 es su primera aparición estelar entre los grandes maestros—. Incluso pese a su perfección formal, que tanto sedujo a Aristóteles al escribir la Poética, el Edipo Rey no ganó el agón de tragedias cuando Sófocles lo presentó en 429 a.C. (junto a otras dos perdidas). Paradójico desinterés el de los siglos posteriores, igual que el sufrido por la protagonista de su otra gran tragedia, Antígona, ignorada por romanos y casi todos los modernos hasta que Hegel la rescató como gran símbolo de su dialéctica. También Freud vio en el Edipo Rey la clave perfecta para unificar lo que el tratamiento de un sinfín de neuróticos le permitía desentrañar tras las más diversas patologías. El verso 948, «muchos hombres han soñado que compartían el lecho de su madre», que Yocasta proclama para tranquilizar el ánimo de un Edipo que empieza a vislumbrar la verdad, debió parecerle profético. Lo curioso, sin embargo, es que Edipo no responde técnicamente a la descripción freudiana —al no conocer a sus padres, no sufre complejo alguno, y si cumple la predicción inexorable del oráculo es por ignorancia. A este respecto, Harold Bloom ha señalado que Hamlet se presta mucho mejor al análisis de Freud, y sugiere incluso que este se inspira realmente en Shakespeare pero escoge a Edipo por el prestigio de lo clásico como estandarte de su descubrimiento.
Bastaría con este ejemplo para mostrar que la aversión por los mitos no es propia de Freud. Tanto su uso de mitos clásicos como ejemplos de psicomitología, como la creación de nuevos mitos antropogénicos en obras como Tótem y tabú muestran su gusto por este modo de pensamiento. Ernst Cassirer, el gran defensor moderno del lenguaje mítico como intrínseco al ser humano en cuanto «animal simbólico», reconoció en el Mito del Estado esta dimensión esencial de la obra freudiana aun desde una perspectiva crítica.
De hecho, tras las huellas del fundador, el mito ha sido un campo favorito de trabajo de los epígonos de Freud. Sin embargo, justo es reconocer que los trabajos de los psicomitólogos, sean freudianos, jungianos o de otras escuelas emparentadas, no han conseguido trascender los límites de su disciplina y apenas han influido en los estudios clásicos, la teoría literaria, o la antropología general, con alguna notable excepción en los primeros tiempos del psicoanálisis, por ejemplo El mito del nacimiento del héroe de Otto Rank (1909). Pero en los estudios de los sucesores, un lenguaje autorreferencial y unas teorías arbitrarias, indemostrables y en ocasiones rayando el absurdo, hacen de esta aproximación al mito un pasatiempo en general poco productivo. El lúcido balance de sir Hugh Lloyd-Jones (en el volumen Freud and the Humanities, Londres, 1985) sobre las aportaciones reales tras casi un siglo de la aproximación psicoanalítica a las letras clásicas ofrece un panorama más bien desértico.
Ahora bien, volviendo al problema de partida, ¿para qué emplear el lenguaje mítico y analizar mitos si todo son a la postre conexiones neuronales? Quizá parte de la respuesta la ofrece otra gran figura de la historia de interpretación del mito. Platón hereda la tradición presocrática de crítica del mito y expulsa a los poetas de su ciudad ideal por propalarlos, pues contribuyen al engaño y el escándalo del pueblo. No obstante, allá donde el logos racional no llega,
o para complementar sus demostraciones en ciertos campos (e.g., la escatología o la antropogonía), se complace en utilizar mitos de propia cosecha: Protágoras, Gorgias, la República, el Banquete, Fedón, Fedro son diálogos cuya fama se fundamenta precisamente en la viveza y originalidad de sus mitos. El poeta trágico que quiso ser Platón en su juventud no deja de bullir bajo la piel del filósofo, y en último término dice que «es bello el peligro de creerlo» (Fedón, 114d). En la frase final de Tolkien que Lewis relata no hay duda de que late un recuerdo de este riesgo seductor del mito.
El mito se contrapone a la historia, si nos movemos en el plano de realidad vs. ficción. Pero ese plano no equivale a verdad vs. mentira, a despecho de las simplificaciones que las identifican. En otro plano, el de profundidad vs. trivialidad, el mito se contrapone al cuento, a la novela, e incluso a la propia historia. Si Platón es un ejemplo claro de esta concepción, más revelador es aún que el analítico y científico Aristóteles diga: «La historia cuenta lo acaecido y la poesía lo que podría acaecer; así que la poesía es más filosófica e importante que la historia, pues esta se ocupa de lo particular, pero aquella de lo general» (Poética, 51b). El verdadero filósofo no es un simplista burlador de mitos decadentes, sino que al contemplar la realidad en toda su profundidad reconoce que el tiro de algunos mitos puede llegar a veces más lejos que el razonamiento. Una y otra vez en la historia del pensamiento occidental resurge el mito como lenguaje distinto a la razón pero también certero en su propio plano. Incluso el incrédulo Teseo pronuncia en Sueño de una noche de verano la sentencia que encabeza este artículo: el loco, el poeta y el amante ven más que la fría razón.
Si en la tradición intelectual de Platón, Aristóteles o Freud hay ambivalencia sobre el mito y el lenguaje poético, tampoco es plana la posición de los pensadores cristianos, que recogen la doble actitud de los filósofos. Entre los Padres de la Iglesia abunda, como es notorio, la crítica de los mitos paganos como vanae fabulae. Contrapuestos a un credo que proclama hechos históricos, es irresistible la denuncia de los mitos sobre los dioses griegos como contradictorios, antropomórficos, escandalosos y risibles —como ya hacían los filósofos desde Jenófanes—. Es claro que en estos pasajes apologéticos hay un cierto abuso retórico. «Los poetas son intérpretes de los dioses» (Ión), pero, como explicaba Paul Veyne en un libro ya clásico, los griegos no «creían» en sus mitos al modo en que los cristianos en el dogma. Los mitos de Homero y Hesíodo habían dado en su momento explicación y sentido de un cosmos al que pertenecía también lo divino. La falta de dogma permitía que poetas, artistas, y también los propios filósofos, propusieran siempre nuevos mitos y variantes que dieran mejor sentido que otros a un mundo cuyo horizonte se revelaba cada vez más amplio —de ahí la sensación de agotamiento de la vieja mitología tradicional, devenida ya en puro patrimonio cultural, que la apologética explota con la certeza de quien se sabe victorioso en una nueva era—.
Ahora bien, algunos padres filohelénicos como Clemente de Alejandría también admitían inspiración divina en los poetas y filósofos griegos cuando preanunciaban la verdad revelada —es decir, admitían modos de inspiración distintos de la historia literal—. Este eje en que la polaridad no es historia vs. ficción sino inspiración divina vs. imaginación humana les permite hacer a los mitos portadores de verdad cuando se prestan a transmitirla mediante lecturas narrativas y simbólicas. Esta dimensión de la literatura cristiana antigua cobrará nueva relevancia en la modernidad, cuando para afrontar los desafíos intelectuales planteados por los descubrimientos de Copérnico, Darwin y otros, el cristianismo redescubre los distintos géneros literarios como vehículos diferentes de la verdad. En el siglo XX se torna indiscutible entre las grandes Iglesias cristianas que mito no equivale siempre a falsedad, y que tiene un lenguaje infungible que debe interpretarse con categorías propias, diferentes a las de la historia literal o la ficción novelesca.
En esta revalorización del «mito» el cristianismo va de la mano con la ciencia ilustrada. Tras la oscilación pendular del último siglo europeo entre positivismo extremo e irracionalismo ciego, la vieja contraposición logos vs. mythos se reveló demasiado simple. El viejo paradigma de una evolución lineal del mito al logos, en la formulación clásica de Wilhelm Nestle, hace ya décadas que ha quedado oxidado para describir la Antigüedad, y también como esquema de la evolución humana. Por el contrario, la obra entera de Walter Burkert, el último gigante del helenismo —fallecido hace unas semanas, el 11 de marzo de 2015— es toda ella una reivindicación de que las esferas del logos y el mythos son complementarias y, más aún, están íntimamente relacionadas, en la antigua Grecia y en la propia naturaleza del hombre. Frente a las vacuidades antes aludidas del psicoanálisis postfreudiano, en la obra de Burkert los descubrimientos de Freud sobre la psique sí quedan integrados en una antropología global en la que el hombre, en todas las fases de su evolución en tanto que ser en la historia, como individuo y como especie, se muestra portador de una naturaleza profunda irreductible a formulaciones simples y lineales.
Acabemos este repaso fugaz, volviendo a la representación que da pie a estas páginas. El encuentro entre Freud y Lewis nunca se produjo, y está imaginado al hilo de una anotación en el diario del vienés, según la cual tenía previsto verse con un profesor anónimo de Oxford. El encuentro es ficción, y sin embargo permite reflejar las opiniones de ambos hombres, muy autorizadas y relevantes para entender nuestro tiempo, en un diálogo que los explica con mayor claridad y viveza que cientos de artículos científicos. Qué mayor prueba de que la verdad es mucho más amplia que la literalidad. ¢