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Soy deudor de aquellos que revitalizaron el estudio del Derecho Público después de la Guerra Civil, la generación de la Revista de Administración Pública, y, de forma especial, ¡muy especial!, de mi maestro, el profesor García de Enterria y de mi gran amigo y codoctor en este acto, el profesor Nieto, así como de mis compañeros, profesores de Derecho Administrativo y de mis discípulos, de cuyos esfuerzos y hallazgos he aprendido más que de los míos propios.

Me reclamo asimismo seguidor de los fundadores de nuestra disciplina, de los pioneros, de los liberales constructores del Estado nacional, de los que hicieron al fin iguales a todos los españoles ante la ley y los servicios públicos, por haber levantado de la nada, y pese a los facciosos carlistas, una Administración centralizada, afrancesada, sí, pero racional, única e igual para los españoles en todo el territorio nacional. Ese fue el resultado del esfuerzo, entre otros, de Javier de Burgos, de Alejandro Oliván, de Posada Herrera, de Manuel Colmeiro.

La fidelidad y lealtad a quienes edificaron en un solar de confusión y caos el Estado sobre el que discurrió nuestra vida no es incompatible con la dicha, sino todo lo contrario, porque «dichoso es -decía Goetheaquel que recuerda a sus antepasados con agrado / que gustosamente habla de sus acciones / y que serenamente se alegra viéndose al final de tan hermosa fila».

Una lealtad que obliga a mirar el Derecho público tal como aquellos liberales lo hicieron: de frente, sin las reductoras anteojeras de las construcciones dogmáticas, tedioso camuflaje tantas veces de una realidad política convulsa y agitada, cuyo diagnóstico y remedio no puede venir más que de una ciencia jurídica valorativa entre cuyos fines prioritarios está servir la racionalidad y operatividad del Estado, que es de lo que depende la continuidad de un proyecto ilustrado de modernidad que los hombres que antes cité personificaron y defendieron. Sin embargo muchos iuspublicistas se comportan ante las graves cuestiones de Estado como si fueran, a la vez, extranjeros y antropólogos que han de respetar todas las culturas, todas las soluciones, todas las ocurren cias legales, sin valorar ni interferir en su devenir, porque no hay una verdad objetiva, transcultural, ni una solución mejor que otras.

Frente a esa equivalencia de las soluciones, tan postmoderna, ni siquiera vale, en ocasiones, lo que dice la Constitución, como ha ocurrido en la regulación de la Administración de Justicia, sobre la que casi nada de lo escrito por el constituyente se ha respetado realmente por la Ley Orgánica 6/1985 del Poder Judicial, aprobada a instancias del Gobierno socialista: ni la competencia exclusiva del Estado, ni la estructu ra de la Judicatura conforme al principio de cuerpo único y carrera administrativa, ni la predeterminación legal del juez, ni la mayoritaria autogestión judicial, ni, en fin, se ha respetado la regla de la apoliticidad de los que sirven a la justicia.

El Cuerpo único de jueces y magistrados

Dejando para otra ocasión explicar cómo es ya cosa pasada la competencia exclusiva del Estado sobre la Administración de Justicia, y centrándonos en la figura de los jueces, recordemos que la Constitución impuso a la judicatura el modelo de función pública más rígido y cerrado, puesto que aludió a ello con dos adjetivos definitorios del modelo más tradicional de los cuerpos de funcionarios, prescribiendo a ese efecto que los jueces formarán un cuerpo único y se sujetarán al principio de carrera.

El cuerpo único no se define en la ciencia administrativa y burocrática por el dato formal de la inclusión de un conjunto de personas en un mismo escalafón, reuniendo a todos los nombrados funcionarios o jueces en una sola lista, sino por el criterio material de la igualdad en la formación que comporta la unidad de método y procedimiento de selección para el ingreso en el colectivo profesional -el cuerpo- al que se asigna la responsabilidad exclusiva de gestionar un servicio o una función pública. Juez de cuerpo único es, ante todo, exigencia de un tipo standard o unificado de juez, lo que solo se consigue mediante un procedimiento selectivo común por el que pasan todos los que ingresan en la Judicatura.

En este sentido, el cuerpo único o tipo único de juez lo inició el artículo 94 de la Constitución de 1869, al prescribir que «el ingreso en la carrera judicial se hará por oposición», reduciendo drásticamente el tradicional principio de confianza política, es decir, de discrecionalidad gubernativa para el nombramiento de jueces y magistrados a un cuarto turno. Pero incluso ese cuarto turno fue abatido como contrario a la independencia judicial por políticos posteriores de muy variada significación. Salmerón, Montero Ríos y Eduardo Dato firmaron sendos Decretos que terminaron definitivamente con el cuarto turno en el año 1902 (Real Decreto de 22 de diciembre). Unificado desde entonces el siste ma de ingreso en la carrera, mediante una única oposición, la Constitución, con la exigencia de la unidad de cuerpo vino a corregir la dualidad de jueces originada por la dualidad de oposiciones para el ingreso: una para el cuerpo de funcionarios municipales y otra para el de ingreso en la carrera judicial  como juez de primera instancia e instrucción. En todo caso, es claro que el constituyente trató de volver a las fuentes y acabar con la dualidad de jueces originada por una dualidad de oposiciones, pero no acabar con la oposición como sistema único de ingreso en la carrera judicial y volver a la figura de jueces sin oposición, de «jueces de turno».

Pues bien, ochenta y tres años después de haber sido repudiado por la historia judicial española como contrario a la independencia y neutralidad judicial, ha vuelto el sistema de turnos para el ingreso en la judicatura por mor y por gracia de la Ley Orgánica de 1985. Los jueces son ahora de diversos tipos, de muy distintas madres: hay jueces, sí, de oposición, pero también jueces hijos de las Comunidades Autónomas que nacen y mueren en ellas, jueces de tercer y de cuarto turno cuyos sistema de selección no es la oposición sino unos muy discutibles y po co fiables concursos.

La exposición de motivos de la Ley Orgánica de 1985 justificó la admisión de los jueces de tumo, sin oposición, en una falacia:  ¡nada menos que en la insuficiencia del número de jueces, afirmando que «la selección a través de la oposición no permite que la sociedad española se dote de Jueces y Magistrados en número suficiente»! ¡Como si no se contaran por varios miles los aspirantes licenciados en Derecho capaces de superar unas pruebas cuyo elevado nivel no es más que una consecuencia del escaso número de plazas que ordinariamente se anuncian en relación con el número de opositores y las necesidades del servicio judicial!

¿Cómo justificar, además, en el estricto concepto de juez de cuerpo único, de juez de carrera, la existencia de jueces suplentes de Tribunales, de jueces sustitutos de Juzgados, así como de jueces interinos o de provisión temporal, permitiéndose la continuidad discrecional de los ya jubilados, es decir, de los que ya no son de la carrera ni podrían serlo más (arts. 201, 208, 26 bis y 401 de la Ley Orgánica)?

La Constitución ha vinculado la independencia del juez a un tipo de formación profesional, la oposición, y a un tipo de relación jurídica de tipo funcionarial muy precisa y permanente, y por ello no son admisibles los jueces que, por su origen y la inestabilidad de su status, son fácilmente  manipulables,  como los interinos,  los de complemento,  los jueces  estampillados,  los jueces  o magistrados ya jubilados,  o, eventualmente, los jueces contratados con arreglo al Derecho civil o laboral. El juez ha de ser siempre juez de cuerpo y de carrera por imperativo constitucional y estar ligado al Estado por una relación de Derecho público permanente, dado que la Constitución no hace excepción alguna; por ello, no hay otro modo de resolver las necesidades del servicio -transitorias o temporales- que con un aumento de los efectivos de la plantilla de la judicatura  profesional, adscribiendo una parte de ella a misiones de suplencia, sustitución o cualesquiera otras urgencias.

La ausencia del principio de carrera

El principio de cuerpo único tal como lo hemos expuesto queda reforzado por la referencia constitucional al juez de carrera, que es sinónimo también -en la historia legislativa española- de juez por oposición y no de turno político. Además, esta referencia al juez de carrera lleva consigo la necesidad de respetar el principio de promoción profesional dentro del cuerpo.

Talleyrand, en texto clásico, definió el sistema de carrera como un sistema de promoción dentro del cuerpo: «no existe -afirmaba- más que un medio de establecer y de fijar, en cada Administración, el espíritu que le es propio: este medio consiste en un sistema de promociones sabiamente concebidas e invariablemente ejecutadas. Una Administración que no tiene un sistema de promoción no puede hablar propiamente de servidores del Estado. Los hombres que la ocupan son unos asalariados, que no ven delante de ellos alguna perspectiva, alrededor de ellos ninguna garantía, y por encima de ellos ningún motivo, ningún elemento de subordinación».

El principio de carrera supone, además de la entrada única y común en el cuerpo, la existencia en éste de diversos grados o categorías por los cuales «correr», transitar a lo largo de la vida profesional en función de un derecho reglado al ascenso. Así ocurría tradicionalmente en la carrera judicial en la que se reconocían seis categorías (tres en la de jueces y otras tres en la de magistrados, denominadas de «entrada», «ascenso» y «término»), además de la categorías de magistrado del Tribunal Supremo y Presidente de Sala de éste.

La Ley Orgánica de 1985 solo admite dos categorías: la de Juez y la de Magistrado. Por ello solo es posible una única promoción a lo largo de la vida profesional del juez, un ascenso a magistrado, y no siempre, puesto que no puede darse dicho ascenso para los ingresados por los tumos de magistrado, por donde se evidencia de nuevo que, aunque incluidos en un escalafón, unos jueces son de carrera, aunque mínima, y otros no.

Del principio de carrera ha quedado excluida, una vez más, la categoría de Magistrado de Tribunal Supremo, que sigue inscrita, absolutamente, en la órbita del principio de confianza política. Ningún derecho tienen los magistrados  a ser promovidos  a Magistrados  del Tribunal Supremo, categoría que se otorga por libre designación, no recurrible judicialmente, entre quienes han servido quince años en la carrera judicial o, fuera de ella, entre juristas de reconocido prestigio (arts. 343 y 344). Este sistema infringe el principio constitucional  del mérito que obliga a una confrontación entre los capacitados para el ascenso o, en su defecto, a otorgar éste por rigurosa antigüedad y a que la decisión sea judicialmente controlable. Por ello, nada distingue el sistema de ascensos a Magistrados del Tribunal Supremo de los ascensos a generales y almirantes de los Ejércitos o de la Armada, que son de libre designación por el Gobierno; ¡no nos engañemos!: para ser Magistrado del Tribunal Supremo hay que mendigar.

¡Qué lejos estamos de las soluciones propiciadas en la Asamblea Judicial celebrada en Madrid bajo la presidencia del ministro de Justi cia, don Femando de los Ríos, del 6 al 12 de julio de 1931, y que se plasmaron en el Anteproyecto de Ley redactado por la Comisión Jurídica Asesora, en virtud del cual los ascensos a Magistrado del Tribunal Supremo se otorgaban en tres tumos: uno por la antigüedad entre magistrados, otro por oposición entre éstos y un tercero por oposición libre, fórmula muy similar a la seguida en la carrera notarial!

Pero hay más: lo grave no es únicamente el ascenso por decisión política de un magistrado al Tribunal Supremo, sino que este ascenso es el comienzo para muchos de una verdadera carrera -pero políticamediante las sucesivas promociones que el ya instalado en él puede recibir del Gobierno o de otras fuerzas políticas. Nada impide que el gobierno o esas fuerzas puedan de nuevo tentar la ambición del magistrado proponiéndole su promoción a Presidente del Tribunal Supremo, a Fiscal General del Estado, a Magistrado del Tribunal Constitucional, a Consejero de Consejo de Estado, del Tribunal de Cuentas o del Consejo General del Poder Judicial, etc. En definitiva, el ascenso a magistrado del Tribunal Supremo no es el final de la carrera judicial, sino el principio, el comienzo de un sistema de promoción tan ajeno al principio del mérito y al valor constitucional de la independencia judicial como inserto está en la lógica política.

Predeterminación legal del juez

La multiplicidad de clases de jueces y la ausencia de una promoción reglada incide muy negativamente sobre el grado de predeterminación legal de juez que la Constitución también impuso como un elemento de la garantía judicial efectiva (art. 24). Porque, justamente, cuerpo único y carrera reglada constituyen el primer nivel o elemento, la relación de servicio, sobre la que se asienta inicialmente esa predeterminación, negada ab initio, recordamos, por las potestades discrecionales de los órganos de gestión de la judicatura en los nombramientos dejueces y en  su promoción. Predeterminación se opone a indeterminación tanto como potestad reglada se opone a potestad discrecional.

En un segundo nivel, la predeterminación legal del juez depende de los criterios para la asignación de destinos o plazas en los juzgados y tribunales. Habrá predeterminación legal si es la Ley misma la que establece determinados criterios para la provisión de las plazas entre los jueces y magistrados, y no la habrá si la Ley remite su fijación a otros órganos.

Cierto que la Ley Orgánica del Poder Judicial establece para las plazas de los niveles inferiores un criterio fiable porque se asignan por concursos en función de la antiguedad (arts. 329, 330 y 332). Pero para las plazas superiores e importantes de la Magistratura, la indeterminación legal es absoluta y, en consecuencia, las Presidencias de las Audiencias Provinciales, de los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas, la Presidencia de la Audiencia Nacional y Presidencias de Sala de ésta, y todas las plazas de Magistrados del Tribunal Supremo y sus presidencias de Sala se asignan, como los cargos políticos, por libre designación, sin previo concurso, sin el menor respeto al principio constitucional del mayor mérito, ni a la antigüedad de unos u otros jueces y magistrados.

La Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 no ha hecho tampoco el menor esfuerzo para fijar los criterios objetivos para establecer los tumos para la composición y el funcionamiento de las Salas y Secciones de los tribunales, para completar provisionalmente la composición de las Salas, para distribuir los asuntos entre las Salas o para la asignación de las ponencias, remitiéndose a los criterios de las Salas de Gobierno (arts. 149 y 152). En definitiva, los criterios objetivos para la predeterminación del juez que ha de juzgar cada asunto, que, por imperativo constitucional, deberían estar definidos en mayor o menor medida por la Ley Orgánica, son sustituídos por los criterios de unos órganos cuyos titulares, por haber sido mayoritariamente designados por el Consejo, representan la línea político-judicial.

El gobierno de los jueces

Frente a estos hechos y valoraciones pudiera argüírse que nada de eso afecta al principio de la independencia y neutralidad judicial, pues  para eso la Constitución creó el Consejo General del Poder Judicial como gestor imparcial de la carrera de los jueces y estableció los principios de inamovilidad y de apoliticidad.

Cierto que la Constitución española, copiando la Constitución italiana de 1947, concibió el Consejo General del Poder Judicial como autogobiemo judicial, pues doce de los veinte miembros habían de ser designados por elección entre los jueces, como tradujo correctamente la Ley Orgánica 1/1980, de 10 de enero, que reguló las elecciones entre los jueces y magistrados. Una fórmula «progresista» (entre comillas), porque en progresismo corporativo judicial ni la Constitución italiana ni la española llegaron al nivel de Primo de Rivera, que en el año 23 creó (Real Decreto de 20 de octubre) la Junta Organizadora del Poder Judicial para el autogobiemo tanto de los jueces como -¡asómbrense Vds.!- de los fiscales: «confiamos -decía la exposición de motivos- a la propia Magistratura su depuración, su reforma y su régimen, porque estamos seguros de ella misma, pero alejándola de toda intervención política, de todo aquello que desgraciadamente ha perturbado su vida». La Junta estaba constituida por jueces magistrados y fiscales de todas las categorías elegidos por sus compañeros y formulaba propuestas vinculantes para el Gobierno sobre nombramientos, ascensos, traslados y permutas.

Pues bien, la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 enmendó la Constitución, sustituyendo el autogobiemo mayoritario de los vocales representantes de los propios jueces y magistrados por otra en que los jueces no eligen a doce vocales sino que éstos son designados por el Congreso de los Diputados y el Senado. En este nuevo sistema, como es público y notorio, los nombramientos de vocales del Consejo se negocian entre las cúpulas de los partidos, convirtiendo al Consejo General del Poder Judicial en un testaferro, un administrador  longa manu, una terminal de las fuerzas políticas mayoritarias, por lo que, en definitiva, son los partidos las que ejercen de hecho, por intermedio del Consejo, las facultades de libre designación que a éste reconoce la Ley Orgánica sobre la promoción profesional de los jueces -tales como nombramientos para las Presidencias  de Audiencias provinciales, Tribunales Superiores de las Comunidades Autónomas  y la totalidad de las plazas de Magistrados del Tribunal Supremo y Presidencias de Sala de éste-.

La actual composición del Consejo nos ha llevado al peligro -que hoy es una evidente e incontestable realidad- de una gestión política de la carrera judicial. Sin embargo, como antes dijimos, el riesgo de la politización de la carrera judicial sería desdeñable, incluso con la actual composición del Consejo, si los nombramientos de los cargos judiciales, y sobre todo el ascenso a Magistrados del Tribunal Supremo, estuviera reglado, y no fuera -como es- absolutamente discrecional, judicialmente irrecurrible.

Síguese de aquí que, supuesta la normación rigurosa de la carrera judicial sin concesiones a una discrecionalidad rayana hoy, por ser irrecurribles las decisiones, con la arbitrariedad, la mejor fórmula para gestionar la carrera judicial es la francesa, tradicional en nuestro país, de hacer responsable de la misma al Ministerio de Justicia, con la mediación de un Consejo de la Magistratura parcialmente representativo de la carrera judicial. Y es que toda gestión pública, y la carrera de los jueces lo es, debe tener un último responsable político, alguien ante al que reclamar y poder destituir, lo que no es posible si los vocales del Consejo General del Poder Judicial son elegidos por los propios jueces o propuestos por el Congreso o el Senado, dado que dichos vocales no pueden ser removidos gubernativamente, ni comparecen en los procesos electorales, y no hay posibilidad de interponer contra ellos mociones de censura.

En todo caso, aunque no sea ningún acierto, el sistema de autogo biemo judicial mayoritario es, al menos, la solución preferida por la Constitución, como no pudo por menos de reconocer el Tribunal Constitucional (STC, 108/86 de 26 de julio, F.J. 13°). Por ello, mientras la Constitución no sea modificada, la solución divergente de la Ley Orgánica de 1985 seguirá constituyendo, pese a que no fue anulada en aque lla instancia, uno de los más clamorosos casos de fraude de la norma suprema.

La actividad política de los jueces y magistrados y la desfasada fórmula de la inamovilidad judicial

Pero la independencia judicial, además de descansar sobre el principio riguroso de cuerpo único y carrera reglada, se cimenta también en la apoliticidad de los jueces y magistrados. La Constitución así lo pre-tendió, al prohibirles formar parte de partidos y sindicatos y al ordenar al legislador «establecer las incompatibilidades necesarias para asegurar la total independencia de los mismos» (art. 127). De esta forma el constituyente asumía la línea anglosajona de la neutralidad política del funcionariado, que en nuestro país hizo realidad el Decreto-Ley de Gutiérrei Mellado 10/1977, de 8 de febrero, para los militares a los que se prohibió toda forma de participación política bajo la sanción de la pérdida definitiva de la carrera militar.

La Constitución ponía así en evidencia que la independencia del juez no depende tanto de la formulación clásica del principio de inamovilidad, que le protegía de las sanciones y medidas arbitrarias, cuanto también de su propia conducta, de su neutralidad estricta ante las diversas opciones políticas, a las que podría favorecer o perjudicar desde su posición judicial a cambio de beneficiarse a sí mismo con las pro mociones que en la propia carrera judicial o fuera de ella, directa o indirectamente, podría recibir el juez de esas mismas fuerzas políticas. En definitiva, la Constitución no ha configurado la independencia judicial como un derecho del juez sino como un deber de éste de soportar todas las limitaciones legales precisas para asegurar su neutralidad política. Con ello queda deslegitimado el discurso pseudoprogresista de que los jueces son y deben ser tratados como los demás ciudadanos y no sufrir ninguna limitación de sus derechos fundamentales. Nada de eso: la Constitución autoriza a atar muy corto e impone directamente limitaciones a aquellos que asumen voluntariamente profesiones dotadas de poderes excepcionales sobre los demás ciudadanos, como son los militares y los jueces: unos porque tiene el monopolio de las armas; otros porque tienen un poder todavía mayor, privarnos de nuestra libertad. Cualquier derecho debe rendir banderas en aras de asegurar el valor, constitucionalmente superior, de la independencia judicial.

Pues bien, contrariamente a la legislación tradicional, que no facilitaba en absoluto la actividad política de los jueces y contrariando la Constitución, la reforma socialista de 1985 no solo no prohíbe, sino que ha ideado un sistema para excitar y fomentar su pasión partidaria, al premiar y estimular el transfugismo a la actividad política, recono ciendo el tiempo de servicio en la política como tiempo de servicio activo y antigüedad en la carrera judicial y, más aún, reservando al juez tránsfuga el puesto judicial que desempeñaba. En otras palabras: en vez de establecer -como manda  la Constitución-  la incompatibilidad política más rigurosa «para asegurar la total independencia judicial», la Ley Orgánica de 1985 estimula la compatibilidad de la actividad política con la condición de juez y da todas las facilidades para que esa compatibilidad se produzca, pues a estas alturas ya sabemos que para mandar en un partido o hacer carrera política -una vez inventada la categoría de «independiente del partido», una especie de «tapado» que se transforma en paracaidista o legionario que interviene en los momentos de peligro- lo de menos es la afiliación formal, la posesión del carnet.

En resolución, la Ley Orgánica de 1985 no solo no impide, sino que fomenta que los jueces y magistrados engrosen las listas electorales como «candidatos estrella» o que formen parte de los cuadros del gobierno o de la Administración que de aquél depende y, para más escarnio de la neutralidad, la independencia judicial y lesión del propio servicio, con reserva de sus plazas judiciales (arts. 352 y 353 de la Ley Orgánica).

Cierto que los jueces tienen derecho a participar en la vida política en tanto ciudadanos. Pero no hay razón ni motivo para que se les reser ve, después de abandonar por la política la judicatura, la condición de juez y menos aún el puesto judicial. Cuando el juez pasa a la política pierde el derecho a que se crea en su independencia, en su neutralidad frente al ejecutivo presente o al que está por venir. Sobre estos jueces y magistrados hay ya una presunción fundada de dependencia u hostilidad frente a fuerzas políticas determinadas, por lo que nunca volverían a formar en los cuadros de la judicatura, sí se les aplicase la fórmula del Civil Service británico, ejemplo de neutralidad política: «vosotros los funcionarios -dice el Manual del civil servant que edita la Tesorería- no podéis ser miembros del Parlamento y al mismo tiempo permanecer como servidores desinteresados e imparciales de ese Parlamento. El miembro del Parlamento debe tener la libertad de decir lo que pien sa del Gobierno y de criticar sus acciones, cuando y como quiera. El funcionario no puede tener esa libertad. Según los mismos principios, un funcionario no debe jugar abiertamente un papel en las luchas políticas, incluso si no tiene intención de presentarse como candidato en las elecciones. Esto no significa que no debáis tener opiniones políticas, que debáis votar en las elecciones, sino simplemente que debéis de absteneros de hacer cualquier cosa que pudiera hacer dudar a la opinión pública de vuestra imparcialidad en el ejercicio de vuestras funciones. Poco importa, naturalmente, el partido político al que pertenez-cáis: el partido que tiene hoy la mayoría puede pasar a la oposición el año siguiente, la semana próxima, y si vuestra fidelidad al Gobierno no es puesta en duda ahora, podrá serlo entonces».

Dicen que los jueces ingleses se disculpan de quienes bromean sobre la rizosa y blanca peluca con que se cubren en los juicios alegando que no tienen otra forma de distinguirse de los delincuentes. Quizás por eso nunca cambian su condición de juez por un acta de diputado, porque si tal hiciesen habrían perdido para siempre su neutralidad política, su independencia, y por ello nunca más podrían volver a ser jueces, ponerse la peluca, ni diferenciarse de los delincuentes.

Entre nosotros, por el contrario la independencia judicial es materia disponible, intra comercium, susceptible de tratos electorales y de otra índole entre el juez y los partidos políticos; es una muestra clara de la degeneración de nuestro Derecho público, que se evidencia cuando los intereses partidarios o personales de los servidores del Estado se ante ponen a los valores constitucionales. El Ejecutivo, que no puede desti tuir o trasladar al juez, sí puede ponerse de acuerdo con él para promocionarle en la carrera judicial por medio de sus fieles en el Consejo General del Poder Judicial o por él, directamente, en cualquiera otra esfera de la política y de la Administración, guardándole la titularidad del órgano judicial que venía desempeñando por el tiempo que considere conveniente. La conclusión es obvia: las ambiciones de los jueces y los intereses políticos partidarios se han hecho primar sobre la exigencia de neutralidad y independencia judicial  que la Constitución consagra. Dicho en términos vulgares: la Ley Orgánica de 1985 protege la ina movilidad judicial frente al palo, frente a la sanción, pero no la protege de la zanahoria profesional, es decir, del ascenso inmerecido a las presidencias de los Tribunales Territoriales o al Tribunal Supremo, ni de los mandatos parlamentarios o de los nombramientos gubernativos. Pese a la Constitución, y en razón a esa extraordinaria movilidad que ha introducido la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985, el juez aparece ante el desconcertado pueblo español con una doble faz: unas veces es Mr. Hyde y otras el Doctor Jekyll: unas veces se presenta con rostro de severo e impoluto magistrado, incluso progresista, y otras con cara de mitinero en plaza de toros, de diputado o de Ministro del Interior.

De todo ello resulta que la fórmula constitucional sobre la inamovilidad de los jueces que introdujo la Constitución de 1837 (art. 66) y que tenía pleno sentido sobre un fondo y un pasado en que no existía una carrera judicial (cuando los cargos de la justicia se daban y quitaban en función del principio de confianza política) resulta ahora, siglo y medio después, una fórmula anacrónica, cuando ya ni los funciona rios más modestos son trasladados, jubilados ni sancionados sino en función de lo dispuesto por la ley y posterior control judicial. Por ello, yo postulo otra fórmula sobre la inamovilidad judicial: un precepto que nos proteja de la promoción inmerecida del magistrado adicto o de la patada hacia arriba del desafecto, porque no olviden ustedes que la mejor manera de desalojar a un magistrado incómodo de su puesto es pro mocionándolo. Y ¿quién puede resistirse a ser Magistrado del Tribunal Supremo? o, si ya se es ¿cómo resistirse a ser nombrado, por ejemplo, Magistrado del Tribunal Constitucional o Consejero Permanente de Estado, prolongando la actividad profesional muy por encima de la jubi lación a los setenta años? No, no pueden exigirse heroicidades: lo que hay que hacer es erradicar la posibilidad de tentaciones activas y pasivas. Es por ello urgente una redefinición de la inamovilidad judicial, adaptada a nuestros tiempos, que afirmase algo así: «los jueces y magistrados no podrán ser promovidos a ningún puesto judicial si no es por riguroso y acreditado mérito o, en su defecto, en función de la antigüedad, y no podrán ser nombrados para ningún cargo público sino hasta pasados dos años de su cese en la carrera judicial».

Reflexión final

Esta breve reflexión sobre la carrera judicial muestra como se ha cumplido en ella el mito de Sísifo, según el cual la historia de los esfuerzos de los hombres parece sujeta a la maldición de su inutilidad. Toda la fuerza necesaria para llevar la piedra a lo alto de la montaña se viene abajo cuando se llega a la cumbre, porque otra fuerza contraria arrastra la pesada carga hacia las profundidades.

También aquí los esfuerzos del pasado por llevar hacia arriba, hacia su culminación, la carrera judicial -que tantas buenas voluntades y es fuerzos de todas las fuerzas políticas concitó en el pasado y que asumió la Constitución de 1978- se han venido abajo con la reforma socialista de 1985, que ha reintroducido de nuevo en el sistema judicial la lógica del principio de confianza política, y ha excitado al máximo -en la ley y en la práctica- la pasión y la dependencia política de los jueces. La politización de la justicia o la judicialización de la política, de la que tanto se habla a propósito de la corrupción política y de los presuntos crímenes de Estado, tiene en esa Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 una de sus causas más determinantes.

A los profesores de Derecho no nos corresponde ciertamente enjui ciar presuntos crímenes de Estado, pero sí está en el centro de nuestro deber investigar y denunciar las perversiones del ordenamiento jurídico, las desviaciones e infracciones del texto constitucional. Para esa labor de investigación y de denuncia creo preciso, lo recuerdo, abandonar el purismo lógico-formal que, como decía Trieppel, «excluye al Derecho del contacto con otras ciencias, que hace de él una esotérica teoría solo comprensible para los iniciados, que presenta a todas las instituciones estatales, Constitución, Parlamento, Corona, autoadministración y muchas otras únicamente como esquemas sin sangre, sin refe rencia alguna a su historia, a su contenido ético, a su relación con las fuerzas políticas, lo que necesariamente conduce a una esterilización de la teoría del Estado y del Derecho».

Entre esas investigaciones considero prioritario reflexionar sobre lo acontecido en el poder judicial, cuyo secuestro partidario es el más grave crimen contra el Estado de Derecho y la Constitución. Corromper el sistema judicial es atacar la «Santa Bárbara», la esencia misma del ordenamiento jurídico, que queda así desprovisto de toda fiabilidad. Es, pues, nuestro deber, recoger el testigo de todos aquellos, no pocos, que en los dos últimos siglos lucharon por la independencia y neutralidad de los jueces, e intentar de nuevo llevar la pesada losa de un sistema judicial ineficaz y politizado otra vez hacia arriba, hacia la transparencia, poniendo en ello el esfuerzo necesario y, sobre todo, acopiando para esa obra lo más difícil de encontrar, el bien más escaso: la esperanza. En esa urgente tarea yo no dudo que los juristas de la Universidad Carlos m de Madrid irán en vanguardia, en la misma vanguardia en la que siempre caminó su Rector en defensa de los valores democráticos.