Eduardo Galán
Se camina decididamente hacia un modelo en el que la sociedad sustituya al Estado en el protagonismo del hecho teatral, sin la coacción de los políticos de turno, o se apoya el actual modelo de intervencionismo y de estatalización del teatro.
El descenso espectacular de espectadores en los últimos diez años, el aumento del paro entre los profesionales del teatro, la desaparición de numerosos locales escénicos, la pérdida de actividad económica en el sector, la crisis que sufre la empresa privada, el predominio del teatro de iniciativa pública, la marginación de los autores españoles vivos, el muy criticado sistema de subvenciones, la inexistencia de vías alternativas de financiación para el teatro en España, el intervencionismo, la progresiva estatalización y las acusaciones de clientelismo en la programación de los teatros públicos y en la concesión de las subvenciones, son índices elocuentes del fracaso de la política teatral del gobierno socialista. Intervencionismo y estatalismo En el campo de las artes escénicas, el Estado controla casi por completo la actividad teatral, de tal manera que la intervención del Poder se manifiesta por medio de la subvención y del fomento de los teatros públicos. La mayor parte de los espectáculos profesionales que se exhiben en España lleva el sello del Estado (administraciones central, autonómica y municipal) a través de las subvenciones o de las producciones de los teatros públicos. Son escasísimas las producciones profesionales que no reciben una ayuda económica de las administraciones. De ahí que no pueda negarse que nos hallamos ante un teatro fundamentalmente estatalizado, en el que el poder político ejerce un férreo control presupuestario. Las consecuencias de esta estatalización han sido negativas para la actividad escénica. La empresa privada (productores y compañías) se ha visto envuelta en una situación de inferioridad económica y de difícil competencia con respecto a la empresa pública. Tanto los locales privados como las empresas o compañías de producción deben competir con las magníficas instalaciones de los teatros públicos (con infraestructras excelentes y equipos técnicos y personal, cuyo número es al menos cuatro veces superior a los de los teatros privados) y con las superproducciones de la empresa pública (número de actores, escenografías, vestuario, publicidad, etc.). La empresa privada, pues, produce sus espectáculos en desigualdad económica con respecto a la empresa pública, pues ésta puede disponer de unos presupuestos más elevados y no asume en ningún caso el riesgo del fracaso. La empresa privada necesita de la participación de los espectadores (de la aprobación de la sociedad) mientras que el teatro público programa independientemente de los gustos o intereses de los ciudadanos, pues ni el balance económico del teatro ni la estabilidad financiera de sus gestores dependen de los ingresos de taquilla. En esta situación, los empresarios privados apenas si se arriesgan a una producción si no cuentan con la ayuda económica que concede el Estado a través de las subvenciones. Por otra parte, la proliferación desmedida de teatros públicos resta oportunidades de exhibición de sus espectáculos a las compañías privadas, a pesar de la reciente creación de la Red Española de Teatros y Auditorios. Entre las consecuencias generadas por la estatalización del teatro no debemos olvidar la marginación de la dramaturgia nacional. Los teatros públicos, en general (existen excepciones como el Centro Cultural de la Villa de Madrid y el recientemente desaparecido Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas), ni producen ni programan obras de autores españoles vivos. Han sido y continúan siendo los empresarios privados los que apuestan por la cultura viva, por el teatro de hoy para el espectador de nuestro tiempo. Pero estos carecen de las posibilidades económicas de los teatros públicos para llevar a cabo superproducciones, lo que incide en la difícil promoción del teatro de autor español vivo. Además, el autor español se ha visto obligado a realizar una serie de concesiones artísticas para poder estrenar: evita las complicaciones escenográficas y procura reducir al mínimo el número de personajes. No parece, pues, que el intervencionismo y la estatalización sean convenientes para el teatro en España. Sin embargo, cuenta con numerosos defensores, que propugnan la intervención del Estado para poder llevar a cabo un denominado teatro de arte, que contraponen al denominado teatro comercial. Se trata de una falsa dialéctica que pretende otorgar al primero la patente del buen gusto, la ética y el arte, mientras que se reserva para el segundo los apriorismos del mal gusto, la comercialidad y el mercantilismo. Sin embargo, se olvida que a menudo los defensores de ese intervencionismo del Estado no pretenden más que vincularse al Poder para obtener el dinero con el que poder afrontar sus espectáculos, sin tener en cuenta el interés social de sus propuestas ni la respuesta de los espectadores. Naturalmente que debe haber un teatro de investigación y de renovación de las artes escénicas, ayudado por los poderes públicos, pero con criterios bien distintos a los de la actual discrecionalidad del político de turno. No podemos caer en un falso debate entre mercantilismo y teatro de arte, entre una política que responda exclusivamente a criterios de mercado y taquilla y una política que prescinda de estos criterios so pretexto de favorecer la renovación de las artes escénicas. Aunque debemos caminar hacia un modelo de predominio de la taquilla, lo que supone dejar en manos de la sociedad y no del Estado (es decir, de los políticos de turno) la actividad teatral, no podemos caer en el error de dejar todo el teatro en manos del mercado. Las condiciones económicas y la estructura de la industria (o artesanía) cultural no son las apropiadas para que la actividad teatral pueda funcionar libremente mediante la ley de la oferta y la demanda. Se requieren, en la actualidad, criterios correctores que eviten la desaparición del teatro alternativo, la marginación de la dramaturgia nacional o el estancamiento del teatro para niños, por citar tres ejemplos de un teatro que el Estado sí debe fomentar. Ahora bien, estos criterios correctores no pueden ni deben suponer intervencionismo y control directo por parte de los poderes públicos. Deben ser criterios que estimulen la creación, la producción y la respuesta social. No resulta admisible mantener por más tiempo la cultura del fracaso subvencionado. Existen otras fórmulas alternativas alejadas del intervencionismo del Poder de alentar la investigación escénica, de fomentar el denominado teatro de arte y de favorecer la creatividad y el resurgir del teatro de todo tipo de teatro en España. Y siempre desde presupuestos que salvaguarden la libertad de expresión y la igualdad de oportunidades para todos. ¿Podemos admitir en tiempos de crisis que con el dinero de todos el Estado asuma como una obligación escénica la de fomentar con 290 millones de pesetas un tipo de teatro al que sólo acuden durante un año 8.333 espectadores (temporada 199394 en el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas)? (1). No se trata de reducir el gasto en cultura, como afirman algunos políticos, sino de invertir con criterios de rentabilidad social, objetividad, neutralidad, transparencia y justicia. Se trata, en definitiva, de redistribuir los presupuestos del Estado con unos criterios que eviten la competencia desleal entre teatros públicos y privados y que eviten el clientelismo y la arbitrariedad del Poder. No parece que el balance de los doce años de política teatral socialista sea halagüeño. Si bien debemos reconocer el fuerte impulso económico que se ha prestado a la política de rehabilitación de locales escénicos por toda la geografía española (a través de los acuerdos de inversión con el MOPU) y la creación de una Red Española de Teatros y Auditorios, lo cierto es que se ha conseguido el efecto contrario al perseguido: el teatro ha dejado de ser un fenómeno popular y se ha convertido en un acontecimiento elitista y minoritario. El número de espectadores ha descendido de once a cinco millones en 1990 en el conjunto del territorio español (2). Por lo que se deduce de los estudios de Moisés Pérez Coterillo, Madrid por ejemplo continúa perdiendo espectadores: 300.000 en la temporada 199394. Téngase en cuenta, además, que en los últimos diez años Madrid ha perdido un millón y medio de espectadores (3). Además, se ha arrebatado a la sociedad española la capacidad de producir espectáculos y se ha dejado este poder de decisión en manos de la clase política. Y, en fin, el intervencionismo ha desembocado en el control artístico de la actividad teatral por parte del Poder. Esta voluntad de control se manifiesta en los Presupuestos del Ministerio de Cultura. Así, en 1994, el INAEM dedicó al capítulo de subvenciones al teatro privado la cantidad de 370 millones de pesetas de un total de 2.591 millones. Lo que significó un 14% del presupuesto de teatro. Si comparamos estas cifras con las destinadas en 1992 por el gobierno francés, las conclusiones son obvias. En este sentido, Pérez Coterillo apunta: El ministerio francés de Cultura destinó al teatro en 1992 la suma de 27.326 millones de pesetas, de los que el 26% corresponde a los teatros públicos, mientras que el 74% restante respalda iniciativas privadas (4). Podría resumirse lo dicho hasta aquí afirmando que la política de la administración central ha preferido invertir en la oferta antes que en la demanda. Frente a esta práctica política, que ha conducido a una de las crisis teatrales más complejas, debe plantearse una filosofía política basada en una libertad de creación sin control del poder político. Una filosofía política que evite la intervención de los poderes políticos e impida el clientelismo; que propugne el control del dinero público por parte de la sociedad: que sea ésta libremente la que pueda determinar de qué manera deben invertirse sus impuestos. Esta defensa de la libertad de la sociedad no debe suponer una abstención del poder político de sus obligaciones con la cultura española en general y con el teatro en particular. El poder político tiene la obligación de crear el clima adecuado y propiciar las circunstancias que posibiliten el fomento y desarrollo de las artes escénicas. Para ello es imprescindible llevar a cabo una revisión de la política fiscal, un desarrollo más generoso de la Ley de Mecenazgo, una revisión de la política de subvenciones, una adecuación de los medios de comunicación de titularidad pública a las necesidades culturales del país y la inclusión de las artes escénicas en los planes de estudio de los diferentes niveles de la enseñanza. La financiación del teatro Durante los doce años de gobierno socialista nos hemos acostumbrado a que sea el Estado a través de sus administraciones central, autonómica y municipal el que financie en gran medida el teatro en España. El Estado se ha convertido en el primer empresario teatral, que no repara en gastos a la hora de producir sus propios montajes ni en el mantenimiento de sus espacios escénicos e infraestructuras. Como hemos visto, basta una ojeada a los presupuestos del INAEM para constatar que el gobierno socialista ampara el teatro público y descuida el teatro privado. Las ayudas al teatro privado en 1994 alcanzaron la cifra de 370 millones de pesetas (de un presupuesto de 2.591 millones). En el mismo año, el INAEM destinó 563 millones al Centro Dramático Nacional, 660 millones a la Compañía Nacional de Teatro Clásico y 290 millones al Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas. Por otro lado, no deja de sorprender que el 52% (1.402 millones de pesetas) del presupuesto general se dedicara a gastos del personal. Cifras que debieran hacernos reflexionar sobre el papel que juega el Estado en el mundo del teatro. Lamentablemente, no es sólo la administración central la que alienta el protagonismo del Poder frente al derecho de la sociedad de decidir cómo y a quién deben dirigirse sus impuestos. También las administraciones autonómicas y municipales alimentan fundamentalmente el teatro público. Incluso el Ayuntamiento de Madrid lleva a cabo una política teatral basada, casi exclusivamente, en los teatros municipales. Si bien es cierto y ello debe aplaudirse que el Centro Cultural de la Villa no es una unidad de producción, sino un centro de exhibición de producciones privadas en el que la dramaturgia nacional ha encontrado un apoyo esencial. Debemos consignar que se llevó a cabo la privatización de la gestión del Teatro Madrid, pero en estos momentos desconocemos los datos y cifras de su gestión (no sabemos si han cumplido lo pactado en cuanto a número de representaciones anuales del género lírico y las otras condiciones estipuladas por el Municipio). En cualquier caso, el Ayuntamiento no considera oportuna la ayuda directa a la empresa privada. En la financiación del teatro debemos distinguir, lógicamente, entre teatros públicos (a cargo de los correspondientes presupuestos de las administraciones) y privados. Estos últimos se apoyan en los ingresos de taquilla, en la inversión del productor y en las ayudas que las administraciones (central y autonómicas, fundamentalmente) conceden. Sin embargo, esta política de subvenciones ha sido objeto de todo tipo de descalificaciones por su carácter arbitrario y discrecional. No existe un baremo objetivo que permita al poder político conceder dichas ayudas, sino que las concesiones se basan en el criterio individual y subjetivo del Director General del INAEM y del Consejo Nacional de Teatro. Por más que los responsables de Cultura aleguen la existencia de una serie de requisitos objetivos en la concesión de dichas ayudas, los escándalos han saltado a la prensa en numerosas ocasiones. Se ha llegado al extremo de que los propios miembros del Consejo de Teatro se han autoconcedido generosas subvenciones. Esta falta de ética y de respeto profesional con la colectividad teatral han llevado a Alberto Miralles, Presidente de la Asociación de Autores de Teatro, a solicitar la disolución del Consejo de Teatro (5). Ya en otra ocasión, Miralles había expresado, una opinión respecto a ese Consejo compartida por muchos profesionales del teatro: Yo no creo que los representantes de los colectivos teatrales que lo componen (empresarios, autores, directores, actores, etc.) deban decidir a quién dar subvenciones, porque eso es tanto como determinar quién va a sobrevivir y quién va a desaparecer, sobre todo desde que las subvenciones son la única fuente de financiación. Esta es una labor que chocará con sus intereses y les rebajará a la categoría de verdugos. (…) ¿Cómo no va a ser escandaloso que los miembros del Consejo de Teatro salgan de las reuniones llevándose las subvenciones más cuantiosas? ¿Qué opinan sus representados? ¿Cómo no pensar que las ayudas a los demás se conceden después de pactar las propias? ¿Cómo creer en la objetividad, en la justicia, en la independencia de los miembros del Consejo, si en él hay autores y actores que desean ser contratados por los empresarios que también presentan proyectos?(6). Parece ser que la política de subvenciones no sólo es escasa e injusta (por su desproporción con las cantidades destinadas a los teatros públicos), sino que resulta, además, arbitraria, conflictiva y una fuente de clientelismos. Seguramente, la mejor fuente de financiación sería la de una taquilla eficaz. Ello supondría la libertad absoluta de creación y producción y la eliminación del control que ejerce en la actualidad el Poder. Sin embargo, hoy por hoy la taquilla no puede hacer frente a los costos de producción, incluidos derechos de autor, sueldos de personal, medios técnicos, así como el pago de los impuestos y de la seguridad social, el pago de locales o el mantenimiento de los mismos. Por todo ello, la financiación del teatro debería llevarse a cabo mediante: Io) El mantenimiento de las subvenciones, cuyos criterios de concesión habrán de ser objetivos, neutrales y transparentes. O se modifica la actual normativa y el marco legal en el que se opera, o todos los políticos podrán caer en el amiguismo y en el clientelismo. Toda subvención deberá responder a dos condiciones básicas: objetividad y respuesta de los espectadores (protagonismo de la sociedad frente al despotismo ilustrado del Estado). En este sentido, debiéramos acercarnos a fórmulas de porcentaje según recaudación de taquilla y eliminar, por tanto, las subvenciones anticipadas a proyectos (en los que se conceden arbitrariamente las ayudas a nombres), en las que la sociedad (el espectador) queda relegada. Debería arbitrarse una fórmula de crédito anticipado con una posterior liquidación (a favor del empresario o a favor del Estado) según resultados de taquilla. Con este sistema se prima el éxito, pues se busca la recuperación del público. Aunque el riesgo, para algunos, será el de la posible frivolización del teatro (¿es que nuestro público es mayoritariamente frivolo?), se consigue que sea la sociedad quien decida cómo se fomenta el teatro y se priva a los políticos de turno del control arbitrario (y a menudo viciado por compromisos y amistades) de las actividades artísticas. No obstante, la normativa debiera tener en cuenta una serie de peculiaridades propias del hecho escénico, a fin de evitar su retroceso y de fomentar su práctica. En este sentido, debiera considerarse de manera especial el fomento del teatro de autor español vivo, el fenómeno del teatro alternativo y del teatro para niños. También podría acudirse a fórmulas de teatros concertados por un plazo de tres años y renovable siempre y cuando se cumpliesen una serie de requisitos (entre ellos, el de una asistencia mínima de espectadores por temporada). 2o) Un sistema de matching o inversión del Estado en proyectos en los que el productor asegure una inversión determinada. 3o) Una política de desgravación fiscal. 4o) La mejora de la Ley de Mecenazgo, de manera que pueda surtir efectos benéficos en la producción teatral. 5o) Una política a largo plazo, no electoralista, que requeriría una acción de gobierno en televisiones y radios públicas, la inclusión del juego dramático y del teatro en los planes de estudio de las enseñanzas primaria, secundaria obligatoria y bachillerato, y un plan para la dotación y mejora de las infraestructuras de los teatros. 6o) La modificación del funcionamiento de la Red Española de Teatros y Auditorios. Todo ello supone, por lo tanto, una revisión de los actuales criterios de financiación del teatro. Los teatros públicos deberán reducir sus cantidades presupuestarias para poder invertir y contribuir con mayor efectividad a la recuperación del teatro privado y al mantenimiento del teatro alternativo. Conviene, además, replantearse el actual sistema de teatros públicos, tanto en sus facetas de unidad de producción como en su calidad de espacios de exhibición. Teatros públicos ¿Puede afirmarse que en las condiciones actuales el Estado ayuda al teatro haciendo teatro? ¿Deben existir los teatros públicos? Muchos de los que se escandalizarían por la simple formulación de esta pregunta se expresan con virulencia al hablar de la competencia actual entre teatro privado y teatro público. Muchos son también los que censuran el actual funcionamiento de los teatros públicos, al considerarlos cotos privados de sus directores. Resulta sorprendente y tal vez, inconcebible que algunos directores de teatros públicos puedan dirigir otros espectáculos fuera de sus teatros en producciones ajenas (cobrando por ello, además, normalmente de la empresa privada o de otra empresa pública) y que luego se atrevan a programar dichos espectáculos en los teatros públicos que dirigen. Las corruptelas de los teatros públicos y su desnortado funcionamiento debiera corregirse lo antes posible. Una política de regeneración ética no puede permitir semejantes actuaciones, a no ser que los responsables políticos asuman la complicidad con los directores que así se comportan. En cualquier caso, los teatros públicos deben existir siempre y cuando obedezcan a una necesidad social y artística. Siempre y cuando sus objetivos no puedan ser cubiertos por la iniciativa privada. Pero, en ningún caso, deben sustituir a la iniciativa privada: no pueden ni deben operar con los mismos criterios y objetivos que la empresa privada. Un teatro público debiera ser un centro de expresión y comunicación escénica con los espectadores, un espacio de libertad en el que se fomentase la afición teatral, se favoreciese el intercambio de experiencias escénicas, se desarrollase la investigación teatral y se alentasen aquellas formas teatrales que, por sus dimensiones o características, no recibieran la atención oportuna de las empresas privadas. Su relación con el Poder tendría que estar limitada por una normativa que estableciese el marco de actuación del equipo directivo del teatro público, en cuyas decisiones artísticas no pudieran inmiscuirse los cargos políticos de las administraciones correspondientes. Si el teatro público como unidad de producción se limita a producir espectáculos, sin otras actividades esenciales para el fomento del arte escénico (laboratorios, conferencias, convenios con centros educativos, coloquios, exposiciones, concursos, seminarios y cursos de especialización profesional, intercambios con otros teatros, etc.), estará suplantando a la empresa privada y ejerciendo con ello una competencia desleal. Un teatro público debe velar por conjugar sus finalidades artísticas y escénicas con la imperiosa necesidad de contar con la respuesta del público. Un teatro público debe arriesgar en sus propuestas escénicas, de manera que pueda ofertar a los espectadores un teatro ligado a la modernidad (sin olvidarse de la tradición) y susceptible de recorrer Europa e Iberoamérica. Un teatro público, en fin, debe estar abierto al progreso de las artes escénicas y a las novedades del panorama artístico internacional. Sin embargo, en la actualidad muy pocos teatros públicos se diferencian, en esencia, del funcionamiento de los teatros privados. Deberían mantenerse, en mi opinión, aquellas unidades de producción que cumpliesen con las características anteriormente reseñadas. Y debiera avanzarse hacia una situación de mayor colaboración entre la empresa pública y la privada, de manera que fuesen más habituales las coproducciones y las compañías invitadas en los teatros públicos. Los teatros públicos debieran asumir, además, el compromiso de fomentar la dramaturgia nacional. Nada más sencillo que incluir en las convocatorias de los diferentes Premios de Teatro la cláusula de estreno en el teatro público dependiente de la entidad convocante (municipio, autonomía o gobierno central) o una ayuda económica para la producción del espectáculo. Dado el intervencionismo del Poder y sus graves consecuencias, y el actual despilfarro del dinero de los contribuyentes (premiando al teatro público y castigando al teatro de iniciativia privada) sería preferible evitar la proliferación desmedida de los teatros públicos. ¿Sería conveniente, pues, avanzar hacia una situación de concertación de los teatros con las empresas privadas en detrimento de los teatros públicos? ¿Sería preferible devolver a los profesionales del teatro los locales teatrales cuya titularidad está en manos del Estado? ¿Se podría avanzar hacia un sistema en el que la sociedad, de forma indirecta, y los profesionales, de forma directa, gestionasen la mayoría de los teatros en España, sin que descendiese la calidad artística de los espectáculos, los locales se mantuviesen en buenas condiciones y aumentase el número de espectadores? He aquí un motivo de reflexión para los profesionales del teatro y para los responsables de las políticas teatrales de las diferentes administraciones. Los profesionales del teatro tienen la palabra. La alternativa consiste en apoyar el actual modelo estatal intervencionista del teatro en España o caminar paulatina y decididamente hacia un modelo en el que la sociedad sustituya al Estado en el protagonismo del hecho teatral. En este segundo modelo serían los espectadores los que decidirían qué teatro quieren apoyar y serían los profesionales del teatro los que gestionarían directamente el teatro en España sin la mediación ni la coacción de los políticos de turno. Y ello no quiere decir insisto que el mercado condicione toda actividad escénica, lo que supondría con bastante probabilidad la desaparición de algunos fenómenos teatrales. Habría que arbitrar medidas que garantizasen la supervivencia de todas las manifestaciones de las artes escénicas, pero sin el control del Estado. Ojalá el miedo a la libertad no nos llene de prejuicios y tópicos viejos, ojalá seamos capaces de decidir nuestro propio futuro en defensa del teatro, de todo tipo de teatro.
1) Curiosamente, los cuatro espectáculos de la temporada 199394 representados en Madrid a los que han asistido más espectadores han tenido lugar en los teatros privados: Los miserables (223.550 espectadores) en el Nuevo Apolo, Las de Caín (126.743) en La Latina, Siempre en otoño (74.196) en el Reina Victoria, y El canto de los cisnes (73.745) en el Alcázar. FUENTE: Moisés Pérez Coterillo.
2) Fuente: Fermín Cabal (Realidad en el teatro español. Ponencia en el I Congreso de la Asociación de Autores de Teatro, publicada en La república de las letras, n° 35, octubre de 1992).
3) Consúltense los artículos que durante 1994 ha publicado Moisés Pérez Coterillo en El Mundo, y el estudio que publica en la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales.
4) El Mundo, 5 de marzo de 1994 {La Esfera, pág. 3)
5) Declaraciones recogidas en El Mundo, 4 de octubre de 1994. 6) Boletín de la ACE, n° 18, noviembre de 1993, pág. 15.