Guillermo Solana

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Profesor Titular de Estética y Teoría de las Artes, Universidad Autónoma de Madrid. Crítico de arte

Nihilistas de salón

LA PREGUNTA, TANTO TIEMPO OLVIDADA, ha vuelto a suscitarse con la publicación del libro de Jean Clair La responsabilidad del artista, que provocó un apasionado debate en Francia, y que se ha traducido recientemente al castellano (Visor, Madrid, 1998). El libro es muy estimulante en sus planteamientos, pero algo decepcionante en su argumentación. Por ejemplo, señala la necesidad de distinguir entre modernidad y vanguardismo, pero zanja esa diferencia en términos verbales, oponiendo la «mesura» de lo moderno, que es de todas las épocas, a la vanguardia, producto tardío del romanticismo. Clair suscita también el problema de la globalización del arte actual, pero lo solventa apelando al enraizamiento del arte en un lugar, en una tierra, ignorando que la tradición artística occidental se ha forjado en las capitales —Florencia, Roma, París, Nueva York— y sus grandes exponentes han sido cosmopolitas como el Greco, Rubens, Poussin, Picasso... El aspecto más interesante del libro de Jean Clair es la discusión de un tópico que hasta ahora se ha venido repitiendo y aceptando casi sin debate: que las vanguardias eran las herederas naturales del espíritu de la Ilustración. Georg Lukács fue el primero en señalar en el movimiento expresionista algunos elementos ideológicos precursores del nazismo dentro del prolongado ascenso del pensamiento irracionalista en Alemania (sometido más tarde a una crítica general en su obra El asalto a la razón). En el capítulo segundo de su libro, Jean Clair aborda ese delicado asunto, y nos recuerda algunos casos ejemplares de artistas como Munch, Barlach o Nolde, comprometidos de un modo u otro con el régimen de Hitler. Examina las posibles afinidades entre el expresionismo y el nazismo: el pathos, la innovación de una tradición nórdica, de la germanidad primitiva, el mito de una lengua original y considera, en fin, las dos opciones de la política cultural nacionalsocialista, representadas por Goebbels y Rosenberg. Sin embargo, como ha mostrado Alvaro Delgado-Gal en un brillante ensayo («Las vanguardias y los años oscuros», Revista de Libros, febrero 1999, n° 26) donde comenta el libro de Jean Clair, el balance político del expresionismo no puede basarse en las actitudes individuales de algunos artistas, que pudieron estar motivadas por «la estupidez, el miedo, o las simples ganas de medrar». En cuanto al fondo del asunto, el caso es que todo el arte expresionista terminó relegado a la siniestra exposición de Arte degenerado de 1937. Y fue así porque un partido de masas, y de signo totalitario, necesitaba un estilo didáctico, claro y fácil de entender para las multitudes, lo que excluía el lenguaje de las vanguardias. En suma, que la decisión final de los nazis en favor del realismo académico «no ofrece por tanto el menor misterio, ni en definitiva revela nada específico sobre el realismo o sobre las propias vanguardias». La discusión de las propuestas de Jean Clair le sirve de pretexto a Delgado- Gal para una reflexión más profunda y más radical sobre las vanguardias. Dentro de ella aventura una conjetura audaz: «Toda transgresión en el plano de la forma integra...

Paul Klee: la escritura de Adán

No es frecuente que se organice en España una exposición como ésta, que abraza toda la carrera de uno de los maestros absolutos del siglo XX. Y quizá sea la última vez, porque muchas de las obras de Paul Klee (1879-1940) son tan frágiles como delicadas. La muestra, que se ha podido ver en el IVAM desde abril, llegará este mes de junio, con algunas variantes, al Museo Thyssen de Madrid. Son unas ciento diez pinturas y dibujos, entre las cuales encontraremos obras maestras familiares, pero también algunas piezas inéditas, rara vez reproducidas.

Contra las instalaciones, la violencia del espectáculo

Desde los días del futurismo, la estrategia vanguardista pretendió convertir las exposiciones en escenario de un show electrizante. Se trataba de implicar al público hasta tal punto que cesara la distancia -y por ende, la libertad- propia del juicio estético, del gusto. Hoy, pese a la aparente defunción del vanguardismo, su espíritu persiste en el hipergénero de las instalaciones, que coaccionan al espectador tomando su cuerpo como rehén.