El debate presupuestario ha situado durante estos meses, una vez más, las cuestiones económicas en el centro de la actividad política española. Sin embargo, en esta ocasión, el activo papel que está desempeñando CiU en la elaboración del Presupuesto, como consecuencia de la nueva relación de fuerzas existente en las Cortes Generales, otorga a la situación características singulares. No es solo que la mayoría negocie con una minoría las grandes cifras de la economía nacional: es que partidos con planteamientos económicos netamente diferentes (uno socialista de un lado, una coalición de liberales y democristianos del otro) y con intereses territorialmente distintos han de ponerse plenamente de acuerdo en un amplio y complejo conjunto de cuestiones y, además, han de ser capaces de explicar al conjunto de sus votantes que lo han hecho garantizando los intereses generales.
La cuestión es difícil desde ambas perspectivas. El PSOE no ha podido incorporar a su Gobierno a minoría alguna que le de estabilidad, lo que le obliga a pasar anualmente la reválida presupuestaria sin otro apoyo que el que coyunturalmente pueda conseguir. El Presupuesto, anual expresión cifrada del proyecto político gubernamental, se convierte así en un examen sin cuyo aprobado se hace realmente difícil seguir adelante. La tensión del mal estudiante se hace patente cuando la pregunta que no se había estudiado (la inflación, por ejemplo) cae, como siempre ocurre, en el ejercicio. Pero la posición de la coalición nacionalista catalana dista también de ser cómoda. Objetivamente, el reparto de escaños en el Congreso le otorga una posición óptima a la hora de presionar para llevar a la realidad sus compromisos electorales; por eso, ningún votante de CiU debería esperar razonablemente que, en el futuro, el grado de cumplimiento de los programas que apoya en las elecciones generales sea mayor que el que ahora puede obtener. La negociación presupuestaria se convierte así en una prueba difícil de superar: si lo conseguido es poco, sus votantes podrían llegar a percibir que apoyar a un partido necesariamente minoritario no es el mejor camino para conseguir que la economía española camine por la senda deseada; si se pretende alcanzarlo todo, es posible que no se obtenga nada.
Para complicar aun más la situación, la economía española muestra síntomas aparentemente contradictorios, que han llevado a más de uno a errar en el diagnóstico. Los datos conocidos hasta el momento parecen anunciar que nuestra economía crecerá durante 1994 un 1,7%, medido sobre el PIB del año anterior. El dato es bueno, indicativo de una cierta mejora de la situación, pero para alcanzar conclusiones más completas se debe avanzar algo más. Sabemos que ese crecimiento descansa, casi exclusivamente, en el aumento de la demanda exterior de productos y servicios españoles, en buena medida causado por las violentas devaluaciones a las que se vio sometida la peseta. La creciente dependencia exterior de las economías modernas es un dato incuestionable; es una fuente de inquietudes provocadas por la fuerte competencia del nuevo entorno, pero también lo es de nuevas oportunidades para todos. Sin...