En la vida cultural de los países occidentales se advierte hoy una desconcertante paradoja: cuanto más se extiende socialmente el sistema educativo, más débil parece ser la influencia del saber académico en el común de los ciudadanos, como si se tratara de dos mundos paralelos. Ahí están las cada vez más numerosas universidades y escuelas de secundaria de Europa y Norteamérica, con sus programas más o menos abundantes en materias de literatura, con una mayor disponibilidad de bibliotecas y de recursos para el lector, mientras que los libros más leídos parecen ser precisamente los que no se estudian ni en la escuela de secundaria ni en la universidad. Es evidente que la ley del mercado, y el consumo fácil que ésta promueve, no responde a los objetivos de la enseñanza académica de la literatura. No obstante, cabe también preguntarse, ¿tan poca fuerza tienen las asignaturas de historia de la literatura en la secundaria (en principio, obligatorias para todas las personas menores de 16 años) y en los estudios universitarios, que apenas influyen en lo que lee y siente la mayoría de los ciudadanos?Esta cuestión ha vuelto a inquietarme a raíz de la lectura del sintético pero enjundioso libro titulado ¿Qué es la historia literaria?, de Luis Beltrán, profesor de Teoría de la Literatura en la Universidad de Zaragoza. En él se plantea cómo, tras dos siglos de existencia, la historia de la literatura se ha desarrollado enormemente como disciplina académica, mientras que sus objetivos, hoy por hoy, siguen siendo más inciertos, divergentes e inoperantes que a principios del siglo XIX, cuando se trataba de fijar un corpus de la historia de la literatura de cada nación, con textos fidedignos que hicieran posible su estudio, con el objeto de conocer la formación de la propia identidad nacional. Tal afán nacionalista, que consideraba la historia de la literatura como un apéndice de la historia política y de la educación cívica, se corrigió y se elevó en el siglo XX gracias a la moderna Ciencia de la Literatura, empeñada en valorar la poeticidad, la calidad artística de las obras literarias, con exponentes tan señeros en este propósito como Eric Auerbach y Mijaíl Bajtín, quienes supieron rastrear los monumentos literarios del pasado para observar de qué manera el espíritu humano se ha enriquecido progresivamente en la búsqueda de un sentido para su existencia, y cómo en esa búsqueda el afán por el conocimiento y por el placer estético han ido uniéndose en una creciente consustancialidad.Sin embargo, desde las tres últimas décadas del siglo XX la deconstrucción, la estética de la recepción y los estudios culturales de la literatura (ya se dirijan éstos por la vía de la erudición documentalista o por la defensa de los valores democráticos políticamente correctos), han conseguido que la lectura de una obra literaria se desligue de toda búsqueda de verdad y de belleza trascendente a la circunstancia efímera del autor y del lector (dos sujetos extraños e incomunicados por una insalvable distancia temporal), a la vez que la...